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Editorial del diario La Nación.

La saña contra el doctor Jaime Smart, respetado hombre del derecho, es una muestra contundente de abuso del poder estatal en violación del marco legal.

“Dadme una persona y yo le encontraré un delito” es la frase atribuida a Andrey Vyshinsky, el temido procurador general de la URSS (1935), la perversa mente creativa detrás de la gran purga que llevó a cabo José Stalin, mediante los célebres juicios de Moscú. Se trataba de falsos procesos públicos, con sentencias condenatorias preestablecidas, para así eliminar a sus enemigos políticos, presuntamente respetando las formalidades procesales. Vyshinsky recomendaba a sus fiscales y a los jueces, guiar sus investigaciones y sentencias conforme una “perspectiva social más amplia”. Es decir, que cada caso debía ser juzgado en el “contexto” de la doctrina marxista de la lucha de clases. Como resultado, en esos juicios no era necesario respetar las garantías del debido proceso legal ni los principios de la presunción de inocencia, la irretroactividad de la ley, el nulla poena sine lege o el derecho de defensa, sino que bastaba determinar que el imputado había sido reticente en adherir a la sociedad sin clases o insistente en conservar sus hábitos burgueses. O simplemente, por razón de Estado: cuando el Partido Comunista considerase útil el dictado de condenas ejemplares para educar a la población en lo que consideraba el recto camino. Es realmente notable que la teoría del “contexto” como factor de atribución penal para condenar sólo sobre la base de presunciones, haya sido también copiada, 80 años más tarde, por algunos miembros de nuestro Poder Judicial que militan en la agrupación Justicia Legítima.

Como los métodos de los totalitarismos siempre convergen, cabe recordar que durante la Alemania nazi fue creado el Volksgerichtshof o tribunal del pueblo, que también edificó farsas judiciales para condenar a los enemigos del nazismo en función del “contexto” en que los imputados habrían actuado. Sobre la base de presunciones de corte ideológico, miles de alemanes sufrieron la pena capital con el argumento de que ponían en peligro al Tercer Reich, no obstante que los delitos no estaban tipificados ni existían pruebas de culpabilidad. No sorprende que el presidente del Tribunal fuese el gélido Roland Freisler, admirador declarado del ruso Vyshinsky, a pesar de lo sucedido en Stalingrado.

En la Argentina se llevan a cabo cientos de juicios de lesa humanidad contra militares que intervinieron en la guerra antisubversiva. Sin embargo existe un solo caso de un civil condenado a prisión perpetua. Se trata del doctor Jaime Smart, quien fue ministro de Gobierno en la provincia de Buenos Aires durante la dictadura militar y, por tal razón, la Justicia le atribuyó, sin probarlo más allá de toda duda razonable, haber sido ideólogo de un plan de exterminio de la población civil durante aquel período. Smart fue condenado por el Tribunal Nº 1 de La Plata, presidido por el escandaloso ex juez Carlos Rozanski, quien renunció a su cargo para evitar enfrentar las gravísimas denuncias que se habían acumulado en su contra en el Consejo de la Magistratura.

Al igual que en los juicios de Moscú, Rozanski dispuso realizar las audiencias en un teatro, para dar cabida a intimidatorias barras de militantes que convirtieron una actuación judicial independiente en un circo político, con cánticos amenazadores más próximos a la violencia que a la razón y al derecho. Smart fue condenado, no obstante que en el juicio a los comandantes quedó probado que la policía de la provincia de Buenos Aires no dependía operativamente del Ministerio de Gobierno, sino del Primer Cuerpo de Ejército. Por tanto, la gestión de Smart se limitó al ejercicio de las competencias civiles de su ministerio. El tribunal recurrió a Vyshinsky, sin nombrarlo, y adoptó la doctrina del “contexto”, señalando que bastaba que Smart hubiese “integrado el aparato organizado del poder represivo, con independencia del tipo de intervención que hubiese tenido”.

La saña contra Smart tiene un claro sentido de venganza, pues en los años setenta, este respetado hombre de derecho integró la Cámara Federal en lo Penal que juzgó a los terroristas que asolaban el país aplicando el Código Penal. Pero su esfuerzo fue abandonado cuando asumió la presidencia Héctor Cámpora, quien de inmediato dispuso la liberación de presos de las cárceles. Tal fue el clima de terror a partir de 1973, que María Estela Martínez de Perón ordenó “aniquilar” a aquéllos, dejando de lado al Poder Judicial y encomendando la tarea a los efectivos parapoliciales de la Triple A. El tribunal que integró Smart fue un intento de aplicar el debido proceso legal a quienes atentaban con violencia contra el orden público en democracia y la forma más adecuada de encarar la tragedia de la lucha armada.

Ya han pasado 33 años desde la instauración de la democracia. En ella, la Justicia debe actuar en forma legítima, respetando el debido proceso legal y las garantías constitucionales. De lo contrario, aunque se denomine legítima, es sólo una torpe puesta en escena con fines políticos e ideológicos. Y si los delitos de lesa humanidad se juzgan conforme la ideología o la política, dejan de ser delitos y pierden su carga humanitaria. Como lo hemos dicho reiteradamente desde estas columnas, si las garantías constitucionales son soslayadas en nombre de la liberación, el socialismo nacional o del hombre nuevo, como hicieran Vyshinsky y Freisler, no será en el ámbito de Diké, diosa de la justicia, sino en el de Némesis, diosa de la venganza.

Hace más de ocho años que Smart se encuentra detenido -los últimos en Marcos Paz y en Ezeiza- a pesar de haber superado los 80 años, habiendo alegado infundadamente el tribunal presidido por el renunciado Rozanski, que existe “peligro de fuga”. Y, más tarde, dado lo absurdo de esa causal, alegándose el riesgo de que Smart pudiese utilizar su “ascendiente” personal sobre “estructuras aún subsistentes” de personas con afinidad a la extinguida dictadura militar.

Como las causas han sido apeladas, ahora la Cámara de Casación se encuentra considerando el caso. Ha correspondido la intervención de la Sala I, presidida por la jueza Ana María Figueroa, de Justicia Legítima, a quien secundan como subrogantes Gustavo Hornos y Mariano Borinsky. Cabe ahora recordar que el fundamento utilizado en la Argentina para distinguir el “terrorismo de Estado” del accionar de las bandas subversivas se refiere al abuso del poder coactivo del Estado contra ciudadanos, cuando su finalidad es el bien común, actuando conforme a la ley. Ese argumento tiene una contracara y conlleva una obligación simétrica: todos los órganos del Estado, y no solamente el Poder Ejecutivo, deben apegarse a derecho. Y los jueces -con más razón- están obligados a dejar de lado tanto la política como la ideología, confirmando así que en nuestro país se ha dado vuelta la peligrosa página de la parcialidad. Es de desear que nunca más asistamos a un abuso del poder estatal fuera del marco legal como el que hace años viene sufriendo Smart.

La Nación. Sábado 19 de noviembre de 2016.

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