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  Por James Baldwin

Cierto día el Califa Harun Alraschid organizó un gran banquete en el salón principal de palacio.

Las paredes y el cielo raso brillaban por el oro y las piedras preciosas con las que estaban adornados. Y la gran mesa estaba decorada con exóticas plantas y flores Allí estaban los hombres más nobles de toda Persia y Arabia. También estaban presentes como invitados muchos hombres sabios, poetas y músicos.

Después de un buen tiempo de transcurrida la fiesta, el califa se dirigió al poeta y le dijo:

-Oh, príncipe hacedor de hermosos poemas, muéstranos tu habilidad, describe en versos este alegre y glorioso banquete.

El poeta se puso de pie y empezó con estas palabras:

-¡Salud! Oh, califa, y gozad bajo el abrigo de vuestro extraordinario palacio.

-Buena introducción -dijo Alraschid-. Pero permítenos escuchar más de vuestro discurso. El poeta prosiguió:

-Y que en cada nuevo amanecer te llegue también una nueva alegría. Que cada atardecer veas que todos tus deseos fueron realizados.

-¡Bien, bien! Sigue pues con tu poema.

El poeta se inclinó ligeramente en señal de agradecimiento por tan deferentes palabras del califa y prosiguió:

-¡Pero cuando la hora de la muerte llegue, oh mi califa, entonces, aprenderéis que todas las delicias de la vida no fueron más que efímeros momentos, como una puesta de sol.

Los ojos del califa se llenaron de lágrimas, y la emoción ahogó sus palabras. Cubrió su rostro con las manos y empezó a sollozar.

Luego uno de los oficiales que estaba sentado cerca del poeta, alzó la voz:

-¡Alto! El califa quiso que lo alegraran con cosas placenteras, y vos le estáis llenando la cabeza con cosas muy tristes.

-Dejad al poeta solo –dijo Alraschid–. El ha sido capaz de ver la ceguera que hay en mí y trata de hacer que yo abra los ojos.

 


PrisioneroEnArgentina.com

Agosto 21, 2020


 

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