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Por Aquiles Meo.


Bernardo tenía 19 años y vivía en el sur, en una casa bastante grande que estaba en las afueras de la ciudad, rodeada de bosques. Tenía dos hermanas, la menor tenía seis años y solía subir a jugar al desván con sus muñecas.

Un día la niña le comentó a Bernardo que cuando subía a jugar siempre escuchaba ruidos como si alguien rasgara con sus uñas las paredes. Berardo examinó las ventanas buscando ramas que azotaran os muros y provocaron los ruidos. 

La mayor, una bella señorita de quince años, le comentó a Bernardo en voz baja, que cuando se estaba bañando, el agua se interrumpía.

La madre de Bernardo había escuchado voces mientras recogía huevos en el gallinero. Su padre, que se burlaba y había sido siemre reticente a creer en ánimas, aparecidos y brujas, finalmente escuchó voces a sus espaldas mientras quitaba las hierbas malas que se formaban junto a las plantas de papas y batatas. 

“Esto pasa por no tener perros”, dijo el patriarca “los perros siempre espantan a los espíritus…”

Pasaron varios días,  Bernardo y su familia ya no hablaban de misterios y encantamientos, pero una noche, sentados a la mesa para la cena, la familia comenzó a escuchar voces y ruidos. Bernardo se aventuró a las afueras de la casa y escuchó varias voces que le ordenaban que se fuera, que abandonara la morada.

Bernard estaba pálido y tembloroso y con la voz quebrada le explicó a los suyos que los famosos ruidos eran de estas almas que se le habían aparecido y que tenían que mudarse de allí lo antes posible.

Tan pronto como pudieron se fueron y dejaron la casa vacía. 

Pocas horas despues, unos falsos mapuches estaban pintando la casa de un brillante color amarillo. 

 


PrisioneroEnArgentina.com

Octubre 11, 2020


 

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