Artículo-testimonio de María Laura “Malala” Castelli.
Hablaré aquí en mi condición de testigo y sobreviviente.
Mi voz—acallada durante décadas—se alza para dejar constancia histórica de lo que “VIVÍ EN TUCUMÁN” entre 1974 y 1975, cuando la violencia de las organizaciones guerrilleras desgarraron la vida cotidiana y nos situó, casi sin darnos cuenta en el núcleo de una guerra, intestina e intermitente, con aportes de material y hombres foráneos a estas organizaciones MILITARIZADAS QUE ATACANDO A LA ARGENTINA PRETENDIAN TOMAR EL PODER POR LA FUERZA Y HACER DE LA PROVINCIA DE TUCUMÁN, “UN ESTADO LIBERADO”.
Pertenezco a la generación de los “hijos de militares”: portadores de un apellido que se volvió estigma y que nos obligó a vivir como sospechosos permanentes, forzados a silenciar el dolor para no ser señalados como victimarios.
Es mi deseo, restituir esta parte de la memoria que la historia oficial prefirió borrar.
Mi padre, ingeniero militar, recibió una orden intempestiva del gobierno constitucional de Isabel Martínez de Perón: viajar a Tucumán y reorganizar una Policía provincial desbordada por los ataques del ERP.
A la incertidumbre de entregar su propio batallón en Santiago del Estero se sumó la tarea de crear, casi desde cero, una estructura capaz de contener atentados diarios sobre rutas, ingenios y cuarteles.
No había vehículos, comunicaciones, ni alojamiento digno para agentes o detenidos.
Recuerdo su primera decisión: colocar inodoros, colchones y mantas en los calabozos, y autorizar visitas regulares a los prisioneros; incluso permitió que una detenida regresara del hospital con su bebé recién nacido y habilitó un casamiento religioso entre dos integrantes de las organizaciones guerrilleras que operaban por aquellos días, “EN TUCUMÁN…”EL PEQUEÑO VIETNAM ARGENTINO”, con mozos de la fuerza sirviendo sándwiches y gaseosas.
Nada de aquello describía un “centro clandestino”: era un puesto policial que intentaba respetar una mínima humanidad en medio del caos.
Una psicóloga militar, cuando acudía a terapia desbastada por el terror que permanentemente me perseguía, una vez me dijo… “Si te sirve de algo, tu padre no usa picana”.
Mi padre finalmente fue relevado de su puesto.
Con diecisiete años descubrí qué significaba vivir bajo amenaza.
Mis hermanas y yo aprendimos a identificar sobres anónimos, motos que nos seguían, vehículos que oscurecían la vereda con los faros apagados.
El caso más brutal fue el asesinato de mi amiga Paula Lambruschini—niña, como nosotras—víctima de un artefacto explosivo.
Lo de Paula no fue un hecho aislado: también cayeron el capitán Viola con su hija cristina de solo tres añitos y terriblemente herida María Fernanda.
Tantos otros conocidos que llenaban con sangre y cadáveres destrozados la morgue con nombres familiares AÚN HOY ME PERSIGUEN EN MIS PESADILLAS.
Cada impacto de bomba hacía temblar las persianas metálicas de nuestra casa; cada ráfaga de FAL sembraba un olor a pólvora que aún hoy permanecen intensamente vividos en mí, “PORQUE ESTE AYER QUE A MUCHOS LES PARECE MUY LEJANO ES MI AHÓRA, CAMINA A MI LADO PERMANENTEMENTE Y ME DICE QUE PUEDE REGRESAR EN CUALQUIER MOMENTO.
Ese clima incubó en mí un síndrome de estrés postraumático que se manifestó con ataques de pánico, taquicardias, disfunciones hormonales y una ansiedad inmanejable.
Durante años temí quedar paralizada en un aula universitaria si alguien descubría mi apellido.
Muchos hijos de militares relatamos el mismo terror: elegir terapeutas “políticamente neutros” para evitar juicios de valor, callar en los pasillos de la Facultad de Psicología de la UBA, sonreír cuando se recitaban cifras grandilocuentes de desaparecidos y sostener en silencio nuestras propias pérdidas.
En 2006, cuando los procesos judiciales contra los miembros de las Fuerzas Armadas se reabrieron, me senté como oyente.
Allí escuché la construcción de un relato que convertía a mi padre en un sádico con perros dóberman—mentira difundida por la abogada querellante Molinari, sorprendida en pleno cuarto intermedio instruyendo a su testigo mientras el micrófono quedaba abierto.
Esa fábula, digna de un culebrón televisivo, desdibujaba hechos comprobables: la infraestructura miserable de la policía tucumana y la absoluta falta de un “plan sistemático” a comienzos de 1974.
La parcialidad se volvió norma: testigos que fungían de querellantes, fiscales que reían mientras la defensa exponía inconsistencias, y jugosos honorarios que dependían de mantener vivo un único demonio.
Omitieron deliberadamente que los asesinatos del ERP precedieron al golpe del 1976 y que la Operación Independencia contó con el aval legal del Congreso.
Cuestionar estos vacíos se volvió sacrílego; sin embargo, la memoria completa no admite amputaciones.
Siempre me pregunté por qué un líder como Mario Roberto Santucho arrastró a menores de trece años, muchos analfabetos, a una guerra imposible.
Diversas lecturas críticas —entre ellas la investigación de Eduardo Weisz— retratan al ERP como vanguardia estalinista sin apoyo campesino ni legitimidad popular.
Santucho se erigió mesías de una “República Independiente de Tucumán” que jamás existió; ¿fue mero fanatismo ideológico o la expresión de un trastorno psíquico capaz de sacrificar miles de vidas ajenas?
Ese delirio impactó en ambos bandos: guerrilleros, civiles y soldados murieron en emboscadas diseñadas para provocar la reacción del Estado.
Reacción que llegó tarde, mal coordinada y sin manual de operaciones escrito: la presidenta no redactó directivas claras; cada comandante improvisó en una guerra de “bajo impacto” que el ESTATUTO DE ROMA TIPIFICA, pero Argentina rehúsa reconocer.
Con los años, asistimos a la consolidación de una narrativa única: 30.000 desaparecidos, cifra que el propio Luis Roberto Labraña confesó haber inventado para conseguir subvenciones en Europa.
Mencionar el tema despierta gritos, pero la historia no puede basarse en cifras míticas; tampoco en negar ni ocultar la dimensión trágica de los crímenes
COMETIDOS POR AMBOS BANDOS.
Sin ningún lugar a dudas los demonios fueron más de dos, pero la IZQUIERDA APÁTRIDA ATEA Y COMUNISTA ATACÓ PRI ERP Y MOS IMPUSO ESTA GUERRA QUE NADIE QUERÍA Y QUE HÓY LA FUNESTA POLÍTICA SE EMPEÑA EN ESCONDER Y NEGAR ADORNANDO NUESTRA HISTORIA RECIENTE PARA EL COLECTIVO, CON FRASES QUE EN APARIENCIA HACEN CREER QUE SE BUSCA LA VERDAD: la realidad es que la violencia extrema se balanceó como un péndulo, causando víctimas de un lado y del otro (DEL LADO NUESTRO 21.200 VÍCTIMASINOCENTES).
Sin embargo, la democracia pos-’83 lucró y sacó ventajas políticas con una parte.
El kirchnerismo erigió un discurso donde los hijos de militares quedamos atrapados en la categoría de “portadores de apellido”, indignos de compasión.
La exministra Nilda Garré COMBATIENTE GERRILLERA EN TUCUMÁN, sentenció que no pertenecíamos a “familias de valores democráticos”, frase que nos devolvió a la invisibilidad de los setenta.
Hoy, cuando escucho que la INCREÍBLE cifra de INDEMNIZACIÓNES supera millones y las universidades repiten mantras militantes, ratifico la necesidad de este testimonio.
No pretendo absolver a nadie: he condenado en privado los excesos, conozco uniformados que se excedieron y también los que salvaron vidas de militantes heridos, depositándolos en hospitales públicos aun a riesgo de su carrera.
La verdad es una trama compleja.
Mi objetivo es restituir el espacio para las historias marginadas.
No deseo revancha, sino reconocimiento: reconocer que éramos chicos escondidos bajo las camas, no reclutas de la “dictadura”; que nuestra adolescencia transcurrió escuchando explosiones y rezando para que papá regresara; que nuestra adultez se llenó de psicólogos, betabloqueantes y noches en blanco.
Cuando la justicia ignora todo ello, perpetúa la herida.
Algunos preguntan por qué hablo recién ahora.
Respondo que mi silencio no fue elección sino supervivencia.
Cuando mi padre dejó el servicio, mis hermanas y yo debimos ocultar en nuestros empleos, domicilios, opiniones y nuestras historias.
Cualquier mención a nuestra procedencia traía escarnio.
Solo la madurez me permitió comprender que callar también perpetúa la injusticia.
El Tucumán de 1974 albergaba montes donde la guerrilla instaló campamentos con manuales maoístas y fusiles checos.
Sobre esos mismos caminos, soldados conscriptos de dieciocho años patrullaban.
Entre unos y otros quedábamos nosotros: familias que salíamos rumbo a la escuela entre columnas de humo y volvíamos calculando atajos para esquivar caminos minados, “NÓ SE PARECIA A UNA GUERRA,…ERA EL MÍSMO INFIERNO”.
A medio siglo, la guerra continúa en la memoria.
Hablamos de “batalla cultural” y no es metáfora: el relato hegemónico convierte a la Argentina en un país sin matices, con héroes de bronce y villanos unívocos.
Pero la historia real no admite maniqueísmos.
Sostengo que solo una verdad completa—sin omitir nada permitirá sanar de una vez por todas, de otro modo seguiremos atrapados en trincheras simbólicas, incapaces de mirarnos como compatriotas.
Reclamo entonces una memoria inclusiva que hasta ahora no hubo, y un verdadero COMPROMISO DEL GOBIERNO POR LA TOTAL VERDAD.
Exijo QUE LA OTRA PARTE DE LA HISTORIA SEA ENSEÑADA OBLIGATORIAMENTE EN TODAS LAS CASAS DE ESTUDIO, QUE SE SEPA QUE EL TERRORISMO GUERRILLERP DEJÓ UN SALDO DE 21.200 VÍCTIMAS INOCENTES y que se les otorgue la misma dignidad jurídica y moral que reciben las otras.
Pido que los expedientes judiciales reconozcan las irregularidades, que se revise la compatibilidad de testigos-querellantes y se ponga coto al negocio de indemnizaciones sin control.
DEBE RESTITUIRSE la presunción de inocencia a los acusados y EVITAR la JUSTICIA SELECTIVA.
Nadie puede negar el dolor ajeno para validar el propio.
Plasmo estas líneas es un PROFUNDO acto de duelo y valentía.
Duelo POR LOS AÑOS ROBADOS; valentía porque, todavía hoy, CUESTIONAR LA MENTIRA OFICIAL TRAE CONSECUENCIAS: escraches, cancelaciones, insultos.
Sin embargo, ACEPTAR SIN CUESTIONAR ESTAS MENTIRAS SERÍA TRAICIONAR la memoria de Paula Lambruschini, de las hijas del capitán Viola y de los chicos reclutados por el ERP, MONTONEROS, FAR, FAP Y LAS 53 ORGANIZACIONES TERRORISTAS QUE OPERARON EN NUESTRA ARGENTINA ENTRE 1952 Y 1981.
Concluiré reafirmando algo simple: soy Malala Castelli, psicóloga, hija de un militar que intentó humanizar una guerra absurda; mujer que ha aprendido a convivir con taquicardias y a perder el miedo a pronunciar su apellido.
Dejo ESTAS LÍNEAS como legado para quien desee escuchar la otra mitad del relato.
Si mañana Argentina decide mirar su pasado con los dos ojos bien abiertos, quizá podamos al fin enterrar los restos de aquella guerra en un mismo camposanto y abrazarnos como SOBREVIVIENTES de una misma tragedia.
Solo así la MEMORIA será, por fin, auténtica JUSTICIA.
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Hablaré aquí en mi condición de testigo y sobreviviente.
Mi voz—acallada durante décadas—se alza para dejar constancia histórica de lo que “VIVÍ EN TUCUMÁN” entre 1974 y 1975, cuando la violencia de las organizaciones guerrilleras desgarraron la vida cotidiana y nos situó, casi sin darnos cuenta en el núcleo de una guerra, intestina e intermitente, con aportes de material y hombres foráneos a estas organizaciones MILITARIZADAS QUE ATACANDO A LA ARGENTINA PRETENDIAN TOMAR EL PODER POR LA FUERZA Y HACER DE LA PROVINCIA DE TUCUMÁN, “UN ESTADO LIBERADO”.
Pertenezco a la generación de los “hijos de militares”: portadores de un apellido que se volvió estigma y que nos obligó a vivir como sospechosos permanentes, forzados a silenciar el dolor para no ser señalados como victimarios.
Es mi deseo, restituir esta parte de la memoria que la historia oficial prefirió borrar.
Mi padre, ingeniero militar, recibió una orden intempestiva del gobierno constitucional de Isabel Martínez de Perón: viajar a Tucumán y reorganizar una Policía provincial desbordada por los ataques del ERP.
A la incertidumbre de entregar su propio batallón en Santiago del Estero se sumó la tarea de crear, casi desde cero, una estructura capaz de contener atentados diarios sobre rutas, ingenios y cuarteles.
No había vehículos, comunicaciones, ni alojamiento digno para agentes o detenidos.
Recuerdo su primera decisión: colocar inodoros, colchones y mantas en los calabozos, y autorizar visitas regulares a los prisioneros; incluso permitió que una detenida regresara del hospital con su bebé recién nacido y habilitó un casamiento religioso entre dos integrantes de las organizaciones guerrilleras que operaban por aquellos días, “EN TUCUMÁN…”EL PEQUEÑO VIETNAM ARGENTINO”, con mozos de la fuerza sirviendo sándwiches y gaseosas.
Nada de aquello describía un “centro clandestino”: era un puesto policial que intentaba respetar una mínima humanidad en medio del caos.
Una psicóloga militar, cuando acudía a terapia desbastada por el terror que permanentemente me perseguía, una vez me dijo… “Si te sirve de algo, tu padre no usa picana”.
Mi padre finalmente fue relevado de su puesto.
Con diecisiete años descubrí qué significaba vivir bajo
amenaza.
Mis hermanas y yo aprendimos a identificar sobres anónimos, motos que nos seguían, vehículos que oscurecían la vereda con los faros apagados.
El caso más brutal fue el asesinato de mi amiga Paula Lambruschini—niña, como nosotras—víctima de un artefacto explosivo.
Lo de Paula no fue un hecho aislado: también cayeron el capitán Viola con su hija cristina de solo tres añitos y terriblemente herida María Fernanda.
Tantos otros conocidos que llenaban con sangre y cadáveres destrozados la morgue con nombres familiares AÚN HOY ME PERSIGUEN EN MIS PESADILLAS.
Cada impacto de bomba hacía temblar las persianas metálicas de nuestra casa; cada ráfaga de FAL sembraba un olor a pólvora que aún hoy permanecen intensamente vividos en mí, “PORQUE ESTE AYER QUE A MUCHOS LES PARECE MUY LEJANO ES MI AHÓRA, CAMINA A MI LADO PERMANENTEMENTE Y ME DICE QUE PUEDE REGRESAR EN CUALQUIER MOMENTO.
Ese clima incubó en mí un síndrome de estrés postraumático que se manifestó con ataques de pánico, taquicardias, disfunciones hormonales y una ansiedad inmanejable.
Durante años temí quedar paralizada en un aula universitaria si alguien descubría mi apellido.
Muchos hijos de militares relatamos el mismo terror: elegir terapeutas “políticamente neutros” para evitar juicios de valor, callar en los pasillos de la Facultad de Psicología de la UBA, sonreír cuando se recitaban cifras grandilocuentes de desaparecidos y sostener en silencio nuestras propias pérdidas.
En 2006, cuando los procesos judiciales contra los miembros de las Fuerzas Armadas se reabrieron, me senté como oyente.
Allí escuché la construcción de un relato que convertía a mi padre en un sádico con perros dóberman—mentira difundida por la abogada querellante Molinari, sorprendida en pleno cuarto intermedio instruyendo a su testigo mientras el micrófono quedaba abierto.
Esa fábula, digna de un culebrón televisivo, desdibujaba hechos comprobables: la infraestructura miserable de la policía tucumana y la absoluta falta de un “plan sistemático” a comienzos de 1974.
La parcialidad se volvió norma: testigos que fungían de querellantes, fiscales que reían mientras la defensa exponía inconsistencias, y jugosos honorarios que dependían de mantener vivo un único demonio.
Omitieron deliberadamente que los asesinatos del ERP precedieron al golpe del 1976 y que la Operación Independencia contó con el aval legal del Congreso.
Cuestionar estos vacíos se volvió sacrílego; sin embargo, la memoria completa no admite amputaciones.
Siempre me pregunté por qué un líder como Mario Roberto Santucho arrastró a menores de trece años, muchos analfabetos, a una guerra imposible.
Diversas lecturas críticas —entre ellas la investigación de Eduardo Weisz— retratan al ERP como vanguardia estalinista sin apoyo campesino ni legitimidad popular.
Santucho se erigió mesías de una “República Independiente de Tucumán” que jamás existió; ¿fue mero fanatismo ideológico o la expresión de un trastorno psíquico capaz de sacrificar miles de vidas ajenas?
Ese delirio impactó en ambos bandos: guerrilleros, civiles y soldados murieron en emboscadas diseñadas para provocar la reacción del Estado.
Reacción que llegó tarde, mal coordinada y sin manual de operaciones escrito: la presidenta no redactó directivas claras; cada comandante improvisó en una guerra de “bajo impacto” que el ESTATUTO DE ROMA TIPIFICA, pero Argentina rehúsa reconocer.
Con los años, asistimos a la consolidación de una narrativa única: 30.000 desaparecidos, cifra que el propio Luis Roberto Labraña confesó haber inventado para conseguir subvenciones en Europa.
Mencionar el tema despierta gritos, pero la historia no puede basarse en cifras míticas; tampoco en negar ni ocultar la dimensión trágica de los crímenes
COMETIDOS POR AMBOS BANDOS.
Sin ningún lugar a dudas los demonios fueron más de dos, pero la IZQUIERDA APÁTRIDA ATEA Y COMUNISTA ATACÓ PRI ERP Y MOS IMPUSO ESTA GUERRA QUE NADIE QUERÍA Y QUE HÓY LA FUNESTA POLÍTICA SE EMPEÑA EN ESCONDER Y NEGAR ADORNANDO NUESTRA HISTORIA RECIENTE PARA EL COLECTIVO, CON FRASES QUE EN APARIENCIA HACEN CREER QUE SE BUSCA LA VERDAD: la realidad es que la violencia extrema se balanceó como un péndulo, causando víctimas de un lado y del otro (DEL LADO NUESTRO 21.200 VÍCTIMASINOCENTES).
Sin embargo, la democracia pos-’83 lucró y sacó ventajas políticas con una parte.
El kirchnerismo erigió un discurso donde los hijos de militares quedamos atrapados en la categoría de “portadores de apellido”, indignos de compasión.
La exministra Nilda Garré COMBATIENTE GERRILLERA EN TUCUMÁN, sentenció que no pertenecíamos a “familias de valores democráticos”, frase que nos devolvió a la invisibilidad de los setenta.
Hoy, cuando escucho que la INCREÍBLE cifra de INDEMNIZACIÓNES supera millones y las universidades repiten mantras militantes, ratifico la necesidad de este testimonio.
No pretendo absolver a nadie: he condenado en privado los excesos, conozco uniformados que se excedieron y también los que salvaron vidas de militantes heridos, depositándolos en hospitales públicos aun a riesgo de su carrera.
La verdad es una trama compleja.
Mi objetivo es restituir el espacio para las historias marginadas.
Cuando la justicia ignora todo ello, perpetúa la herida.
Algunos preguntan por qué hablo recién ahora.
Respondo que mi silencio no fue elección sino supervivencia.
Cuando mi padre dejó el servicio, mis hermanas y yo debimos ocultar en nuestros empleos, domicilios, opiniones y nuestras historias.
Cualquier mención a nuestra procedencia traía escarnio.
Solo la madurez me permitió comprender que callar también perpetúa la injusticia.
El Tucumán de 1974 albergaba montes donde la guerrilla instaló campamentos con manuales maoístas y fusiles checos.
Sobre esos mismos caminos, soldados conscriptos de dieciocho años patrullaban.
Entre unos y otros quedábamos nosotros: familias que salíamos rumbo a la escuela entre columnas de humo y volvíamos calculando atajos para esquivar caminos minados, “NÓ SE PARECIA A UNA GUERRA,…ERA EL MÍSMO INFIERNO”.
A medio siglo, la guerra continúa en la memoria.
Hablamos de “batalla cultural” y no es metáfora: el relato hegemónico convierte a la Argentina en un país sin matices, con héroes de bronce y villanos unívocos.
Pero la historia real no admite maniqueísmos.
Sostengo que solo una verdad completa—sin omitir nada permitirá sanar de una vez por todas, de otro modo seguiremos atrapados en trincheras simbólicas, incapaces de mirarnos como compatriotas.
Reclamo entonces una memoria inclusiva que hasta ahora no hubo, y un verdadero COMPROMISO DEL GOBIERNO POR LA TOTAL VERDAD.
Exijo QUE LA OTRA PARTE DE LA HISTORIA SEA ENSEÑADA OBLIGATORIAMENTE EN TODAS LAS CASAS DE ESTUDIO, QUE SE SEPA QUE EL TERRORISMO GUERRILLERP DEJÓ UN SALDO DE 21.200 VÍCTIMAS INOCENTES y que se les otorgue la misma dignidad jurídica y moral que reciben las otras.
Pido que los expedientes judiciales reconozcan las irregularidades, que se revise la compatibilidad de testigos-querellantes y se ponga coto al negocio de indemnizaciones sin control.
DEBE RESTITUIRSE la presunción de inocencia a los acusados y EVITAR la JUSTICIA SELECTIVA.
Nadie puede negar el dolor ajeno para validar el propio.
Plasmo estas líneas es un PROFUNDO acto de duelo y valentía.
Duelo POR LOS AÑOS ROBADOS; valentía porque, todavía hoy, CUESTIONAR LA MENTIRA OFICIAL TRAE CONSECUENCIAS: escraches, cancelaciones, insultos.
Sin embargo, ACEPTAR SIN CUESTIONAR ESTAS MENTIRAS SERÍA TRAICIONAR la memoria de Paula Lambruschini, de las hijas del capitán Viola y de los chicos reclutados por el ERP, MONTONEROS, FAR, FAP Y LAS 53 ORGANIZACIONES TERRORISTAS QUE OPERARON EN NUESTRA ARGENTINA ENTRE 1952 Y 1981.
Concluiré reafirmando algo simple: soy Malala Castelli, psicóloga, hija de un militar que intentó humanizar una guerra absurda; mujer que ha aprendido a convivir con taquicardias y a perder el miedo a pronunciar su apellido.
Dejo ESTAS LÍNEAS como legado para quien desee escuchar la otra mitad del relato.
Si mañana Argentina decide mirar su pasado con los dos ojos bien abiertos, quizá podamos al fin enterrar los restos de aquella guerra en un mismo camposanto y abrazarnos como SOBREVIVIENTES de una misma tragedia.
Solo así la MEMORIA será, por fin, auténtica JUSTICIA.
Malala Castelli.
Colaboración: Guillermo Sottovia.
PrisioneroEnArgentina.com
Junio 28, 2025
Tags: María Estela Martínez de Perón, Néstor Carlos Kirchner, Roberto SantuchoRelated Posts
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