Preocupaciones de carácter internacional, agregadas a los siempre conflictos internos, demoraron el cumplimiento de la Ley 215 de 1867, que fue el respaldo al ejército para ocupar el desierto y llevar la frontera hasta la barrera natural que constituía el Río Negro. Las agresiones indígenas en forma de malones, habían continuado a pesar de los tratados de paz firmados con el gobierno y de los subsidios y grados militares que las autoridades otorgaban regularmente para contentar a los caciques. Esta mentalidad o recurso “fortinero” se mantiene con algunas variantes, hasta nuestros días.
Sin embargo, era indudable que se estaba creando el clima nacional de una imperiosa decisión; el periplo marítimo de Luis Piedrabuena, las exploraciones de Francisco Pascasio Moreno, la audaz excursión de Lucio Mansilla irrumpiendo en la zona ocupada por los Ranqueles, la campaña periodística de Estanislao Zeballos, resultaban factores de convergente finalidad. La Sociedad Rural, recordando los cuarenta mil animales en que se calculaba la pérdida anual causada por los ataques aborígenes, hizo también oír su voz y el presidente de la entidad don Eduardo Olivera, expresaba en 1870: “Los hacendados han apoyado tan grande empresa y se les ha visto reunirse en nuestros salones y en un acta, trescientos de los principales ganaderos para su cooperación para concluir de una vez por todas con el tributo vergonzoso que hace siglos pagamos al pampa”
Realmente no eran siglos, si tomamos en cuenta los pocos años en que se venía desarrollando la ganadería y la incipiente agricultura, pero como golpe efectista sobre las autoridades y la sociedad, podrían ser válidos para hacerse escuchar.
Una razón financiera vino a sumarse a las señaladas para decidir la conquista del desierto: el presupuesto de guerra requería más del 60 % de las rentas generales de la nación y en buena parte se debía al gravoso sistema de doscientos cuarenta fortines que, situados de dos en dos leguas (10 Km. entre ellas) y guarnecidos por seis mil soldados, defendías una frontera que se extendía a lo largo de dos mil cuatrocientos kilómetros.
El mencionado presupuesto debía cargar también, con las dos mil mujeres “cuarteleras” y pagar los dieciocho mil caballos anuales que requería el atender la línea de fortines; con el agravante de que a esa vida, se le agregaba la irregularidad en el pago de los sueldos militares, el mal servicio de las proveedurías y a la falta de puntualidad en la provisión de los equipos, lo que provocaba serios síntomas de indisciplina. En 1876 la deserción alcanzaba al 35 % de los efectivos y no debe soslayarse del tema, que cada desertor se marchaba con su fusil y los caballos que montaba.
La frontera natural sobre el Río Negro se calculó que podría defenderse con sólo la tercera parte de esos efectivos y recursos. Cuando el ministro de guerra, el doctor Adolfo Alsina, partidario del sistema de zanjas y fortines falleció en 1877, el presidente Nicolás Avellaneda, convocó para cubrir el cargo a un joven militar, el Coronel Julio A. Roca, quién ya se había expresado dos años antes, respecto a este asunto, con una opinión contraria a su antecesor ¡Que disparate la zanja de Alsina! Si no se ocupa la pampa, previa destrucción de los indios, es inútil toda prevención y plan para impedir las invasiones”.
“Acabo de firmar el decreto nombrándole Ministro de Guerra. V. S. Conoce mi programa político… La tarea es grande; impone pesadas responsabilidades y puede estar llena de eventualidades así como de peligros. Pero habrá siempre patriotismo en afrontarlos y puede haber honor duradero en vencerlos…” 4 de enero de 1878 al nombrarlo Ministro.
Convencido de ese error de política defensiva, Roca había anotado, impaciente y con expresivas palabras “Es necesario hacerle comprender a Alsina y al presidente que es sacando el hormiguero como se acaba con las hormigas, no esperando cazarlas una a una cuando salgan de la cueva”. Roca sería, en definitiva, el directo responsable y organizador de la conquista del desierto.
En agosto de 1878, en un mensaje al Congreso, el presidente Avellaneda y su ministro de guerra expresaban, calculando los elementos del adversario: “En la superficie de quince mil leguas que se trata de conquistar, la población indígena que la ocupa puede estimarse en veinte mil almas, en cuyo número alcanzarán a contarse de mil ochocientos a dos mil hombres de lanza”. Para hacerse de los recursos, un empréstito se suscripción popular, posibilitó la financiación de tamaña empresa.
Usando los adelantos técnicos de la época, la Carabina Rémington, el ferrocarril y el telégrafo; incorporando indios amigos; atendiendo aspectos esenciales como el adiestramiento de jinetes y cabalgaduras y la provisión del agua imprescindible, se inició la concreción de la etapa militar. Desde Carhué, que fuera fundada en 1876, siendo atacada ese mismo año por Namuncurá, expidió el ya General Roca, el 26 de abril de 1879, su “Orden del Día del Ejército Expedicionario”.
Anticipando la trascendencia nacional de esta campaña expedicionaria, decía el documento mencionado “Cuando la ola humana invada estos desolados campos, que ayer eran escenarios de correrías destructoras y sanguinarias, para convertirlos en emporios de riqueza y en pueblos florecientes donde millones de hombres puedan vivir ricos y felices, recién entonces se estimará en su verdadero valor el mérito de vuestros esfuerzos”.
Lástima grande, General, que tamaña acción civilizadora, poco más de 100 años después, todo quedó nuevamente casi desierto; el progreso que significó esta avanzada de civilización audaz, incluyendo al ferrocarril que permitió el desarrollo y nacimiento de poblaciones alrededor de las estaciones, por donde salía la riqueza de los campos, fue suprimido, sumiendo pueblos enteros, en estructuras fantasmas.
Cuatro columnas que avanzaron rápidamente, sincronizadas a los largo de la frontera, penetraron en el desierto; no encontrando mayor resistencia del indígena. Se cruzó el Río Colorado y en la víspera del aniversario patrio – el 24 de mayo de 1879 – Roca y su ejército, alcanzaba las márgenes del Río Negro, primera etapa de la expedición.
El presidente Avellaneda había señalado en proclama de enero de 1879 “Soldados, después de muchos años, la guerra contra el indio sale del terreno de las hazañas oscuras y hoy, a vuestras espaldas, todo un pueblo vitorea a los vencedores. No se perderá la ruta que habéis trazado sobre el desierto desconocido. Por los rastros de las expediciones se encaminará, en breve, el trabajo dispuesto a recoger el fruto de vuestras victorias, abriendo nuevas fronteras de riqueza nacional al amparo de vuestras armas”.
Pocas semanas le habían bastado a las fuerzas militares al comando de Roca, para llegar al Río Negro. El arte, sin duda el mejor testimonio evocativo de lo histórico, tardaría más en fijar en un lienzo la escena representativa; cuatro años le llevó al pintor Juan Manuel Blanes, para embellecer la tela de siete metros y medio de largo por tres y medio metros de ancho, en el cual, con una veracidad asombrosa, Roca está en el centro de la vanguardia conquistadora. El vencedor del desierto, que lo había sido por su capacidad de organizador y de ejecutivo, parece observar con tranquila curiosidad, a un perro que ladra al grupo bélico. Lo más probable es, que Roca no escuchara al can, sino que empezara a calcular su porvenir como gobernante; se acercaban las elecciones presidenciales y la conquista cumplida, tenía tal trascendencia, que a partir de ahí, Roca sería, por muchos años, el hombre público más representativo de la Nación y no habría “ladridos de perros políticos” capaces de alterarlo.
La llegada al Río Negro experimentaba un rápido desenlace en el problema de las fronteras interiores. Impedidos de huir a Chile y arrollados por el fulminante avance, los indios se dispersaron prontamente en todo el territorio que se extendía hasta el estrecho de Magallanes.
Los cuatro mil indígenas que cayeron prisioneros, fueron llevados a la Isla Martín García o desterrados al lejano norte, con la obligación de trabajar en la industria azucarera de Tucumán. Allí, se encargarían de “endulzar” la vida de los Huincas, después de haberlos amargado durante años, con sus malones de terror, destrucción y muertes, la existencia de los pueblos de fronteras.
Este final poco feliz de los indígenas ¿Fue el único posible? Incapaces de mejorar su estilo de vida ¿estarían los indios condenados a desaparecer, así barridos por el blanco? No hay respuesta fácil ni sencilla. Esta es parte de la historia que se ha vivido y escrito hasta el momento, las otras respuestas, por el momento, son de carácter fáctico.
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Preocupaciones de carácter internacional, agregadas a los siempre conflictos internos, demoraron el cumplimiento de la Ley 215 de 1867, que fue el respaldo al ejército para ocupar el desierto y llevar la frontera hasta la barrera natural que constituía el Río Negro. Las agresiones indígenas en forma de malones, habían continuado a pesar de los tratados de paz firmados con el gobierno y de los subsidios y grados militares que las autoridades otorgaban regularmente para contentar a los caciques. Esta mentalidad o recurso “fortinero” se mantiene con algunas variantes, hasta nuestros días.
Sin embargo, era indudable que se estaba creando el clima nacional de una imperiosa decisión; el periplo marítimo de Luis Piedrabuena, las exploraciones de Francisco Pascasio Moreno, la audaz excursión de Lucio Mansilla irrumpiendo en la zona ocupada por los Ranqueles, la campaña periodística de Estanislao Zeballos, resultaban factores de convergente finalidad. La Sociedad Rural, recordando los cuarenta mil animales en que se calculaba la pérdida anual causada por los ataques aborígenes, hizo también oír su voz y el presidente de la entidad don Eduardo Olivera, expresaba en 1870: “Los hacendados han apoyado tan grande empresa y se les ha visto reunirse en nuestros salones y en un acta, trescientos de los principales ganaderos para su cooperación para concluir de una vez por todas con el tributo vergonzoso que hace siglos pagamos al pampa”
Realmente no eran siglos, si tomamos en cuenta los pocos años en que se venía desarrollando la ganadería y la incipiente agricultura, pero como golpe efectista sobre las autoridades y la sociedad, podrían ser válidos para hacerse escuchar.
Una razón financiera vino a sumarse a las señaladas para decidir la conquista del desierto: el presupuesto de guerra requería más del 60 % de las rentas generales de la nación y en buena parte se debía al gravoso sistema de doscientos cuarenta fortines que, situados de dos en dos leguas (10 Km. entre ellas) y guarnecidos por seis mil soldados, defendías una frontera que se extendía a lo largo de dos mil cuatrocientos kilómetros.
El mencionado presupuesto debía cargar también, con las dos mil mujeres “cuarteleras” y pagar los dieciocho mil caballos anuales que requería el atender la línea de fortines; con el agravante de que a esa vida, se le agregaba la irregularidad en el pago de los sueldos militares, el mal servicio de las proveedurías y a la falta de puntualidad en la provisión de los equipos, lo que provocaba serios síntomas de indisciplina. En 1876 la deserción alcanzaba al 35 % de los efectivos y no debe soslayarse del tema, que cada desertor se marchaba con su fusil y los caballos que montaba.
La frontera natural sobre el Río Negro se calculó que podría defenderse con sólo la tercera parte de esos efectivos y recursos. Cuando el ministro de guerra, el doctor Adolfo Alsina, partidario del sistema de zanjas y fortines falleció en 1877, el presidente Nicolás Avellaneda, convocó para cubrir el cargo a un joven militar, el Coronel Julio A. Roca, quién ya se había expresado dos años antes, respecto a este asunto, con una opinión contraria a su antecesor ¡Que disparate la zanja de Alsina! Si no se ocupa la pampa, previa destrucción de los indios, es inútil toda prevención y plan para impedir las invasiones”.
“Acabo de firmar el decreto nombrándole Ministro de Guerra. V. S. Conoce mi programa político… La tarea es grande; impone pesadas responsabilidades y puede estar llena de eventualidades así como de peligros. Pero habrá siempre patriotismo en afrontarlos y puede haber honor duradero en vencerlos…” 4 de enero de 1878 al nombrarlo Ministro.
Convencido de ese error de política defensiva, Roca había anotado, impaciente y con expresivas palabras “Es necesario hacerle comprender a Alsina y al presidente que es sacando el hormiguero como se acaba con las hormigas, no esperando cazarlas una a una cuando salgan de la cueva”. Roca sería, en definitiva, el directo responsable y organizador de la conquista del desierto.
En agosto de 1878, en un mensaje al Congreso, el presidente Avellaneda y su ministro de guerra expresaban, calculando los elementos del adversario: “En la superficie de quince mil leguas que se trata de conquistar, la población indígena que la ocupa puede estimarse en veinte mil almas, en cuyo número alcanzarán a contarse de mil ochocientos a dos mil hombres de lanza”. Para hacerse de los recursos, un empréstito se suscripción popular, posibilitó la financiación de tamaña empresa.
Usando los adelantos técnicos de la época, la Carabina Rémington, el ferrocarril y el telégrafo; incorporando indios amigos; atendiendo aspectos esenciales como el adiestramiento de jinetes y cabalgaduras y la provisión del agua imprescindible, se inició la concreción de la etapa militar. Desde Carhué, que fuera fundada en 1876, siendo atacada ese mismo año por Namuncurá, expidió el ya General Roca, el 26 de abril de 1879, su “Orden del Día del Ejército Expedicionario”.
Anticipando la trascendencia nacional de esta campaña expedicionaria, decía el documento mencionado “Cuando la ola humana invada estos desolados campos, que ayer eran escenarios de correrías destructoras y sanguinarias, para convertirlos en emporios de riqueza y en pueblos florecientes donde millones de hombres puedan vivir ricos y felices, recién entonces se estimará en su verdadero valor el mérito de vuestros esfuerzos”.
Lástima grande, General, que tamaña acción civilizadora, poco más de 100 años después, todo quedó nuevamente casi desierto; el progreso que significó esta avanzada de civilización audaz, incluyendo al ferrocarril que permitió el desarrollo y nacimiento de poblaciones alrededor de las estaciones, por donde salía la riqueza de los campos, fue suprimido, sumiendo pueblos enteros, en estructuras fantasmas.
Cuatro columnas que avanzaron rápidamente, sincronizadas a los largo de la frontera, penetraron en el desierto; no encontrando mayor resistencia del indígena. Se cruzó el Río Colorado y en la víspera del aniversario patrio – el 24 de mayo de 1879 – Roca y su ejército, alcanzaba las márgenes del Río Negro, primera etapa de la expedición.
El presidente Avellaneda había señalado en proclama de enero de 1879 “Soldados, después de muchos años, la guerra contra el indio sale del terreno de las hazañas oscuras y hoy, a vuestras espaldas, todo un pueblo vitorea a los vencedores. No se perderá la ruta que habéis trazado sobre el desierto desconocido. Por los rastros de las expediciones se encaminará, en breve, el trabajo dispuesto a recoger el fruto de vuestras victorias, abriendo nuevas fronteras de riqueza nacional al amparo de vuestras armas”.
Pocas semanas le habían bastado a las fuerzas militares al comando de Roca, para llegar al Río Negro. El arte, sin duda el mejor testimonio evocativo de lo histórico, tardaría más en fijar en un lienzo la escena representativa; cuatro años le llevó al pintor Juan Manuel Blanes, para embellecer la tela de siete metros y medio de largo por tres y medio metros de ancho, en el cual, con una veracidad asombrosa, Roca está en el centro de la vanguardia conquistadora. El vencedor del desierto, que lo había sido por su capacidad de organizador y de ejecutivo, parece observar con tranquila curiosidad, a un perro que ladra al grupo bélico. Lo más probable es, que Roca no escuchara al can, sino que empezara a calcular su porvenir como gobernante; se acercaban las elecciones presidenciales y la conquista cumplida, tenía tal trascendencia, que a partir de ahí, Roca sería, por muchos años, el hombre público más representativo de la Nación y no habría “ladridos de perros políticos” capaces de alterarlo.
La llegada al Río Negro experimentaba un rápido desenlace en el problema de las fronteras interiores. Impedidos de huir a Chile y arrollados por el fulminante avance, los indios se dispersaron prontamente en todo el territorio que se extendía hasta el estrecho de Magallanes.
Los cuatro mil indígenas que cayeron prisioneros, fueron llevados a la Isla Martín García o desterrados al lejano norte, con la obligación de trabajar en la industria azucarera de Tucumán. Allí, se encargarían de “endulzar” la vida de los Huincas, después de haberlos amargado durante años, con sus malones de terror, destrucción y muertes, la existencia de los pueblos de fronteras.
Este final poco feliz de los indígenas ¿Fue el único posible? Incapaces de mejorar su estilo de vida ¿estarían los indios condenados a desaparecer, así barridos por el blanco? No hay respuesta fácil ni sencilla. Esta es parte de la historia que se ha vivido y escrito hasta el momento, las otras respuestas, por el momento, son de carácter fáctico.
Envío y colaboración: Sr. Patricio Anderson
PrisioneroEnArgentina.com
Mayo 13, 2021