Que este testimonio de la doctora Andrea Palomas Alarcón, sirva como tributo a los recuerdos que todo hombre o mujer policía, que ya no está, deja en las hijas e hijos que los suceden en la vida. No todos tuvieron la suerte de ser acompañados por sus padres luego del retiro, por ello aquellos que aún lo tienen, sepan valorar los buenos momentos de su compañía ya que pueden ser irrepetibles. Que quienes sintieron su ausencia debido a los requerimientos del deber, sepan ser benignos y no guarden rencor ya que ese policía solo es un ser humano. Quienes lo perdieron en forma trágica, se sientan protegidos por él, pero también vivan la vida. Ese es el deseo de todo padre o madre para con sus hijos. Mientras se los recuerde ellos estarán presentes.
Prisionero En Argentina
Mi vida como hija de policía.
No sufrí lo que sufren otros hijos de policías. No sufrí el miedo a que no vuelva con vida a casa ni la ingratitud de la cárcel en su vejez. Mi padre, un comisario de la Policía Federal, se retiró de la Fuerza cuando yo tenía dos años de edad.
Los que tienen relación con las FFAA y de Seguridad saben la diferencia entre “retirarse” y “jubilarse”. Un policía nunca se jubila, se “retira”. En teoría nunca deja de ser policía sólo deja de trabajar de policía. En la práctica también.
Ser policía para mi papá no fue sólo un trabajo. Lo conocí muchos años más como retirado que como policía y, sin embargo, lo recuerdo con un uniforme al que nunca le vi puesto más que en fotos y un bigote que era obligatorio tanto como el uniforme azul. Conozco a casi todos sus compañeros de trabajo aunque a algunos nunca los vi. Hasta su muerte en abril de 1998 que ocurrió en el Hospital policial Churruca sus historias sobre casos resueltos y no resueltos llenaron mi imaginación sobre el mundo policial.
Algo definía a los policías “de antes” y es la lealtad a sus compañeros. En la calle todos son enemigos potenciales, desde el delincuente hasta la víctima, desde el juez hasta el político. Los policías sólo se tienen entre sí. No se sobrevive en un tiroteo sin la asistencia de los compañeros policías. Algunos confunden lealtad con complicidad pero el buen policía sabe la diferencia.
Entre las anécdotas que pintan el trabajo de un jefe policial de hace cuarenta años una me pareció reveladora. Mi padre, como jefe de su comisaría, pagaba los sueldos. Recibía todos los meses el dinero y lo ensobraba con su subcomisario, Guillermo Pavón, para entregarlo a cada subalterno. En un descuido faltó un sobre. Investigando llegaron a la conclusión de que otro policía lo había robado. Ante las pruebas (encontraron el sobre entre sus pertenencias), lo confesó. Papá le ordenó que pidiera su traslado. No lo denunció ni hizo que lo despidieran; no se deja a un policía sin trabajo por un error. La lealtad. Tal vez es una lealtad cuestionable, el policía era un ladrón, le robó a sus propios compañeros. Si no hubieran descubierto la verdad papá habría debido reponer el dinero de su propio bolsillo. También es cuestionable que se deje trabajando a un policía ladrón, que podría volver a hacerlo, yo misma lo cuestioné. Me contestó que para el policía es más importante la lealtad que todo eso. Ya lo castigarían de otra forma, le darían las peores ocupaciones, lo vigilarían.
Sin embargo mi padre no era tolerante con la corrupción. Los policías de antes no lo eran. En la jurisdicción en la que estaba su comisaría se encontraba una de las marroquinerías más importantes del país. Esto me lo contó mi madre con un dejo de indignación. Los dueños de la marroquinería le enviaban toda clase de carteras y valijas costosas “para la esposa del comisario”, las que mi padre devolvía prolijamente sin siquiera ver. Insistían en que era “sólo una atención, que no esperaban nada a cambio” pero él las devolvía nuevamente. La línea que separa una “atención” y un soborno es muy delgada y papá nunca estuvo dispuesto a traspasarla.
Durante el segundo gobierno peronista falleció Eva Perón. Mi padre, profundamente antiperonista, se negaba a llevar luto como le habían ordenado a todos los empleados públicos. Un jefe lo llamó, le explicó que debía usar luto porque era una orden, a lo que papá se negó nuevamente. El jefe estaba en una situación precaria, tenía orden de sancionar a todo el que se negara a usar luto; en su lugar le dio una licencia por el tiempo que debía llevarlo. La lealtad.
Papá se retiró y en su lugar quedó el que había sido su subcomisario, el que ensobraba los sueldos junto con él, Guillermo Pavón. Pavón fue ascendido a comisario, al puesto en el que alguna vez estuvo papá. Siguieron siendo amigos, venía a mi casa a cenar. Recuerdo reuniones de fin de año en el que todos los compañeros de mi padre lo invitaban aunque ya estaba retirado.
Un día papá nos explicó a mi hermana y a mí que si alguien nos preguntaba a qué se dedicaba teníamos que contestar que era empleado público, que no debíamos decir que era retirado de la policía. No entendía por qué si se sentía orgulloso de ser policía debíamos ocultarlo. Con los años lo supe, el comisario Pavón había sido asesinado por Montoneros cuando salía de su casa rumbo al trabajo. Los policías fueron los primeros asesinados en la guerra subversiva y si mi padre no fue asesinado es sólo porque otro policía murió en su lugar. No me transmitió el profundo odio que sentía por los terroristas; ese lo adquirí por mí misma.
Mientras nuestros enemigos querían matarnos un primo mío ingresó a Montoneros. En el peor momento del enfrentamiento llegó a tener pedido de captura, en blanco, ignoro por qué. Mi padre le solicitó a un ex compañero que le entregue la ficha del pedido de captura, que él se comprometía a que su sobrino no fuera una amenaza para nadie. El compañero se la dio “sólo porque es Palomas quien me lo pide” le dijo al emisario. La lealtad. Papá sacó a mi primo de Montoneros y del país y se ocupó personalmente de que hiciera otra clase de vida. Nunca volvió a ser una amenaza hasta que murió de cáncer varias décadas después.
Siguió con dolor cada noticia sobre corrupción policial. Heredé esa mortificación.
También heredé su amor hacia la institución policial, sin saberlo, sin quererlo y muchas veces sin aceptarlo. Cuando pasa frente a mí un patrullero con las sirenas encendidas me persigno y le pido a Dios que proteja a los policías y les permita volver a su casa sanos y salvos.
Agradezco que mi padre haya fallecido antes de ver la persecución cobarde a policías y no policías ancianos que instauró el kirchnerismo. Le habría hecho mucho mal.
Comencé a visitar presos políticos hace alrededor de siete años, en distintos penales hasta que fui a Devoto donde la mayoría son comisarios de la Policía Federal. También hay de otras fuerzas pero la mitad son “Federicos”. Ellos me reciben con cariño, como a una hija y yo no puedo evitar pensar que son como mi padre. Alguien me explicó (no ellos) que ante el abandono de su institución era muy importante que la hija de un camarada los visite y desde entonces voy todos los viernes.
En una ocasión, uno de ellos necesitaba un favor y me pidió que fuera a ver a un amigo suyo, comisario. Me dio su tarjeta recomendándome que le dijera que iba de su parte. Lo hice. Fue durante el Ministerio de la Garré. El terror de este comisario se palpaba en el aire, ni siquiera me recibió. Envió a un subalterno a que me atienda en una oficina prestada, sin duda pensando que lo escuchaban.
El gobierno destructivo de los Kirchner terminó por quebrar el hilo de solidaridad que existe entre los policías. Convirtieron a los policías en empleados públicos sin alma, sin ideales ni orgullo. ¿Cómo esperar que arriesguen la vida por un magro sueldo?
Y la gente exige seguridad.
Mientras las fuerzas policiales no se autodepuren de corruptos, de cobardes, y restablezcan el valor de la lealtad, seguirán siendo ninguneados por cuanto político arribista se encarame en el poder.
Por mi parte, seguiré ocupando el lugar de mi papá. Si él viviera iría cada viernes a ver a sus compañeros policías como yo hago en su lugar. Por lealtad.
Andrea Palomas Alarcón
La Dra. Andrea Palomas Alarcón nació en Buenos Aires en el seno de una familia de clase media. Padre policía (se retiró como comisario de la Policía Federal en 1967) y madre empresarias. Fue a una escuela religiosa en donde perdió la fe en la Iglesia, no en Dios ni en Cristo, sólo en la Iglesia. Estudió equivocadamente agronomía, por creer que esos veranos en el campo de unos amigos en La Pampa eran la forma en que quería vivir el resto de su vida. Nunca se desvinculó totalmente de ese sueño pero siguió otros… como pelear contra la injusticia. Estudió derecho y conoció la justicia desde ambos lados del mostrador, estuvo algún tiempo en un juzgado civil como meritoria y luego pasó por varios estudios jurídicos como procuradora, abogada junior y socia. Hoy tiene su propio estudio y perseguir el sueño de pelear por un país más justo, más ajustado a las leyes es como se ve terminando sus días. Tuvo unas tímidas participaciones en política, en los años de la UCeDe, como afiliada y militante y como dirigente de UPAU cuando seguía la carrera de agronomía. Se considera a sí misma liberal de derecha “si es que eso existe” dice. Una amiga la llevó un día a la Fundación Felices los Niños y allí conoció lo que llama “una hermosa obra de Fe” “Los niños no sólo eran felices, eran solidarios entre ellos, educados, los más grandes cuidaban a los pequeños, estudiaban, varias generaciones de niños se forjaron un futuro mejor” dice sobre la Fundación. Le explicaron que las reglas en la Fundación era que los chicos no trabajaban, sólo estudiaban y jugaban. Conocer esa Fundación le devolvió la fe en la Iglesia. Opina que el padre Grassi es de alguna manera un visionario que le permite a personas de clase media, con una familia, con un trabajo de 9 a 17 convertirse en misioneros a pocas cuadras de su casa, sin necesidad de viajar al Africa o an El Impenetrable. Grassi adoptó el concepto de “voluntarios”: las personas van a ayudar a los niños, a trabajar por ellos, a solicitar donaciones para ellos. Personas de barrio norte con mucama van a la Fundación a limpiar, cocinar y lavar los platos para los niños pobres. Estas personas que renunciaban a la comodidad de sus vidas en beneficio de otro la volvieron a la Iglesia. Opina que las acusaciones contra el padre Grassi no se salen del tradicional odio ideológico contra la Iglesia Católica y que el cargo de “pedofilia” no se sale del estándar. La Dra. Palomas lo apoyó siempre y lo sigue apoyando convencida de que es inocente; de que su caso es sólo una muestra más de la falta de Justicia que existe en Argentina. Tuvo participación muy activa en la resistencia al desalojo de los niños del Hogar San José Obrero de Chacarita. El Hogar nunca pudo ser desalojado por la Justicia. Pero las injusticias en Argentina son muchas y comenzaron los juicios por delitos de “lesa humanidad”. Miles de hombres y mujeres fueron secuestrados por jueces corruptos y en ese cuadro no pudo mantenerse al margen. Supo de la Asociación Abogados por la Justicia y la Concordia y se asoció. Visita a los presos políticos desde hace varios años, siempre pensando que éste será el último. Compatibiliza su servicio con el trabajo de abogada civilista, laboralista y con las clases que da en la Universidad de Buenos Aires a los alumnos del último año de derecho, en la materia “práctica profesional”, Una materia equivalente a la residencia de los médicos, porque los alumnos actúan como abogados en casos reales con la asistencia y el control de los profesores. En todos estos años, incursionó en el periodismo admitiendo que no tiene una verdadera vocación, sólo por acallar las palabras que salen de su mente y que necesita compartir. Escribió artículos firmados en el diario La Prensa, tuvo un fugaz paso por una publicación de números limitados Prensa Confidencial (de Jorge Vago) y le han publicado artículos en El Informador Público y otros portales. También actúa como columnista en el programa “De eso no se habla”, un programa artesanal volcado casi completamente a las vicisitudes que transitan los presos políticos de Argentina.
Que este testimonio de la doctora Andrea Palomas Alarcón, sirva como tributo a los recuerdos que todo hombre o mujer policía, que ya no está, deja en las hijas e hijos que los suceden en la vida. No todos tuvieron la suerte de ser acompañados por sus padres luego del retiro, por ello aquellos que aún lo tienen, sepan valorar los buenos momentos de su compañía ya que pueden ser irrepetibles. Que quienes sintieron su ausencia debido a los requerimientos del deber, sepan ser benignos y no guarden rencor ya que ese policía solo es un ser humano. Quienes lo perdieron en forma trágica, se sientan protegidos por él, pero también vivan la vida. Ese es el deseo de todo padre o madre para con sus hijos. Mientras se los recuerde ellos estarán presentes.
Prisionero En Argentina
Mi vida como hija de policía.
No sufrí lo que sufren otros hijos de policías. No sufrí el miedo a que no vuelva con vida a casa ni la ingratitud de la cárcel en su vejez. Mi padre, un comisario de la Policía Federal, se retiró de la Fuerza cuando yo tenía dos años de edad.
Los que tienen relación con las FFAA y de Seguridad saben la diferencia entre “retirarse” y “jubilarse”. Un policía nunca se jubila, se “retira”. En teoría nunca deja de ser policía sólo deja de trabajar de policía. En la práctica también.
Ser policía para mi papá no fue sólo un trabajo. Lo conocí muchos años más como retirado que como policía y, sin embargo, lo recuerdo con un uniforme al que nunca le vi puesto más que en fotos y un bigote que era obligatorio tanto como el uniforme azul. Conozco a casi todos sus compañeros de trabajo aunque a algunos nunca los vi. Hasta su muerte en abril de 1998 que ocurrió en el Hospital policial Churruca sus historias sobre casos resueltos y no resueltos llenaron mi imaginación sobre el mundo policial.
Algo definía a los policías “de antes” y es la lealtad a sus compañeros. En la calle todos son enemigos potenciales, desde el delincuente hasta la víctima, desde el juez hasta el político. Los policías sólo se tienen entre sí. No se sobrevive en un tiroteo sin la asistencia de los compañeros policías. Algunos confunden lealtad con complicidad pero el buen policía sabe la diferencia.
Entre las anécdotas que pintan el trabajo de un jefe policial de hace cuarenta años una me pareció reveladora. Mi padre, como jefe de su comisaría, pagaba los sueldos. Recibía todos los meses el dinero y lo ensobraba con su subcomisario, Guillermo Pavón, para entregarlo a cada subalterno. En un descuido faltó un sobre. Investigando llegaron a la conclusión de que otro policía lo había robado. Ante las pruebas (encontraron el sobre entre sus pertenencias), lo confesó. Papá le ordenó que pidiera su traslado. No lo denunció ni hizo que lo despidieran; no se deja a un policía sin trabajo por un error. La lealtad. Tal vez es una lealtad cuestionable, el policía era un ladrón, le robó a sus propios compañeros. Si no hubieran descubierto la verdad papá habría debido reponer el dinero de su propio bolsillo. También es cuestionable que se deje trabajando a un policía ladrón, que podría volver a hacerlo, yo misma lo cuestioné. Me contestó que para el policía es más importante la lealtad que todo eso. Ya lo castigarían de otra forma, le darían las peores ocupaciones, lo vigilarían.
Sin embargo mi padre no era tolerante con la corrupción. Los policías de antes no lo eran. En la jurisdicción en la que estaba su comisaría se encontraba una de las marroquinerías más importantes del país. Esto me lo contó mi madre con un dejo de indignación. Los dueños de la marroquinería le enviaban toda clase de carteras y valijas costosas “para la esposa del comisario”, las que mi padre devolvía prolijamente sin siquiera ver. Insistían en que era “sólo una atención, que no esperaban nada a cambio” pero él las devolvía nuevamente. La línea que separa una “atención” y un soborno es muy delgada y papá nunca estuvo dispuesto a traspasarla.
Durante el segundo gobierno peronista falleció Eva Perón. Mi padre, profundamente antiperonista, se negaba a llevar luto como le habían ordenado a todos los empleados públicos. Un jefe lo llamó, le explicó que debía usar luto porque era una orden, a lo que papá se negó nuevamente. El jefe estaba en una situación precaria, tenía orden de sancionar a todo el que se negara a usar luto; en su lugar le dio una licencia por el tiempo que debía llevarlo. La lealtad.
Papá se retiró y en su lugar quedó el que había sido su subcomisario, el que ensobraba los sueldos junto con él, Guillermo Pavón. Pavón fue ascendido a comisario, al puesto en el que alguna vez estuvo papá. Siguieron siendo amigos, venía a mi casa a cenar. Recuerdo reuniones de fin de año en el que todos los compañeros de mi padre lo invitaban aunque ya estaba retirado.
Un día papá nos explicó a mi hermana y a mí que si alguien nos preguntaba a qué se dedicaba teníamos que contestar que era empleado público, que no debíamos decir que era retirado de la policía. No entendía por qué si se sentía orgulloso de ser policía debíamos ocultarlo. Con los años lo supe, el comisario Pavón había sido asesinado por Montoneros cuando salía de su casa rumbo al trabajo. Los policías fueron los primeros asesinados en la guerra subversiva y si mi padre no fue asesinado es sólo porque otro policía murió en su lugar. No me transmitió el profundo odio que sentía por los terroristas; ese lo adquirí por mí misma.
Mientras nuestros enemigos querían matarnos un primo mío ingresó a Montoneros. En el peor momento del enfrentamiento llegó a tener pedido de captura, en blanco, ignoro por qué. Mi padre le solicitó a un ex compañero que le entregue la ficha del pedido de captura, que él se comprometía a que su sobrino no fuera una amenaza para nadie. El compañero se la dio “sólo porque es Palomas quien me lo pide” le dijo al emisario. La lealtad. Papá sacó a mi primo de Montoneros y del país y se ocupó personalmente de que hiciera otra clase de vida. Nunca volvió a ser una amenaza hasta que murió de cáncer varias décadas después.
Siguió con dolor cada noticia sobre corrupción policial. Heredé esa mortificación.
También heredé su amor hacia la institución policial, sin saberlo, sin quererlo y muchas veces sin aceptarlo. Cuando pasa frente a mí un patrullero con las sirenas encendidas me persigno y le pido a Dios que proteja a los policías y les permita volver a su casa sanos y salvos.
Agradezco que mi padre haya fallecido antes de ver la persecución cobarde a policías y no policías ancianos que instauró el kirchnerismo. Le habría hecho mucho mal.
Comencé a visitar presos políticos hace alrededor de siete años, en distintos penales hasta que fui a Devoto donde la mayoría son comisarios de la Policía Federal. También hay de otras fuerzas pero la mitad son “Federicos”. Ellos me reciben con cariño, como a una hija y yo no puedo evitar pensar que son como mi padre. Alguien me explicó (no ellos) que ante el abandono de su institución era muy importante que la hija de un camarada los visite y desde entonces voy todos los viernes.
En una ocasión, uno de ellos necesitaba un favor y me pidió que fuera a ver a un amigo suyo, comisario. Me dio su tarjeta recomendándome que le dijera que iba de su parte. Lo hice. Fue durante el Ministerio de la Garré. El terror de este comisario se palpaba en el aire, ni siquiera me recibió. Envió a un subalterno a que me atienda en una oficina prestada, sin duda pensando que lo escuchaban.
El gobierno destructivo de los Kirchner terminó por quebrar el hilo de solidaridad que existe entre los policías. Convirtieron a los policías en empleados públicos sin alma, sin ideales ni orgullo. ¿Cómo esperar que arriesguen la vida por un magro sueldo?
Y la gente exige seguridad.
Mientras las fuerzas policiales no se autodepuren de corruptos, de cobardes, y restablezcan el valor de la lealtad, seguirán siendo ninguneados por cuanto político arribista se encarame en el poder.
Por mi parte, seguiré ocupando el lugar de mi papá. Si él viviera iría cada viernes a ver a sus compañeros policías como yo hago en su lugar. Por lealtad.
Andrea Palomas Alarcón
La Dra. Andrea Palomas Alarcón nació en Buenos Aires en el seno de una familia de clase media. Padre policía (se retiró como comisario de la Policía Federal en 1967) y madre empresarias. Fue a una escuela religiosa en donde perdió la fe en la Iglesia, no en Dios ni en Cristo, sólo en la Iglesia. Estudió equivocadamente agronomía, por creer que esos veranos en el campo de unos amigos en La Pampa eran la forma en que quería vivir el resto de su vida. Nunca se desvinculó totalmente de ese sueño pero siguió otros… como pelear contra la injusticia. Estudió derecho y conoció la justicia desde ambos lados del mostrador, estuvo algún tiempo en un juzgado civil como meritoria y luego pasó por varios estudios jurídicos como procuradora, abogada junior y socia. Hoy tiene su propio estudio y perseguir el sueño de pelear por un país más justo, más ajustado a las leyes es como se ve terminando sus días. Tuvo unas tímidas participaciones en política, en los años de la UCeDe, como afiliada y militante y como dirigente de UPAU cuando seguía la carrera de agronomía. Se considera a sí misma liberal de derecha “si es que eso existe” dice. Una amiga la llevó un día a la Fundación Felices los Niños y allí conoció lo que llama “una hermosa obra de Fe” “Los niños no sólo eran felices, eran solidarios entre ellos, educados, los más grandes cuidaban a los pequeños, estudiaban, varias generaciones de niños se forjaron un futuro mejor” dice sobre la Fundación. Le explicaron que las reglas en la Fundación era que los chicos no trabajaban, sólo estudiaban y jugaban. Conocer esa Fundación le devolvió la fe en la Iglesia. Opina que el padre Grassi es de alguna manera un visionario que le permite a personas de clase media, con una familia, con un trabajo de 9 a 17 convertirse en misioneros a pocas cuadras de su casa, sin necesidad de viajar al Africa o an El Impenetrable. Grassi adoptó el concepto de “voluntarios”: las personas van a ayudar a los niños, a trabajar por ellos, a solicitar donaciones para ellos. Personas de barrio norte con mucama van a la Fundación a limpiar, cocinar y lavar los platos para los niños pobres. Estas personas que renunciaban a la comodidad de sus vidas en beneficio de otro la volvieron a la Iglesia. Opina que las acusaciones contra el padre Grassi no se salen del tradicional odio ideológico contra la Iglesia Católica y que el cargo de “pedofilia” no se sale del estándar. La Dra. Palomas lo apoyó siempre y lo sigue apoyando convencida de que es inocente; de que su caso es sólo una muestra más de la falta de Justicia que existe en Argentina. Tuvo participación muy activa en la resistencia al desalojo de los niños del Hogar San José Obrero de Chacarita. El Hogar nunca pudo ser desalojado por la Justicia. Pero las injusticias en Argentina son muchas y comenzaron los juicios por delitos de “lesa humanidad”. Miles de hombres y mujeres fueron secuestrados por jueces corruptos y en ese cuadro no pudo mantenerse al margen. Supo de la Asociación Abogados por la Justicia y la Concordia y se asoció. Visita a los presos políticos desde hace varios años, siempre pensando que éste será el último. Compatibiliza su servicio con el trabajo de abogada civilista, laboralista y con las clases que da en la Universidad de Buenos Aires a los alumnos del último año de derecho, en la materia “práctica profesional”, Una materia equivalente a la residencia de los médicos, porque los alumnos actúan como abogados en casos reales con la asistencia y el control de los profesores. En todos estos años, incursionó en el periodismo admitiendo que no tiene una verdadera vocación, sólo por acallar las palabras que salen de su mente y que necesita compartir. Escribió artículos firmados en el diario La Prensa, tuvo un fugaz paso por una publicación de números limitados Prensa Confidencial (de Jorge Vago) y le han publicado artículos en El Informador Público y otros portales. También actúa como columnista en el programa “De eso no se habla”, un programa artesanal volcado casi completamente a las vicisitudes que transitan los presos políticos de Argentina.
PrisioneroEnArgentina.com
Agosto 8, 2017
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