Durante la década de los 30s se levantaron los rascacielos más famosos de Nueva York. En menos de un año, el 40 Wall Street, el Chrysler Building y el Empire State Building se arrebataron el título del edificio más alto del planeta en una carrera frenética por llegar a lo más alto. Estos edificios se convirtieron en íconos de la ciudad más cosmopolita del mundo, cuya fama crecía en el mismo sentido que las estructuras verticalmente, con decenas de rascacielos que ayudaron a formar el típico perfil de la ciudad que atrae a más de 65 millones de turistas año con año.

Y aunque todo viajero sueña con visitar la Gran Manzana y admirar con sus propios ojos el skyline más famoso del mundo, pocas personas conocen a los verdaderos responsables de levantar las vigas de acero y la arena, el cemento y azulejo que hicieron posibles estos hitos en la historia de la construcción.

Antes de la llegada de los británicos a Norteamérica, la nación mohawk se extendía por el extremo este de los Estados Unidos y el sur de Canadá, en los márgenes del Lago Ontario. Se trataba de una tribu de nativos americanos que formaban parte de la Confederación iroquesa, un grupo semisedentario de diestros granjeros y cazadores, con un sentido comunal de las tierras y la vida en familia, que conocían a la perfección el ‘Nuevo Mundo’, así como las especies que habitaban en él.

Como las demás naciones, los mohawks combatieron a sangre y fuego a los conquistadores, caracterizados por su bravura y un sentido de pertenencia y bien comunal que ponía a su tribu por encima de todas las cosas. Esta fiereza les permitió sobrevivir a las distintas campañas de exterminio durante siglos y conservar un diezmado territorio.

Estos valores hicieron de los mohawks una pieza fundamental para levantar las estructuras de hormigón y acero que dieron forma a la modernidad en Ontario, Quebec y Nueva York. Los herreros mohawks habían mostrado su capacidad para superar el vértigo en 1850 durante la edificación del Puente Victoria que unía a la Isla de Montreal con tierra firme. 

Este fue el primer episodio que los llevó a ser considerados ‘hombres águila’ por su capacidad para caminar (incluso correr) sobre las vigas de acero a decenas de metros de altura, además de su musculatura, que les otorgaba una ventaja definitiva sobre los demás trabajadores de la construcción.

La fama de los mohawks para dominar el acero en estructuras altas se expandió por el noroeste de los Estados Unidos y rápidamente se convirtieron en el motor esencial para levantar Nueva York. Decenas de herreros mohawks fueron contratados por sus habilidades en las alturas para edificar, piso por piso, algunos de los edificios más altos del mundo. En la década de los 30 estuvieron en la construcción del Chrysler, del Empire State Building y del Rockefeller Center. Y aunque la mayoría no aparece en las fotografías más famosas de cómo Manhattan se elevaba hasta tocar el cielo, sin su presencia en los andamios estos edificios habrían sido una misión imposible.

A pesar de su valía, los mohawks permanecieron invisibilizados durante décadas. Las empresas contratistas rara vez pagaban lo mismo a un mohawk que a los inmigrantes, hombres libres de origen irlandés, italiano o polaco en la industria de la construcción. Sin embargo, los mohawks también protagonizaron el segundo boom de rascacielos en los Estados Unidos en la década de los 60. Fueron ellos quienes en su mayoría levantaron las Torres Gemelas, en su momento el edificio más alto del mundo. 

La grandeza de Manhattan está unida a las habilidades de los mohawks, su orgullo de realizar una tarea tan peligrosa y la determinación para levantar un mundo que en su mayoría, no entiende su idioma, atenta contra su territorio e ignora la visión de la vida comunal de sus antepasados.

 

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