“Volando y Cabalgando con mi Madre” – En los Cerros de Tafí- (Segunda Parte)

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 Escribe Jorge B. Lobo Aragón.

 

En este mi Tafí del Valle, que no es del pasado ni del futuro sino que es perenne, que es eterno y que se mantiene vivo. Que separa las elevadas cordilleras de la Sierra del Aconquija al sur y las Cumbres Calchaquíes al norte. Este valle que es el más importante paso que conecta los Valles Calchaquíes al oeste, con la gran Llanura Chacopampeana al este, me ha regalado la posibilidad; el milagro y la quimera de volar, soñar y cabalgar otra vez con mi Madre gracias a mis facultades de bilocación. Es que como centinela y custodio de un gran tesoro, vengo revoloteando y batiendo mis alas aurígeras por las sendas del Aconquija acompañando a mi estrella radiante y estandarte inmortal, mi Madre. Es que con nuestra madre “Maisú” Aragón que en su magnanimidad, espíritu y fortaleza dejó a toda su descendencia el estigma de que “nunca es tarde para realizar un esfuerzo”, disfruto una vez más a través de mi transformación extraordinaria de su especial distinción y sentido del humor el paseo a la que ella la rotuló como inolvidable. Emocionado y conmovido por el paseo imborrable con mi abogada jineta, suplique a Tata Dios que me diera la posibilidad de observarla nuevamente desde mi experiencia extracorporal. Como antesala de Semana Santa la gracia del Eterno me vuelve a sorprender y emocionar. De nuevo estaba en otro plano. Lo primero que vi al despertarme en mi visión astral, fue un pedazo de cielo azul por entre las mechas del techo de la casa en donde dormía mi madre en su primera parada en la Mula Muerta cerca de la Ollada. Distingo que el grupo se despierta bajo el manto azulado de un cielo teñido por pequeñas nubecillas que hacían presagiar un viaje despejado. Percibo una alegría afectiva y profunda que domina al grupo que se mueve excitante ante la posibilidad de seguir adelante. Observo a mi madre gritar a viva voz ¡El viaje está salvado! Presiento al verla con su emoción a flor de piel que lo que más temía era volver por esa senda mojada sin lograr su cumbre y su objetivo. Reparo en mis primeros aleteos de transformación que todavía el grupo sigue en esa casa de alta montaña, donde pasaron la noche con una precariedad notable pero en un avanzado confort humano. Tenían un solo baño; un excusado limpio y adecuado a las circunstancias. Observo que desayunan con notable apetito pese al asadito de la noche anterior a su llegada. Preparan los caballos juntados y traído por los muchachos de la casa. Finalmente salen rumbo a Piedras Blancas a las diez de la mañana con el sol recién salido porque a las seis de la mañana todavía lloviznaba. Toman la senda que parte de una loma verde donde hay unos perfectos, redondos carapuncos, los últimos de la región. Bajan y suben por laderas muy sombrías, algunas resguardadas por altísimos árboles, en su mayoría alisos. La futura bióloga hacía notar que las arboledas crecen sobre todo en las laderas que dan al sur y al este. Cruzan las sonoras corrientes de los arroyos que corren por las quebradas, entre dos montañas. Pedregosos, ruidosos, con señas de haber traído hace poco tiempo gran correntada, a juzgar por los árboles caídos junto a su cauce. Acomodan varias veces las monturas en ese bajar y subir. Por tramos, oteo que los caballos se enterraban bastante en el barro, y hacían ese ruido como de ventosa, que es el sonido de un placer inigualable que siempre tenía mi madre a todo cambio de la naturaleza. Entreveo cómo desde su caballo, saluda, al pasar, a su querida y vieja queñua, con la que se fotografiara ya en una subida anterior y plantó un retoño de la misma en su casa de Tafí. Vislumbro que antes de salir, a las Piedras Blancas, se acaba la arboleda. Estaba despejado. Observo que desde esa zona elegida por la mano del Altísimo tuvieron la visión completa del Cabra Horco, de Chaquivil, de San José, y de todo el lado oriental del Mala Mala. Allí no hay casi pastos, solo piedras, blancas, casi transparentes, con incrustaciones negras en su interior. Se apean y almuerzan, no muy cómodos en los asientos de piedra, pero eso sí, disfrutando a pleno de la maravilla del paisaje, no por conocido menos admirable. Cuando salen del pico, bajan a San José sobre piedras chicas y filosas. Sondeo de tanto en tanto, que un hilo de agua serpenteaba montaña abajo, hacia el naciente. Siempre fresca y cantarina. Al bajar, reconozco que cambia otra vez el paisaje. Ahora advierto el verde en sus distintos matices con algunos grupos de árboles que conforman un cuadro. Pasan frente a algunas casas, prolijas limpias, que parecían no estar habitadas más que por los perros que aprovechaban su paso para despabilarse y mostrar sus habilidades. Llegan a la casa de doña Adelina, en San José. Es una señora mayor, con edad indefinida, como suele ser esta gente. Doña Adela, vive con su yerno Daniel Rasgido y los tres hijos de éste. El hombre estaba en el patio, cargando leña en una mula. Los chicos se divertían contemplando la escena. La casa está bien cercada, con postes y alambres. Construida con piedra y adobe, ostentaba en su parte superior tan prolijo trabajo artesanal que el grupo se detuvo atónito a contemplarlo. Mi madre toma nota de la casa y de sus moradores para después contar minuciosamente los detalles. Intuyo que tiempo atrás en un viaje anterior fueron sus huéspedes. Contemplo que en la subida en un descampado desmontan un rato y toman mate con bollo. Descansan un poco. También los caballos. Noto que como gentileza propia de la gente de la zona los acompaña un largo trecho para indicarle el camino, el nieto mayor de la familia anfitriona. Se llamaba Walter. Bajan por altos matorrales, y por sendas flanqueadas por piedras monumentales, increíbles. En lo alto de una loma, se alza una casa almacén, con palenque en el patio, al que estaban atados varios caballos de parroquianos. En una pequeña galería delantera, colgaban, como ristras de colores, las lanas, que después de teñidas son puestas a secar. Una casa distinta, de varios cuerpos, con aspecto de pertenecer a gente más acomodada. Había flores en el patio, eso sí, siempre cercadas por murallas de cañas, para protegerlas de las cabras y de las ovejas. Dos chicas jóvenes, de negro pelo largo trajinaban en un dormitorio. Percibo que el grupo se da el lujo de tomar una naranjada en el almacén. Es que cuando uno se pregunta – aún en estado de turbación astral – cómo se aprovisiona ese almacén, se recuerda de inmediato a los turcos trashumantes que con sus paquetes al hombro recorrían todos nuestros cerros. Los de hoy, por lo menos, tienen mulas cargueras. El sol de la tarde ponía su oro sobre las laderas, e iluminaba la cumbre del Cabra Horco. A esa hora mágica en la que se esfuman las aristas y todo parece de terciopelo, baja, el grupo con mi madre a la cabeza rumbo a Chaquivil. Divisan, río abajo, la casa. Dan un gran rodeo, por pastizales, apremiados por el crepúsculo, que enfriaba rápidamente el ambiente, y convertía a las montañas, en enormes moles azules. Cruzan el río que da en ese lugar una amplia curva alrededor de la morada, y entran al patio por una tranquera de grandes troncos, pasados por el ojal del poste que la protege. Es una antigua y hermosa edificación, la Sala de San José, de Chaquivil. Pertenece, desde hace muchos años, a Catáneo Wilde, quien se aventura, junto a su familia, año tras año, siete horas a caballo, desde Raco para disfrutar del verano allí. Al grupo lo recibe don Bustos, un albañil de Yerba Buena que está viviendo en la casa mientras hace arreglos en la misma. Distingo en él al hombre que tiempo atrás trajo a la casera que cuida mi casa de veraneo. La casa- sala en sí, son dos cuerpos enfrentados, con sendas galerías. La cocina cierra el espacio hacia un lado. El comedor, y dos cuartos, que serían living y dormitorio están hacia el oeste. La posada está en obra. En el comedor, existe una enorme abertura sin ventana. Veo a cada uno proveerse de jarros, platos y cacerolas la que estaban prolijamente guardados para ser usada por el huésped de tránsito. El cuarto del lado oeste con chimenea, era más acogedor. Observo al grupo deleitarse al ver apiladas, como esperándolos una docena de camas, con sus colchones y frazadas de gran colorido. Encienden la chimenea. Por el ventanal, diviso como enormes rocas poderosas, temibles, parecían custodiar o amenazar la casa. En el bloque de enfrente estaban dos baños instalados. No obstante percibo que había que traer el agua desde el río que corre y zigzaguea cerca. Para cortar camino, es característico subirse a una gran piedra que se asemeja a un tobogán enjabonado y una vez que se cruza la misma se desmonta en una cerca de palos rústicos junto a la construcción. Las vacas, desde la orilla, contemplan mansamente la operación. Aprecio que entre todos hacen el arreglo para la noche. Sacan las camas y las alinean con la cabecera para el lado de la chimenea. Calientan sopa de sobre y la toman con queso. Abren unas latas que acompañan con pan. Presiento que no estaban como para hacer mucha sobremesa. A la luz de la vela el grupo charla un rato. Arrullados por el rio cansados se fueron a dormir. Puedo ver como desde la ventana, mi madre semidormida contempla las rocas del jardín que con el resplandor de la luna parecían agigantarse. De pronto en mi vuelo exaltado por la compañía de mi madre se me nublan los ojos y empiezo con la trasformación mística de vuelta hacia mi cuerpo físico. El grupo se me aleja como si entrara en un túnel sin final en una picada hacia el más allá. Puedo percibir levemente la silueta de mi madre que me saluda con su gesto típico de asentimiento hacia una nueva cabalgata, tal vez la última por las sendas del Aconquija, y de aquel Tafí que fuera centro de comunicaciones entre los Valles que llevan al altiplano y las quebradas que se vuelcan sobre la llanura tucumana. El Tafí transitado por Diego de Rojas y por Juan Núñez De Prado los días en que nuestra patria nacía. El Tafí que fuera la “Tambería del Inca” cuando dos pueblos se acoplaban aquí, transfiriendo sus culturas, de aquellos Diaguitas cuya estirpe ha encontrado nuevas venas para seguir manteniéndose en el tiempo. En el período de transición y vuelto a mi normalidad me vuelco embelesado a la computadora a narrarle el viaje encantador en esta Semana Santa de Abril del 2017. Felices Pascuas.

 


PrisioneroEnArgentina.com

Abril 12, 2017


 

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