A los habitantes de las Provincias del Río de la Plata
Compatriotas: se acerca el momento en que debo seguir el destino que me llama; voy a emprender la grande obra de dar la libertad al Perú. Mas antes de mi partida, quiero deciros algunas verdades, que sentiría las acabéis de conocer por experiencia. También os manifestaré las quejas que tengo, no de los hombres imparciales y bien intencionados, cuya opinión me ha consolado siempre, sino de algunos que conocen poco sus propios intereses y los de su país, porque al fin la calumnia, como todos los crímenes, no es sino obra de la ignorancia y del discernimiento pervertido (1).
Vuestra situación no admite disimulo. Diez años de constantes sacrificios sirven hoy de trofeo a la anarquía; la gloria de haberlos hecho es mi pesar actual, cuando se considera su poco fruto. Habéis trabajado un precipicio con vuestras propias manos y, acostumbrados a su vista, ninguna sensación de horror es capaz de deteneros.
El genio del mal os ha inspirado el delirio de la federación: esta palabra está llena de muertes, y no significa sino ruina y devastación. Yo apelo sobre esto a vuestra propia experiencia y os ruego que escuchéis con franqueza de ánimo la opinión de un general que os ama, y que nada espera de vosotros. Yo tengo motivos para conocer vuestra situación, porque en los dos ejércitos que he mandado me ha sido preciso averiguar el estado político de las provincias que dependían de mí. Pensar en establecer el gobierno federativo en un país casi desierto, lleno de celos y de antipatías locales, escaso de saber y de experiencia en los negocios públicos, desprovisto de rentas para hacer frente a los gastos del Gobierno General, fuera de los que demanda la lista civil de cada Estado: es un plan cuyos peligros no permiten infatuarse, ni aun con el placer efímero que causan siempre las ilusiones de la novedad.
Compatriotas, yo os hablo con la franqueza de un soldado. Si dóciles a la experiencia de diez años de conflictos no dais a vuestros deseos una dirección más prudente, temo que, cansados de la anarquía, suspiréis al fin por la opresión y recibáis el yugo del primer aventurero feliz que se presente, quien, lejos de fijar vuestros destinos, no hará más que prolongar vuestra incertidumbre.
Voy ahora a manifestar las quejas que tengo, no porque el silencio sea una prueba difícil para mis sentimientos, sino porque yo no debo dejar en perplejidad a los hombres de bien, ni puedo abandonar eternamente a la posteridad el juicio de mi conducta, calumniada por hombres en quienes la gratitud algún día recobrará sus derechos.
Yo servía en el ejército español en 1811. Veinte años de honrados servicios me habían traído alguna consideración, sin embargo de ser americano; supe la revolución de mi país y, al abandonar mi fortuna y mis esperanzas, sólo sentía no tener más que sacrificar al deseo de contribuir a la libertad de mi patria. Llegué a Buenos Aires a principios de 1812 y desde entonces me consagré a la causa de América: sus enemigos podrán decir si mis servicios han sido útiles.
En 1814 me hallaba de gobernador en Mendoza; la pérdida de este país dejaba en peligro la provincia de mi mando. Yo la puse luego en estado de defensa, hasta que llegase el tiempo de tomar la ofensiva. Mis recursos eran escasos y apenas tenía un embrión de ejército, pero conocía la buena voluntad de los cuyanos y emprendí formarlo bajo un plan que hiciese ver hasta qué grado puede apurarse la economía para llevar al cabo las grandes empresas.
En 1817, el Ejército de los Andes está ya organizado. Abrí la campaña de Chile y el 12 de febrero mis soldados recibieron el premio de su constancia. Yo conocí que desde este momento excitaría celos mi fortuna y me esforcé, aunque sin fruto, a calmarlos con moderación y desinterés.
Todos saben que, después de la batalla de Chacabuco, me hallé dueño de cuanto puede dar el entusiasmo a un vencedor. El pueblo chileno quiso acreditarme su generosidad ofreciéndome todo lo que es capaz de lisonjear al hombre; el mismo es testigo del aprecio con que recibí sus ofertas y de la firma con que rehusé admitirlas.
Sin embargo de esto, la calumnia trabajaba contra mí, con una perfecta actividad, pero buscaba las tinieblas porque no podía existir delante de la luz. Hasta el mes de enero próximo pasado, el general San Martín merecía el concepto público en las provincias que formaban la Unión y, sólo después de haber formado la anarquía, ha entrado en el cálculo de mis enemigos el calumniarme sin disfraz y recurrir sobre mi nombre los improperios más exagerados.
Pero yo tengo derecho a preguntarles: ¿qué misterio de iniquidad ha habido en esperar la época del desorden para denigrar mi opinión? ¿Cómo son conciliables las suposiciones de aquéllos con la conducta del Gobierno de Chile y la del Ejército de los Andes? El primero, de acuerdo con el Senado y voto del pueblo, me ha nombrado jefe de las fuerzas expedicionarias, y el segundo me reeligió por su general en el mes de marzo, cuando, trastornada en las Provincias Unidas la autoridad central, renuncié el mando que había recibido de ellas, para que el ejército, acantonado entonces en Rancagua, nombrase al jefe a quien quisiera voluntariamente obedecer.
Si tal ha sido la conducta de los que han observado de cerca mis acciones, no es posible explicar la de aquellos que me calumnian desde lejos sino corriendo el velo que oculta sus sentimientos y sus miras. Protesto que me aflige el pensar en ellas, no por lo que me toca a mi persona, sino por los males que amenazan a los pueblos que se hallan bajo su influencia.
Compatriotas, yo os dejo con el profundo sentimiento que causa la perspectiva de vuestras desgracias. Vosotros me habéis recriminado aun de no haber contribuido a aumentarlas, porque éste habría sido el resultado si yo hubiese tomado una parte activa en la guerra contra los federalistas. Mi ejército era el único que conservaba su moral, y lo exponía a perderla abriendo una campaña en que el ejemplo de la licencia armase mis tropas contra el orden. En tal caso, era preciso renunciar la empresa de libertar el Perú y, suponiendo que la suerte de las armas me hubiese sido favorable en la guerra civil, yo habría tenido que llorar la victoria con los mismos vencidos. No, el general San Martín jamás derramará la sangre de sus compatriotas y sólo desenvainará la espada contra los enemigos de la independencia de Sud América.
En fin, a nombre de vuestros propios intereses, os ruego que aprendáis a distinguir los que trabajan por vuestra salud de los que meditan vuestra ruina: no os expongáis a que los hombres de bien os abandonen al consejo de los ambiciosos. La firmeza de las almas virtuosas no llega hacia el extremo de sufrir que los malvados sean puestos a nivel con ellas y ¡desgraciado el pueblo donde se forma impunemente tan escandaloso paralelo!
¡Provincias del Río de la Plata! El día más célebre de nuestra revolución está próximo a amanecer. Voy a dar la última respuesta a mis calumniadores: yo no puedo hacer más que comprometer mi existencia y mi honor por la causa de mi país. Y sea cual fuere mi suerte en la campaña del Perú, probaré que, desde que volví a mi patria, su independencia ha sido el único pensamiento que me ha ocupado, y que no he tenido más ambición que la de merecer esl odio de los ingratos y el aprecio de los hombres virtuosos.
José de San Martín
Si alguno comenta que los gobernantes que hemos padecido hasta la fecha, han tenido esta característica, perdonen, “no les creo”.
PATRICIO ANDERSON
1) San Martín se refiere a las duras críticas, de las que fue objeto, por su sabia decisión de mantener al Ejército al margen del conflicto entre Buenos Aires y el Litoral.
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A los habitantes de las Provincias del Río de la Plata
Compatriotas: se acerca el momento en que debo seguir el destino que me llama; voy a emprender la grande obra de dar la libertad al Perú. Mas antes de mi partida, quiero deciros algunas verdades, que sentiría las acabéis de conocer por experiencia. También os manifestaré las quejas que tengo, no de los hombres imparciales y bien intencionados, cuya opinión me ha consolado siempre, sino de algunos que conocen poco sus propios intereses y los de su país, porque al fin la calumnia, como todos los crímenes, no es sino obra de la ignorancia y del discernimiento pervertido (1).
Vuestra situación no admite disimulo. Diez años de constantes sacrificios sirven hoy de trofeo a la anarquía; la gloria de haberlos hecho es mi pesar actual, cuando se considera su poco fruto. Habéis trabajado un precipicio con vuestras propias manos y, acostumbrados a su vista, ninguna sensación de horror es capaz de deteneros.
El genio del mal os ha inspirado el delirio de la federación: esta palabra está llena de muertes, y no significa sino ruina y devastación. Yo apelo sobre esto a vuestra propia experiencia y os ruego que escuchéis con franqueza de ánimo la opinión de un general que os ama, y que nada espera de vosotros. Yo tengo motivos para conocer vuestra situación, porque en los dos ejércitos que he mandado me ha sido preciso averiguar el estado político de las provincias que dependían de mí. Pensar en establecer el gobierno federativo en un país casi desierto, lleno de celos y de antipatías locales, escaso de saber y de experiencia en los negocios públicos, desprovisto de rentas para hacer frente a los gastos del Gobierno General, fuera de los que demanda la lista civil de cada Estado: es un plan cuyos peligros no permiten infatuarse, ni aun con el placer efímero que causan siempre las ilusiones de la novedad.
Compatriotas, yo os hablo con la franqueza de un soldado. Si dóciles a la experiencia de diez años de conflictos no dais a vuestros deseos una dirección más prudente, temo que, cansados de la anarquía, suspiréis al fin por la opresión y recibáis el yugo del primer aventurero feliz que se presente, quien, lejos de fijar vuestros destinos, no hará más que prolongar vuestra incertidumbre.
Voy ahora a manifestar las quejas que tengo, no porque el silencio sea una prueba difícil para mis sentimientos, sino porque yo no debo dejar en perplejidad a los hombres de bien, ni puedo abandonar eternamente a la posteridad el juicio de mi conducta, calumniada por hombres en quienes la gratitud algún día recobrará sus derechos.
Yo servía en el ejército español en 1811. Veinte años de honrados servicios me habían traído alguna consideración, sin embargo de ser americano; supe la revolución de mi país y, al abandonar mi fortuna y mis esperanzas, sólo sentía no tener más que sacrificar al deseo de contribuir a la libertad de mi patria. Llegué a Buenos Aires a principios de 1812 y desde entonces me consagré a la causa de América: sus enemigos podrán decir si mis servicios han sido útiles.
En 1814 me hallaba de gobernador en Mendoza; la pérdida de este país dejaba en peligro la provincia de mi mando. Yo la puse luego en estado de defensa, hasta que llegase el tiempo de tomar la ofensiva. Mis recursos eran escasos y apenas tenía un embrión de ejército, pero conocía la buena voluntad de los cuyanos y emprendí formarlo bajo un plan que hiciese ver hasta qué grado puede apurarse la economía para llevar al cabo las grandes empresas.
En 1817, el Ejército de los Andes está ya organizado. Abrí la campaña de Chile y el 12 de febrero mis soldados recibieron el premio de su constancia. Yo conocí que desde este momento excitaría celos mi fortuna y me esforcé, aunque sin fruto, a calmarlos con moderación y desinterés.
Todos saben que, después de la batalla de Chacabuco, me hallé dueño de cuanto puede dar el entusiasmo a un vencedor. El pueblo chileno quiso acreditarme su generosidad ofreciéndome todo lo que es capaz de lisonjear al hombre; el mismo es testigo del aprecio con que recibí sus ofertas y de la firma con que rehusé admitirlas.
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Pero yo tengo derecho a preguntarles: ¿qué misterio de iniquidad ha habido en esperar la época del desorden para denigrar mi opinión? ¿Cómo son conciliables las suposiciones de aquéllos con la conducta del Gobierno de Chile y la del Ejército de los Andes? El primero, de acuerdo con el Senado y voto del pueblo, me ha nombrado jefe de las fuerzas expedicionarias, y el segundo me reeligió por su general en el mes de marzo, cuando, trastornada en las Provincias Unidas la autoridad central, renuncié el mando que había recibido de ellas, para que el ejército, acantonado entonces en Rancagua, nombrase al jefe a quien quisiera voluntariamente obedecer.
Si tal ha sido la conducta de los que han observado de cerca mis acciones, no es posible explicar la de aquellos que me calumnian desde lejos sino corriendo el velo que oculta sus sentimientos y sus miras. Protesto que me aflige el pensar en ellas, no por lo que me toca a mi persona, sino por los males que amenazan a los pueblos que se hallan bajo su influencia.
Compatriotas, yo os dejo con el profundo sentimiento que causa la perspectiva de vuestras desgracias. Vosotros me habéis recriminado aun de no haber contribuido a aumentarlas, porque éste habría sido el resultado si yo hubiese tomado una parte activa en la guerra contra los federalistas. Mi ejército era el único que conservaba su moral, y lo exponía a perderla abriendo una campaña en que el ejemplo de la licencia armase mis tropas contra el orden. En tal caso, era preciso renunciar la empresa de libertar el Perú y, suponiendo que la suerte de las armas me hubiese sido favorable en la guerra civil, yo habría tenido que llorar la victoria con los mismos vencidos. No, el general San Martín jamás derramará la sangre de sus compatriotas y sólo desenvainará la espada contra los enemigos de la independencia de Sud América.
En fin, a nombre de vuestros propios intereses, os ruego que aprendáis a distinguir los que trabajan por vuestra salud de los que meditan vuestra ruina: no os expongáis a que los hombres de bien os abandonen al consejo de los ambiciosos. La firmeza de las almas virtuosas no llega hacia el extremo de sufrir que los malvados sean puestos a nivel con ellas y ¡desgraciado el pueblo donde se forma impunemente tan escandaloso paralelo!
¡Provincias del Río de la Plata! El día más célebre de nuestra revolución está próximo a amanecer. Voy a dar la última respuesta a mis calumniadores: yo no puedo hacer más que comprometer mi existencia y mi honor por la causa de mi país. Y sea cual fuere mi suerte en la campaña del Perú, probaré que, desde que volví a mi patria, su independencia ha sido el único pensamiento que me ha ocupado, y que no he tenido más ambición que la de merecer esl odio de los ingratos y el aprecio de los hombres virtuosos.
José de San Martín
Si alguno comenta que los gobernantes que hemos padecido hasta la fecha, han tenido esta característica, perdonen, “no les creo”.
PATRICIO ANDERSON
1) San Martín se refiere a las duras críticas, de las que fue objeto, por su sabia decisión de mantener al Ejército al margen del conflicto entre Buenos Aires y el Litoral.
PrisioneroEnArgentina.com
Junio 11, 2021
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