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  Por Alberto Asseff*

   Poco interesa historiar al centralismo, entre otros motivos porque todos los argentinos sabemos que su data es antiquísima. Lo cierto y lo urgente es que debemos abordar esta cuestión so peligro de que hagamos de un país pletóricamente dotado el primer Estado fallido, a pesar de sus excepcionales potencialidades.

   La pobreza se aproxima a la mitad de los 45 millones de habitantes. Existen causas culturales y otras de naturaleza política. Entre las primeras, creo que el facilismo fue un factor gravitante. La falaz idea de que éramos un país rico, “condenado al éxito”, nos ablandó el temple, nos aflojó la voluntad, nos relajó la pulsión por el esfuerzo, nos alejó del trabajo, no distrajo en exceso. Nos hizo dispendiosos. Otro mal agente cultural fue y es que no tenemos cabal conciencia de lo que significa patrimonio común. Tendemos a considerar a esos bienes compartidos como si fueran poco menos que mostrencos y por ende apropiables. Esta deformación prohija la corrupción y la indulgencia histórica con la que la naturalizamos. Recién en nuestro tiempo, pareciera surgir una reacción republicana frente a esta forma degenerada de ver y tratar a un asunto tan primordial como lo son los intereses comunes. Culturalmente, queremos comer caviar, pero apenas si tenemos para el pan.

  La pobreza también y fundamentalmente se origina en las políticas populistas. No es ocioso intentar definir populismo. Sin pretensión de sociólogo ni politólogo, traigo una idea de qué es populismo que puede ser asequible para la comprensión general acerca de este cáncer: es adoptar las más ruinosas decisiones comunicándolas como beneficios para el pueblo. En otros términos, atrasar al país en nombre del progreso. La perversidad del populismo es, precisamente, la magnitud de su desfachatez, la dimensión de su hipocresía, la sobredosis de su cinismo.

   La Argentina incumple con su Constitución. Es su primer y más funesto desarreglo. Su ‘enemistad’ con la ley comienza con esa violación. Por eso fuimos y somos federales y autonomistas en el papel y unitarios y centralistas en los hechos. A raíz de esta inmemorial anomalía, federal ha devenido en sinónimo de feudal. Así, hay más provincias empobrecidas que airosas en la ruta hacia la prosperidad general que manda la Constitución. Provincias que tienen castas y no gobernantes representativos, cuya población económicamente activa depende en un 70% o más del mediocre, parasitario, inútil, costoso empleo público. En esos lares se nace ‘soñando’ con ser empleado/funcionario estatal, no emprendedor, productor, exportador o algo que ensanche el horizonte, que asegure un digno porvenir.

  En un contexto como el descripto – en sintético sobrevuelo -, ¿cómo sorprenderse de las migraciones internas, a las que suman las de las vecindades que no por nada comparten la matriz histórica de haber pertenecido a una unidad política virreinal con nosotros? ¿Cómo va a existir arraigo si no hay trabajo ni perspectivas de que lo haya? Está tan alterado nuestro sistema que el anquito cultivado a 100 km de Tartagal es transportado al Mercado Central de Buenos Aires y desde él devuelto a Tartagal para su venta al consumidor. Ningún país puede aguantar, absorber tamaño sobrecosto, tanto dispendio. El disparate factura alto.

   Es inaceptable que cualquier distrito del conurbano tenga la misma o mayor población que doce provincias interiores. La concentración en el AMBA la pagamos cara. Nos cuesta en homicidios y robos, en vergonzoso déficit en materia de saneamiento – cloacas – y agua corriente, en (des) urbanización, en horas de trabajo perdidas para transportarse y en muchos más aspectos. Nos afecta en calidad de vida porque la aglomeración de millones de personas paradojalmente las transforma en marginales. En la megalópolis rige la ajenidad, no la proximidad. Efecto contrastante con el esperado. Es que lo desproporcionado apareja esas consecuencias indeseadas.

  Se dirá que es imposible afrontar una estrategia descentralizadora con una paralela política de redistribución demográfica  en medio de la colosal crisis que padecemos. Pienso al revés. Es tan magna la problemática, que es imprescindible acometerla con cirugía mayor. Debemos reflexionar si no llegó la hora de la postergada división de la provincia de Buenos Aires. El 16 de marzo de 1826, Rivadavia impulsó delimitar la provincia del Norte y la del Sud. Más allá de los aspectos opinables – algunos literalmente criticables – de su paso por la historia, es innegable que don Bernardino poseía rasgos de visionario. Pues, hace casi dos siglos propuso lo que hoy es perentorio.

   Entre las calamidades que devienen del disparatado centralismo demográfico que sufrimos se halla que dos distritos – La Matanza y Lomas de Zamora – pueden inclinar la balanza y hacer presidente a un populista, no obstante que toda la Argentina productiva – la  que tributa – elija a un candidato alineado con la modernización.

   De la sumersión se sale no sólo flotando, sino navegando hacia un puerto. Este punto de arribo tenemos que acordarlo. Debe ser lo más lejano que nos dé nuestra vitalidad como nación. Basta de chapotear. Llegó el momento de nadar con energía, sabiendo adónde. Y de abordar una nave con derrotero.

   El centralismo se ha agotado. Debemos hacer sus exequias y simultáneamente alumbrar un futuro que nos reenamore con nuestro país.

 

*Diputado nacional (UNIR, Juntos por el Cambio)

 


PrisioneroEnArgentina.com

Setiembre 13, 2020


 

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