Hubo un momento en el que los argentinos creyeron que la guerra que los atormentaba, una guerra sucia y desgraciada, colateral de la guerra fría- donde el eje de la acción bélica era la bomba, la huelga revolucionaria o el asesinato por la espalda en cualquier esquina del país, pero también el asalto a cuarteles y el bosque tucumano como remedo de un Vietnam autóctono- había terminado. Era tanto el deseo que así fuera que no se les ocurrió pensar que generalmente las expresiones de deseo casi nunca se cumplen.
Que fue la flaqueza moral de los políticos argentinos lo que llevó, ese 24 de marzo, a unos desconcertados militares a tomar el gobierno es algo que no necesita demostración, pero no exculpa a los mandos militares de este dislate ya que creían, a pie juntillas, que esa guerra era una continuación de la política y que, ganándola militarmente, ahí acababa todo.
Hoy, en Argentina 2021, la realidad se ríe del axioma de Clausewitz porque hace casi cuarenta años que estamos viviendo una política que es la continuación de esa guerra que no se supo manejar, ni menos aún, ganar. Ese día, el 24 de marzo de 1976, la República estaba ganando la guerra y ese mismo día, perdió la oportunidad de terminarla. ¿Por qué sucedió este desatino?
Hay variadas razones que explicarían el desastre, pero solo una es, a mi modo de ver, aceptable y, aunque para muchos sea indecoroso mencionarla, lo que se vive hoy en la Argentina lo confirma. Ese día de marzo de hace cuarenta y cinco años un grupo de generales, almirantes y brigadieres impidieron, con su acción, que la guerra que se libraba en el territorio nacional, y que estaba circunscripta a las “orgas” terroristas y a las Fuerzas Armadas, se extendiera a toda la población, que esa guerra de facciones se convirtiera en una guerra civil hecha y derecha.
Más allá del hecho que permitir a los civiles hacer la guerra a las “orgas”- fuera del servicio militar obligatorio- era la imagen plena de la Patria en armas, esta hubiera tenido también una consecuencia práctica que hoy sería inapreciable, si esa multitud que antes de marzo del ’76 pedía cadalsos y fusilamientos públicos hubieran tenido en sus manos la sangre de los terroristas muertos o desaparecidos otra sería la Argentina de hoy. A nadie, o a muy pocos, les preocuparía si el enemigo había dejado 10 o 30.000 cadáveres, ni si estaban enterrados o fondeados en el mar, porque fuera cual fuese el número, cada uno de ellos nos pertenecería a todos, y de esta manera, la guerra, sí hubiera terminado.
Pero esos jefes se dejaron seducir también por interesados cantos de sirenas que le soplaban al oído que no solo estaban para ganar una guerra, sino que esta era también una oportunidad para hacer algo más que lo que su profesión les dictaba. Tenían una tarea superadora de la guerra- les decían las “sirenas cantoras”- tenían que reorganizar el país, tenían que devolver la ética a la República. Un sueño que solo podían soñar, pero que no estaban capacitados para hacerlo realidad. No permitieron a la sociedad civil meterse en la guerra, pero tampoco le permitieron hacer que la paz fuera algo más que una ilusión.
Siete años después, toda esa ilusión se había perdido. Todo había terminado peor que mal. Con mucha pena y la única gloria que la Argentina tuvo en los últimos años- esa que diez mil tipos con su valor y denuedo le dieron a la Patria en esas islas tan lejanas, pero tan queridas-, el proceso se fue. Los argentinos, vaya novedad, se habían cansado. Con la furia y la cobardía del converso querían abrevar en una biblia nueva, les había fallado la espada, tantas veces pedida, y la “solución” estaba en ese librito liminar de la República al cual, tantas veces, civiles y militares habían usado de papel higiénico. Ni lerdo ni perezoso un “santón” laico- devenido hoy en “padre de la democracia”, porque para la mentalidad “argenta” la muerte mejora a cualquiera- lo ensilló para llevar adelante su proyecto. Nada de su prontuario les importó a los argentinos, ni que hubiera sido abogado defensor de terroristas ni que la ineptitud fuera el común denominador de él y de sus colaboradores, un ilustre conjunto de vanos charlatanes que creían que la única manera de solucionar los problemas de la República era inventando impuestos o revisando el pasado. Pasado del cual ellos, al igual que todos los políticos, habían sido responsables.
Por estupidez o por ideología eligió, el “santón de la democracia”, limpiarse el trasero con la Constitución Nacional y dio el puntapié inicial que inauguró los circos judiciales destinados a vengarse de todo aquel que hubiera combatido a la subversión, primer acto de esta ópera trágica que aún no ha concluido y que tiene como objetivo la destrucción de las Fuerzas Armadas y, por extensión, de la República.
Ese 10 de diciembre de 1983, con el proceso en fuga, comenzó la segunda parte de esa guerra que a la Argentina le había costado tanta sangre y dolor y que se hubiera podido ganar. La subversión, incapacitada militarmente supo que las condiciones estaban dadas para seguirla de otra manera, sembrando en silencio su semilla. Se enfocaron en Gramsci y dejaron para el “Che” las camisetas, porque el tiempo había dejado de importar. Disfrazados de “progres”, sabían que ahora podían contar con la confusión y la hipócrita contrición de la mayoría de los argentinos que, de haber pedido mil horcas en Plaza de Mayo, ahora se horrorizaban por los desaparecidos como si desapariciones y muertes hubieran ocurrido en Mongolia. Y a caballo de nuestra desidia lo fueron haciendo bien. Empezaron a copar las escuelas donde en poco tiempo consiguieron que la disciplina fuera una expresión cuartelera insoportable en la nueva “escuela democrática”, pues era menester que el orden y la autoridad desaparecieran de ella.
Lo que vino después, es conocido, una democracia enclenque manejada por iletrados pedantes que la han reducido a la decisión del voto sin haber enseñado al pueblo que le diferencia de ésta con una dictadura son las obligaciones civiles que su ejercicio conlleva. Si los primeros doce años de la Argentina “democrática” fueron malos, los últimos, hasta el día de hoy, no podrían haber sido peores. Año a año hemos visto que la preocupación de la dirigencia política no ha sido combatir la pobreza que ha crecido hasta el numero vil que nos dice que de cada diez chicos menores de diecisiete años siete son pobres, que pese a las vanas promesas de mejorarla, la educación pública solo sirve para adoctrinar futuros piqueteros y tira bombas en el resentimiento revolucionario. Que, aunque se han llenado la boca con la defensa de la salud pública, esta no ha dejado de ser una ficción, ficción que puesta a prueba en esta pandemia que asola al mundo y nos ha entregado 80.000 cadáveres, de los cuales un tercio podrían seguir vivos si la gestión vacunadora no hubiera sido una infame sucesión de negociados, componendas y hurtos.
Hoy, con este gobierno están dadas las condiciones para que los argentinos perdamos paz y libertad, su objetivo es la pauperización de la sociedad argentina, objetivo que con el “manejo” de la economía y de la pandemia- cuarentenas eternas, cierre de escuelas, fábricas y negocios y pésima gestión en salud- se está logrando. El modelo político que el kirchnerismo promueve es el mismo de los años setenta, un modelo autoritario que de republicano ni siquiera tiene un barniz.
Estos son los hitos de esa guerra que continúa, y que es probable que perdamos definitivamente. Guerra que nunca dejó de estar presente entre nosotros aunque no queríamos verla y los políticos ocultaban.
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Por JOSÉ LUIS MILIA.
Hubo un momento en el que los argentinos creyeron que la guerra que los atormentaba, una guerra sucia y desgraciada, colateral de la guerra fría- donde el eje de la acción bélica era la bomba, la huelga revolucionaria o el asesinato por la espalda en cualquier esquina del país, pero también el asalto a cuarteles y el bosque tucumano como remedo de un Vietnam autóctono- había terminado. Era tanto el deseo que así fuera que no se les ocurrió pensar que generalmente las expresiones de deseo casi nunca se cumplen.
Que fue la flaqueza moral de los políticos argentinos lo que llevó, ese 24 de marzo, a unos desconcertados militares a tomar el gobierno es algo que no necesita demostración, pero no exculpa a los mandos militares de este dislate ya que creían, a pie juntillas, que esa guerra era una continuación de la política y que, ganándola militarmente, ahí acababa todo.
Hoy, en Argentina 2021, la realidad se ríe del axioma de Clausewitz porque hace casi cuarenta años que estamos viviendo una política que es la continuación de esa guerra que no se supo manejar, ni menos aún, ganar. Ese día, el 24 de marzo de 1976, la República estaba ganando la guerra y ese mismo día, perdió la oportunidad de terminarla. ¿Por qué sucedió este desatino?
Hay variadas razones que explicarían el desastre, pero solo una es, a mi modo de ver, aceptable y, aunque para muchos sea indecoroso mencionarla, lo que se vive hoy en la Argentina lo confirma. Ese día de marzo de hace cuarenta y cinco años un grupo de generales, almirantes y brigadieres impidieron, con su acción, que la guerra que se libraba en el territorio nacional, y que estaba circunscripta a las “orgas” terroristas y a las Fuerzas Armadas, se extendiera a toda la población, que esa guerra de facciones se convirtiera en una guerra civil hecha y derecha.
Más allá del hecho que permitir a los civiles hacer la guerra a las “orgas”- fuera del servicio militar obligatorio- era la imagen plena de la Patria en armas, esta hubiera tenido también una consecuencia práctica que hoy sería inapreciable, si esa multitud que antes de marzo del ’76 pedía cadalsos y fusilamientos públicos hubieran tenido en sus manos la sangre de los terroristas muertos o desaparecidos otra sería la Argentina de hoy. A nadie, o a muy pocos, les preocuparía si el enemigo había dejado 10 o 30.000 cadáveres, ni si estaban enterrados o fondeados en el mar, porque fuera cual fuese el número, cada uno de ellos nos pertenecería a todos, y de esta manera, la guerra, sí hubiera terminado.
Pero esos jefes se dejaron seducir también por interesados cantos de sirenas que le soplaban al oído que no solo estaban para ganar una guerra, sino que esta era también una oportunidad para hacer algo más que lo que su profesión les dictaba. Tenían una tarea superadora de la guerra- les decían las “sirenas cantoras”- tenían que reorganizar el país, tenían que devolver la ética a la República. Un sueño que solo podían soñar, pero que no estaban capacitados para hacerlo realidad. No permitieron a la sociedad civil meterse en la guerra, pero tampoco le permitieron hacer que la paz fuera algo más que una ilusión.
Siete años después, toda esa ilusión se había perdido. Todo había terminado peor que mal. Con mucha pena y la única gloria que la Argentina tuvo en los últimos años- esa que diez mil tipos con su valor y denuedo le dieron a la Patria en esas islas tan lejanas, pero tan queridas-, el proceso se fue. Los argentinos, vaya novedad, se habían cansado. Con la furia y la cobardía del converso querían abrevar en una biblia nueva, les había fallado la espada, tantas veces pedida, y la “solución” estaba en ese librito liminar de la República al cual, tantas veces, civiles y militares habían usado de papel higiénico. Ni lerdo ni perezoso un “santón” laico- devenido hoy en “padre de la democracia”, porque para la mentalidad “argenta” la muerte mejora a cualquiera- lo ensilló para llevar adelante su proyecto. Nada de su prontuario les importó a los argentinos, ni que hubiera sido abogado defensor de terroristas ni que la ineptitud fuera el común denominador de él y de sus colaboradores, un ilustre conjunto de vanos charlatanes que creían que la única manera de solucionar los problemas de la República era inventando impuestos o revisando el pasado. Pasado del cual ellos, al igual que todos los políticos, habían sido responsables.
Por estupidez o por ideología eligió, el “santón de la democracia”, limpiarse el trasero con la Constitución Nacional y dio el puntapié inicial que inauguró los circos judiciales destinados a vengarse de todo aquel que hubiera combatido a la subversión, primer acto de esta ópera trágica que aún no ha concluido y que tiene como objetivo la destrucción de las Fuerzas Armadas y, por extensión, de la República.
Ese 10 de diciembre de 1983, con el proceso en fuga, comenzó la segunda parte de esa guerra que a la Argentina le había costado tanta sangre y dolor y que se hubiera podido ganar. La subversión, incapacitada militarmente supo que las condiciones estaban dadas para seguirla de otra manera, sembrando en silencio su semilla. Se enfocaron en Gramsci y dejaron para el “Che” las camisetas, porque el tiempo había dejado de importar. Disfrazados de “progres”, sabían que ahora podían contar con la confusión y la hipócrita contrición de la mayoría de los argentinos que, de haber pedido mil horcas en Plaza de Mayo, ahora se horrorizaban por los desaparecidos como si desapariciones y muertes hubieran ocurrido en Mongolia. Y a caballo de nuestra desidia lo fueron haciendo bien. Empezaron a copar las escuelas donde en poco tiempo consiguieron que la disciplina fuera una expresión cuartelera insoportable en la nueva “escuela democrática”, pues era menester que el orden y la autoridad desaparecieran de ella.
Lo que vino después, es conocido, una democracia enclenque manejada por iletrados pedantes que la han reducido a la decisión del voto sin haber enseñado al pueblo que le diferencia de ésta con una dictadura son las obligaciones civiles que su ejercicio conlleva. Si los primeros doce años de la Argentina “democrática” fueron malos, los últimos, hasta el día de hoy, no podrían haber sido peores. Año a año hemos visto que la preocupación de la dirigencia política no ha sido combatir la pobreza que ha crecido hasta el numero vil que nos dice que de cada diez chicos menores de diecisiete años siete son pobres, que pese a las vanas promesas de mejorarla, la educación pública solo sirve para adoctrinar futuros piqueteros y tira bombas en el resentimiento revolucionario. Que, aunque se han llenado la boca con la defensa de la salud pública, esta no ha dejado de ser una ficción, ficción que puesta a prueba en esta pandemia que asola al mundo y nos ha entregado 80.000 cadáveres, de los cuales un tercio podrían seguir vivos si la gestión vacunadora no hubiera sido una infame sucesión de negociados, componendas y hurtos.
Hoy, con este gobierno están dadas las condiciones para que los argentinos perdamos paz y libertad, su objetivo es la pauperización de la sociedad argentina, objetivo que con el “manejo” de la economía y de la pandemia- cuarentenas eternas, cierre de escuelas, fábricas y negocios y pésima gestión en salud- se está logrando. El modelo político que el kirchnerismo promueve es el mismo de los años setenta, un modelo autoritario que de republicano ni siquiera tiene un barniz.
Estos son los hitos de esa guerra que continúa, y que es probable que perdamos definitivamente. Guerra que nunca dejó de estar presente entre nosotros aunque no queríamos verla y los políticos ocultaban.
JOSE LUIS MILIA
Josemilia_686@hotmail.com
Non nobis, Domine, non nobis. Sed Nomini tuo da gloriam.
PrisioneroEnArgentina.com
Junio 6, 2021
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