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Por Arlene Kevnesky.

Comprender la psicología detrás del racismo requiere examinar tanto la cognición individual como los sistemas culturales que la configuran. El racismo no es simplemente una cuestión de odio manifiesto o ignorancia; a menudo tiene sus raíces en mecanismos psicológicos profundos, condicionamiento social y formación de identidad. La mente de un racista está moldeada por una compleja interacción de miedo, tribalismo, sesgo cognitivo y refuerzo cultural.

A nivel neurológico, estudios han demostrado que el sesgo racial puede estar vinculado a una mayor actividad en la amígdala, el centro cerebral que procesa el miedo. Cuando a las personas con sesgo racial implícito se les muestran imágenes de personas de diferentes grupos raciales, su amígdala suele responder con una mayor actividad, lo que sugiere una asociación subconsciente entre raza y amenaza. Esta reacción no es necesariamente una elección consciente; refleja asociaciones aprendidas, a menudo absorbidas a través de los medios de comunicación, la familia y las normas sociales.

Psicológicamente, el racismo a menudo se deriva de la categorización y los estereotipos, que son atajos cognitivos naturales que el cerebro utiliza para procesar información social compleja. Como señaló Gordon Allport en La naturaleza del prejuicio, los humanos categorizamos para comprender el mundo, pero estas categorías pueden volverse rígidas y dañinas cuando se vinculan a las estructuras de poder y la desigualdad histórica. Los racistas tienden a generalizar excesivamente los rasgos negativos a grupos enteros, reforzando sus sesgos mediante la atención selectiva y el sesgo de confirmación.

Otro factor clave es el tribalismo: el instinto de favorecer al propio grupo y desconfiar de los forasteros. Este comportamiento se intensifica cuando las personas se sienten amenazadas económica o culturalmente. El racismo puede servir como mecanismo de defensa psicológico, permitiendo a las personas culpar a los grupos externos por pérdidas o ansiedades percibidas. En tiempos de agitación social, las ideologías racistas suelen surgir a medida que las personas buscan chivos expiatorios para explicar problemas complejos.

La psicología cultural añade otra dimensión: el racismo no solo está “en la cabeza”, sino incrustado en la estructura de la vida cotidiana. Las personas racistas suelen habitar entornos que refuerzan su visión del mundo, a través de comunidades segregadas, instituciones con prejuicios y cámaras de resonancia de desinformación. Estos contextos validan creencias prejuiciosas y las hacen sentir normales o justificadas.

Es importante destacar que no todo el racismo es manifiesto. Muchas personas albergan prejuicios implícitos (preferencias subconscientes por un grupo sobre otro) que influyen en el comportamiento de forma sutil. Estos prejuicios pueden afectar las decisiones de contratación, la actuación policial, la educación y la atención médica, incluso entre personas que rechazan conscientemente el racismo. 

La mentalidad de una persona racista suele resistirse al cambio, especialmente cuando la identidad y la visión del mundo están vinculadas a la superioridad racial. Cuestionar estas creencias puede parecer un ataque personal, lo que genera una actitud defensiva y un arraigo más profundo. Sin embargo, la exposición a perspectivas diversas, las experiencias que fomentan la empatía y la reflexión cognitiva pueden reducir los prejuicios con el tiempo.

El racismo es un fenómeno psicológico arraigado en el miedo, la identidad y los prejuicios aprendidos. Prospera en entornos que premian la exclusión y castigan la empatía. Comprender su arquitectura mental es esencial no solo para afrontar los prejuicios individuales, sino también para desmantelar los sistemas que los sustentan.

 


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Agosto 24, 2025