En estos días se observa en la sociedad una gran preocupación por las libertades que súbitamente se están produciendo en las prisiones preventivas de las causas judiciales de corrupción kirchnerista. Lo que no he escuchado decir es que en éstos como en otros procesos penales de todo tipo, la raíz del problema de la arbitrariedad con que se resuelven las prisiones preventivas está en la estructura legal que lo permite.
Efectivamente: en la época en que el rumbo académico en el D. Penal y Procesal Penal (y consecuentemente su influencia en la legislación de todo el país) lo marcaba la Escuela cordobesa, en particular los dos grandes procesalistas Vélez Mariconde y Clariá Olmedo, la teoría del derecho sobre el tema, sabiamente, tuvo el buen cuidado de limitarle el poder a los jueces en semejante asunto – nada menos que la administración de la libertad del prójimo- dándole seguridad jurídica a todos los actores del proceso e, indirectamente, a la sociedad toda. Sintéticamente, en aquel tiempo la prisión preventiva, para ser impuesta al procesado, tenía rígidos preceptos objetivos sin los cuales no podía ser privado de su libertad, los que consistían en dos factores cuya presencia era ineludible: la semiplena prueba de la existencia de los ilícitos investigados y la gravedad de los mismos, lo que se mensuraba con las penas que disponía el Código Penal para su caso; era la presunción legal de que podría intentar eludir a acción de la justicia si permanecía en libertad y ameritaba que, a su respecto, cediera el derecho a permanecer en libertad mientras durara el proceso; todo lo cual por cierto se evaluaba en una resolución que era el auto de procesamiento. Sin perjuicio de ello, durante el desarrollo de la causa, se le podía otorgar la excarcelación si se combinaban condiciones objetivas y subjetivas que así lo hicieran posible, sobre lo que no es del caso extenderme en este corto libelo. De hecho, un individuo con una perspectiva evaluada de que, de ser condenado, podría tener un mínimo y un máximo de condena alto no podía ser beneficiado con la excarcelación. La ley presumía que, dadas esas condiciones, existían serios riesgos de que el encartado eludiera la justicia o entorpeciera la recolección de la prueba.
Pues bien, ese criterio fue cambiado hace ya décadas invocando una mejor adecuación de la materia al principio de inocencia, en virtud de lo cual las presunciones legales para disponer la prisión preventiva debían ceder. De allí que prácticamente todos los códigos procesales del país sometieron a la sola evaluación discrecional del juzgador la disposición de la libertad del imputado mientras dure el proceso; de tal modo que la libertad puede restringirse -sin tener en cuenta gravedad de lasimputaciones y de los daños, las pautas objetivas- solamente con dos parámetros a tener en cuenta: existencia de riesgo de fuga o de entorpecimiento de la acción de la justicia, ambas circunstancias de apreciación exclusiva del juzgador sin límites legales, donde la discrecionalidad puede devenir rápidamente en arbitrariedad; es decir, fundada en el solo criterio de evaluación del juez y sin cortapisas legales objetivas. En otros términos: todo el poder a los jueces, con lo que eso significa cuando de la libertad de las personas se trata; se cambió el antiguo régimen con el argumento de que sería a favor de una elasticidad supuestamente más equitativa y para ello se sacrificó la seguridad jurídica.
Hoy, en casos tan mediáticos quedó a la vista del gran público un lamentable espectáculo -por el carácter masivo de las resoluciones de liberación del encarcelado que venimos presenciando- con el uso de esas facultades en los delitos de corrupción, donde el observador externo aprecia que, o se resolvieron mal las prisiones preventivas en su momento o ahora las excarcelaciones, sin existir criterios objetivos que puedan tenerse en cuenta para apreciar lo uno o lo otro. Quedó expuesto el defecto del sistema: se sabe -no se tiene la cifra precisa- que hay miles de excarcelados de los cuáles no se tienen noticias, algunos aparecen cuando cometen otro delito.
Pero hay otro asunto más grave relacionado a la materia: esto es cuando esa mala praxis judicial es en perjuicio de los encausados, como ocurre con los denominados juicios de lesa humanidad; en estos casos, con la misma vara de medición pero direccionada en sentido contrario, sin excepción, a todos los imputados se les priva de la libertad durante la sustanciación de la causa, tratándose de gerontes que no tienen prácticamente posibilidades de fugarse ni de alterar pruebas; más aún: sufren prisiones preventivas de seis, ocho, diez y hasta catorce años, cuando el máximo legal es de tres años.
Las consecuencias del sistema: (1) ¡Desgraciada la víctima -imputado o damnificado, según el caso- del martillo judicial cargado de poder puesto en manos de tales jueces! (2) La sociedad que prohijó el sistema por medio de sus legisladores con la promulgación de las normas procesales pertinentes que lo han permitido, termina siendo la segunda víctima. (3) En lo que se refiere a la suerte de esos jueces arbitrarios en la parte de responsabilidad que a ellos les cabe por el mal uso del poder concedido, pocas son las posibilidades de que paguen por sus actos; es que el cuchillo generalmente no corta a quien lo maneja.
Silvia E. Marcotullio –
Ex jueza de Cámara –
DNI: 9.999.644 –
Río Cuarto, Argentina
La doctora Marcotullio es abogada y ex Juez de Cámara de la Provincia de Córdoba. Es autora del libro “Juicios de Lesa Humanidad”
Por la Dra. SILVIA MARCOTULLIO
En estos días se observa en la sociedad una gran preocupación por las libertades que súbitamente se están produciendo en las prisiones preventivas de las causas judiciales de corrupción kirchnerista. Lo que no he escuchado decir es que en éstos como en otros procesos penales de todo tipo, la raíz del problema de la arbitrariedad con que se resuelven las prisiones preventivas está en la estructura legal que lo permite.
Efectivamente: en la época en que el rumbo académico en el D. Penal y Procesal Penal (y consecuentemente su influencia en la legislación de todo el país) lo marcaba la Escuela cordobesa, en particular los dos grandes procesalistas Vélez Mariconde y Clariá Olmedo, la teoría del derecho sobre el tema, sabiamente, tuvo el buen cuidado de limitarle el poder a los jueces en semejante asunto – nada menos que la administración de la libertad del prójimo- dándole seguridad jurídica a todos los actores del proceso e, indirectamente, a la sociedad toda. Sintéticamente, en aquel tiempo la prisión preventiva, para ser impuesta al procesado, tenía rígidos preceptos objetivos sin los cuales no podía ser privado de su libertad, los que consistían en dos factores cuya presencia era ineludible: la semiplena prueba de la existencia de los ilícitos investigados y la gravedad de los mismos, lo que se mensuraba con las penas que disponía el Código Penal para su caso; era la presunción legal de que podría intentar eludir a acción de la justicia si permanecía en libertad y ameritaba que, a su respecto, cediera el derecho a permanecer en libertad mientras durara el proceso; todo lo cual por cierto se evaluaba en una resolución que era el auto de procesamiento. Sin perjuicio de ello, durante el desarrollo de la causa, se le podía otorgar la excarcelación si se combinaban condiciones objetivas y subjetivas que así lo hicieran posible, sobre lo que no es del caso extenderme en este corto libelo. De hecho, un individuo con una perspectiva evaluada de que, de ser condenado, podría tener un mínimo y un máximo de condena alto no podía ser beneficiado con la excarcelación. La ley presumía que, dadas esas condiciones, existían serios riesgos de que el encartado eludiera la justicia o entorpeciera la recolección de la prueba.
Pues bien, ese criterio fue cambiado hace ya décadas invocando una mejor adecuación de la materia al principio de inocencia, en virtud de lo cual las presunciones legales para disponer la prisión preventiva debían ceder. De allí que prácticamente todos los códigos procesales del país sometieron a la sola evaluación discrecional del juzgador la disposición de la libertad del imputado mientras dure el proceso; de tal modo que la libertad puede restringirse -sin tener en cuenta gravedad de las imputaciones y de los daños, las pautas objetivas- solamente con dos parámetros a tener en cuenta: existencia de riesgo de fuga o de entorpecimiento de la acción de la justicia, ambas circunstancias de apreciación exclusiva del juzgador sin límites legales, donde la discrecionalidad puede devenir rápidamente en arbitrariedad; es decir, fundada en el solo criterio de evaluación del juez y sin cortapisas legales objetivas. En otros términos: todo el poder a los jueces, con lo que eso significa cuando de la libertad de las personas se trata; se cambió el antiguo régimen con el argumento de que sería a favor de una elasticidad supuestamente más equitativa y para ello se sacrificó la seguridad jurídica.
Hoy, en casos tan mediáticos quedó a la vista del gran público un lamentable espectáculo -por el carácter masivo de las resoluciones de liberación del encarcelado que venimos presenciando- con el uso de esas facultades en los delitos de corrupción, donde el observador externo aprecia que, o se resolvieron mal las prisiones preventivas en su momento o ahora las excarcelaciones, sin existir criterios objetivos que puedan tenerse en cuenta para apreciar lo uno o lo otro. Quedó expuesto el defecto del sistema: se sabe -no se tiene la cifra precisa- que hay miles de excarcelados de los cuáles no se tienen noticias, algunos aparecen cuando cometen otro delito.
Pero hay otro asunto más grave relacionado a la materia: esto es cuando esa mala praxis judicial es en perjuicio de los encausados, como ocurre con los denominados juicios de lesa humanidad; en estos casos, con la misma vara de medición pero direccionada en sentido contrario, sin excepción, a todos los imputados se les priva de la libertad durante la sustanciación de la causa, tratándose de gerontes que no tienen prácticamente posibilidades de fugarse ni de alterar pruebas; más aún: sufren prisiones preventivas de seis, ocho, diez y hasta catorce años, cuando el máximo legal es de tres años.
Las consecuencias del sistema: (1) ¡Desgraciada la víctima -imputado o damnificado, según el caso- del martillo judicial cargado de poder puesto en manos de tales jueces! (2) La sociedad que prohijó el sistema por medio de sus legisladores con la promulgación de las normas procesales pertinentes que lo han permitido, termina siendo la segunda víctima. (3) En lo que se refiere a la suerte de esos jueces arbitrarios en la parte de responsabilidad que a ellos les cabe por el mal uso del poder concedido, pocas son las posibilidades de que paguen por sus actos; es que el cuchillo generalmente no corta a quien lo maneja.
Silvia E. Marcotullio –
Ex jueza de Cámara –
DNI: 9.999.644 –
Río Cuarto, Argentina
La doctora Marcotullio es abogada y ex Juez de Cámara de la Provincia de Córdoba. Es autora del libro “Juicios de Lesa Humanidad”
PrisioneroEnArgentina.com
Octubre 10, 2016
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