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No hace mucho más de cien años, una imprecisa  y peligrosa frontera interior atravesaba la tierra bonaerense, marcando el límite del territorio que el hombre blanco había conseguido poblar de ranchos y ganado. Más allá se extendían  los inconquistados dominios del indígena. Pero no se trababa de un juro impenetrable. Por el contario, los indios incursionaban con alarmante frecuencia en las tierras civilizadas, arrasando cuanto encontraban a su paso.

Claro que no era costumbre nueva de los naturales de estas tierras. Desde los tiempos de la colonia, una de las preocupaciones fundamentales de los gobiernos, fue encontrar la manera de contener al indio. Para ellos se usó  a veces la violencia; otras, la dádiva y la astucia. En este aspecto, Rosas se mostró como un verdadero maestro para combinar uno y otro método y durante su larga dictadura reinó la paz en la frontera con el indio. Sus sucesores no heredaron su habilidad y después de Caseros, volvieron la inseguridad y los malones.

Frente a esta situación y ante el fracaso de repetidos intentos de domar a los indígenas por la fuerza, se optó por comprar su inactividad asegurándoles la provisión de alimentos, vestidos, “vicios” (tabaco, yerba, bebidas alcohólicas) algunas armas y, en ciertos casos, grados militares para los caciques. Los precarios fortines de frontera completaban el cuadro. Allí, la pintoresca sociedad formada por soldados, comerciantes, mercachifles, indios amigos, perros hambrientos y soldaderas (madres o compañeras de los soldados, ex cautivas, curanderas) vivía en constante sobresalto.

Es que los indígenas no siempre se mantenían pasivos. Con demasiada frecuencia las raciones que el gobierno había prometido enviarles no llegaban o lo hacían muy disminuidas. La mayor parte quedaba en el camino, distribuida entre los comerciantes proveedores y algunos inescrupulosos jefes militares. Agobiado por la necesidad, en 1856, un Cacique llamado Cristo, se alzó en armas y llevó su queja hasta las tolderías del gran Cacique Calfulcurá, máxima autoridad de los pampas. Este puso en pie e guerra a sus mejores lanceros y marchó sobre Fortín Mulita, un grupo de ranchos miserables, entre los que sobresalía un  frágil mangrullo, rodeado por un cerco de adobe y palo que, muchos años después, acabaría por convertirse en la Ciudad de 25 de Mayo.

Un ex bandolero, el Mayor Baldebenitez, intentó asumir la defensa pero, ante su fracaso, Francisco Bibolini, un sacerdote italiano llegado a América en 1854, se convirtió en el héroe de la resistencia. Cierto es que Calfulcurá no mostró demasiado empeño en destruir el fuerte. Se limitó a cercarlo para evitar la salida de las tropas y poder saquear sin interferencias las estancias vecinas. Cuando se retiraron, sin haber tenido ni una sola baja, llevaba 200 cautivos y miles de cabeza de ganado.

En 1859, aprovechando que las fronteras estaban más indefensas que nunca porque el grueso de la tropas se preparaba para la batalla de Cepeda, el gran Caique volvió a atacar la región. Esta vez el padre Bibolini cambió de táctica y resolvió enfrentar al indio en su propio reducto. A su manera, claro, y en medio del escepticismo general, marcho a parlamentar en el campamento de Calfulcurá.

Después de una accidentada travesía – en cuyo transcurso cayó del caballo en un lugar que desde entonces se conoce como Laguna del Cura – llegó a la toldería pampa, sola para darse cuenta de que su idioma, mezcal de italiano y español, resultaba incomprensible para el Cacique. La oportuna presencia de un asturiano al servicio de Calfulcurá `permitió, sin embargo, que el diálogo se llevara a cabo. No trascendió lo que se dijeron pero se supo si que después de conversar durante horas, el indio se comprometió a respetar la vida y propiedades blancas a cambio de que le entregara a un tal Pedro Basabé, acusado de haber dado muerte a Juan de Dios Veloz, amigo entrañable del Cacique. Pero los argumentos del cura debieron ser irrefutables porque terminó convenciéndolo de que el crimen había sido cometido en defensa propia.

Hubo, todavía, un tercer encuentro entre ambos. En 1861, el cacique volvió a sitiar Fortín Mulita exigiendo un crecido rescate a cambio dem la vida de sus pobladores. El Padre Bibolini pareció advertir que esta vez el problema no se solucionaría con palabras y su intervención fue decisiva para que los comerciantes aceptaran contribuir para recaudar lo necesario. Una vez más, el Fuerte debió su salvación al emprendedor cura.

Pero al parecer Francisco Bibolini, debió pagar un precio adicional en su primera entrevista con Calfulcurá. Según la tradición antes de aceptar su propuesta el indio impuso la cura la condición de que se casara con una de las mujeres de su corte. “Me resistí lo que pude – habría dicho Bibolini. Posteriormente – hasta que, viendo que no tenía más remedio que sacrificarse en holocausto a la paz y seguridad de mis feligreses, accedí a ello, pero sea dicho para la tranquilidad de mi conciencia, me casé “En Indio”.

Agregado del transcriptor: acá se puede avizorar, la tan mentada “Mentalidad Fortinera” a la que suelo hacer mención en algunos escritos. Para los Caciques, todos los vicios y hasta uniforme de Coronel el algunos casos; mientras, la indiada, piojosa, dando vueltas alrededor de los toldos y comiendo carne de yegua ¿Cómo hacían los Caciques? Apretaban con “Piquetes” y sacaban las tajadas grandes y la indiada quedaba con los plancitos. Todo se repite a lo largo de los años. Todo cambia, NADA CAMBIA.

 

Por Patricio Anderson

 


PrisioneroEnArgentina.com

Mayo 27, 2021


 

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