Como soy católico, apostólico y romano, me he abstenido hasta hoy de emitir opinión acerca del extraño comportamiento del Papa Francisco con relación al mundo en general y, sobre todo, a la Argentina.
Nunca he comentado cuánto disentía acerca de su clara posición pobrista y anticapitalista, con el que machaca en cada viaje que emprende y, menos aún, de su manifiesta debilidad amorosa por cuanto delincuente local se acercó al Vaticano, desde los condenados saqueadores -Cristina Fernández y su séquito de cómplices- hasta Juan Grabois, uno de los más destacados “gerentes de la pobreza”, cuyas criminales conductas no hicieron más que reiterarse a través de los años, y pasando por los nefastos y eternizados dirigentes sindicales, enriquecidos sin medida a costa de sus representados.
Tampoco lo hice cuando mostró fotográficamente su manifiesto rechazo a la gestión de Mauricio Macri mientras se reía a carcajadas con todos aquéllos que ya han sido condenados por la Justicia por robar recursos públicos y algunos por abusos sexuales.
Ni siquiera cuando, al visitar a los sanguinarios dictadores cubanos, se negó a recibir a las heroicas Damas de Blanco, que reclaman aún por sus hijos presos en las mazmorras castristas, o cuando recibió con afecto al asesino Nicolás Maduro mientras ignora hasta hoy a María Corina Machado, la tan corajuda dirigente que encabeza el tsunami de libertad que avanza en Venezuela.
Pero ayer Bergoglio agregó la gota que derramó el tan contenido vaso. Y lo hizo sin dejar duda alguna de su posición ideológica, respaldando a los peores movimientos de izquierda, siempre violentos y abusadores de los derechos de los demás, y denostando el protocolo que los obligó simplemente a respetar la ley y terminó con los piquetes que tanto complicaron la vida de todos los ciudadanos con cortes de calles y rutas.
Al condenar explícitamente, como lo hizo ayer, al Gobierno argentino por cumplir el imperativo constitucional de garantizar la libre circulación utilizando gas pimienta (que sólo produce molestias temporarias) para reprimir a quienes agredían a policías, prefectos y gendarmes, evitando así que se repitieran las dantescas escenas que concluyeran con dieciocho toneladas de piedras arrojadas sobre las fuerzas de seguridad, el Pontífice abdicó de su rol celestial.
Al incitar a sus oyentes –la lujosa comitiva de la CGT (el gangster Pablo Moyano incluido) que fue a visitarlo esta semana- a luchar por una “justicia social” que tanto ha empobrecido a sus teóricos destinatarios, ratificó su pertenencia a ese peronismo anacrónico y denostado en las urnas por la mayoría de los argentinos, hartos ya de discursos que han traído tamaña decadencia.
Esa palabra, Pontífice, quiere decir “hacedor de puentes”, y ha quedado claro que ha preferido profundizar la grieta que tanto nos lastima desde hace décadas.
Y qué decir de su sibilina denuncia de corrupción, cuidándose muy bien de precisar cuándo se habría producido, y sin identificar a quién le habría contado el episodio ni quién habría pedido la coima. Al no dar esos datos fundamentales, dejo traslucir que el sayo caía al gobierno de Milei, en otra actitud demoníaca y demonizadora, pero nunca se refirió a los probados hechos de defraudación a este Estado tan escuálido precisamente por ellos, que cometieron las gestiones kirchneristas.
Sus extrañas preferencias políticas lo llevaron a ausentarse nada menos que de la reinauguración de la Basílica de Notre Dame, después del terrible incendio que enlutó a Paris.
Hace bien el Papa en seguir difiriendo su primer viaje a la Argentina, su patria, algo que llama la atención de propios y extraños en el mundo entero.
Si lo hiciera, seguramente se encontraría con una profunda repulsa hacia su figura y correría el riesgo irreparable de no convocar aquí las multitudes que tanto aprecia en sus visitas a los lugares más remotos del globo.
El daño que Francisco ha causado a la Iglesia Católica es verdaderamente inconmensurable, revirtiendo cuanto habían logrado San Juan Pablo II y Benedicto, su inmediato predecesor.
En lo que me atañe, creo que ya ha quedado claro que, con enorme dolor, dejo de reconocerlo como representante de Cristo en la tierra.
○
Por Dr. Enrique Guillermo Avogadro.
Como soy católico, apostólico y romano, me he abstenido hasta hoy de emitir opinión acerca del extraño comportamiento del Papa Francisco con relación al mundo en general y, sobre todo, a la Argentina.
Nunca he comentado cuánto disentía acerca de su clara posición pobrista y anticapitalista, con el que machaca en cada viaje que emprende y, menos aún, de su manifiesta debilidad amorosa por cuanto delincuente local se acercó al Vaticano, desde los condenados saqueadores -Cristina Fernández y su séquito de cómplices- hasta Juan Grabois, uno de los más destacados “gerentes de la pobreza”, cuyas criminales conductas no hicieron más que reiterarse a través de los años, y pasando por los nefastos y eternizados dirigentes sindicales, enriquecidos sin medida a costa de sus representados.
Tampoco lo hice cuando mostró fotográficamente su manifiesto rechazo a la gestión de Mauricio Macri mientras se reía a carcajadas con todos aquéllos que ya han sido condenados por la Justicia por robar recursos públicos y algunos por abusos sexuales.
Ni siquiera cuando, al visitar a los sanguinarios dictadores cubanos, se negó a recibir a las heroicas Damas de Blanco, que reclaman aún por sus hijos presos en las mazmorras castristas, o cuando recibió con afecto al asesino Nicolás Maduro mientras ignora hasta hoy a María Corina Machado, la tan corajuda dirigente que encabeza el tsunami de libertad que avanza en Venezuela.
Pero ayer Bergoglio agregó la gota que derramó el tan contenido vaso. Y lo hizo sin dejar duda alguna de su posición ideológica, respaldando a los peores movimientos de izquierda, siempre violentos y abusadores de los derechos de los demás, y denostando el protocolo que los obligó simplemente a respetar la ley y terminó con los piquetes que tanto complicaron la vida de todos los ciudadanos con cortes de calles y rutas.
Al condenar explícitamente, como lo hizo ayer, al Gobierno argentino por cumplir el imperativo constitucional de garantizar la libre circulación utilizando gas pimienta (que sólo produce molestias temporarias) para reprimir a quienes agredían a policías, prefectos y gendarmes, evitando así que se repitieran las dantescas escenas que concluyeran con dieciocho toneladas de piedras arrojadas sobre las fuerzas de seguridad, el Pontífice abdicó de su rol celestial.
Al incitar a sus oyentes –la lujosa comitiva de la CGT (el gangster Pablo Moyano incluido) que fue a visitarlo esta semana- a luchar por una “justicia social” que tanto ha empobrecido a sus teóricos destinatarios, ratificó su pertenencia a ese peronismo anacrónico y denostado en las urnas por la mayoría de los argentinos, hartos ya de discursos que han traído tamaña decadencia.
Esa palabra, Pontífice, quiere decir “hacedor de puentes”, y ha quedado claro que ha preferido profundizar la grieta que tanto nos lastima desde hace décadas.
Y qué decir de su sibilina denuncia de corrupción, cuidándose muy bien de precisar cuándo se habría producido, y sin identificar a quién le habría contado el episodio ni quién habría pedido la coima. Al no dar esos datos fundamentales, dejo traslucir que el sayo caía al gobierno de Milei, en otra actitud demoníaca y demonizadora, pero nunca se refirió a los probados hechos de defraudación a este Estado tan escuálido precisamente por ellos, que cometieron las gestiones kirchneristas.
Sus extrañas preferencias políticas lo llevaron a ausentarse nada menos que de la reinauguración de la Basílica de Notre Dame, después del terrible incendio que enlutó a Paris.
Hace bien el Papa en seguir difiriendo su primer viaje a la Argentina, su patria, algo que llama la atención de propios y extraños en el mundo entero.
Si lo hiciera, seguramente se encontraría con una profunda repulsa hacia su figura y correría el riesgo irreparable de no convocar aquí las multitudes que tanto aprecia en sus visitas a los lugares más remotos del globo.
El daño que Francisco ha causado a la Iglesia Católica es verdaderamente inconmensurable, revirtiendo cuanto habían logrado San Juan Pablo II y Benedicto, su inmediato predecesor.
En lo que me atañe, creo que ya ha quedado claro que, con enorme dolor, dejo de reconocerlo como representante de Cristo en la tierra.
Hasta el sábado.
Un enorme abrazo.
Enrique Guillermo Avogadro
Abogado
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Cel. en Argentina (+54911) o (15) 4473 4003
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Nota 411 del Dr, Enrique Avogadro en este portal (Hacer Clic)
PrisioneroEnArgentina.com
Setiembre 23, 2024
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