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En 1853, brillo en Buenos Aires, por primera vez, la Luz Eléctrica. El experimento lo realizó un odontólogo francés, Juan Etchepareborda, en el pequeño laboratorio que tenía instalado en su casa, ubicada en la esquina de Suipacha y Rivadavia, al establecer un arco eléctrico entre electrodos de carbón. El 3 de septiembre de ese año efectuó una demostración ante sus colegas de la Facultad de Medicina, y el 25 de mayo de 1854 asombró a la ciudad iluminando la Plaza de Mayo con dos focos colocados en la Recova Nueva.

Pero debieron transcurrir más de veinte años para que, en 1877, el Ingeniero Rufino Varela pusiera en marcha la primera usina eléctrica que funcionó en la capital argentina. Estaba ubicada en la calle San Martín frente a la Catedral y su potencia alcanzaba apenas 12 HP. Era, sin embargo, suficiente como para alimentar un centenar de lámparas que incluían las pertenecientes a los Teatros Colón y de la Opera.

Quince años más tarde el negocio se había difundido y eran varias las empresas dedicadas a generar energía. Es que los porteños habían comprobado las ventajas de reemplazar románticas velas y faroles por el práctico fluido recién llegado. Aunque hubiera que renunciar, además, al farolero, típico personaje de la ciudad que la recorría con una escalera al hombro, encendiendo al anochecer, apagando al alba.

También las empresas de tranvías comenzaron a desplazar caballos y mayorales, reemplazándolos por energía eléctrica y conductores. Un motivo más de nostalgia para un Buenos Aires que se había ido acostumbrando al sonido de la corneta.

A esa altura del proceso, el negocio de la electricidad estaba dominado casi totalmente por la CATE (Compañía Alemana Transatlántica de Electricidad), filiar criolla de la AEG, poderosa compañía berlinesa. Los empresarios ingleses, por su parte, monopolizaban los intereses tranviarios sin necesidad de recurrir a las usinas alemanas, ya que habían instalado sus propias plantas generadoras  de energía. Frente a esta situación y para evitar una competencia que los perjudicara, ambos grupos financieros llegaron a un acuerdo, comprometiéndose  a no invadir sus respectivas jurisdicciones: las lámparas y motores seguirían siendo para los alemanes y de los tranvías se encargarían sólo los británicos.

El acuerdo no fue del agrado de todos, y el Intendente de Buenos Aires, Alberto Casares, intentó obtener un  préstamo de dieciséis millones de pesos oro para ampliar la usina municipal y obligar a las futuras líneas tranviarias a utilizar exclusivamente la producción  de esa central. Su objetivo era más ambicioso todavía; aspiraba a la municipalización del servicio, una experiencia que ya se había llevado a cabo en Montevideo. En 1903 inició su campaña, pero cuatro años más tarde el Consejo Deliberante aprobó una concesión que fortalecía aún más la posición de la CATE. Se habló de presiones y amenazas, de votos comprados, de soborno. Algo que había comenzado con dos carboncitos, se convertía en un gigantesco escándalo.

 


PrisioneroEnArgentina.com

Setiembre 3, 2021


 

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