Calle Pigalle

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 Por Georges Simenon


Si alguien hubiese entrado por casualidad en casa de Marina, sin duda no habría visto más que el fuego. Lucien, el patrón, con un amplio chaleco beige que todavía lo hacía más pequeño y más ancho, movía las botellas detrás del mostrador, trasvasaba, volvía a tapar, cambiaba meticulosamente el cuero del grifo y, si estaba de mal talante, aquello se podía achacar a la hora y al tiempo.

Porque era una mañana gris y más fría que las demás, una mañana que traía nieve, que arrastraba a la cama. Apenas eran las nueve y la calle Pigalle no estaba muy animada.

El cliente de paso sin duda se preguntaría quién era aquel señor grueso, de amplio abrigo, que fumaba su pipa, la espalda contra la estufa, calentando en su mano una copa y, ciertamente, no hubiese pensado en el comisario Maigret, de la Policía Judicial.

En el suelo hubiera visto a una criada bretona, Julie, con aire siempre asustado, rostro acribillado de pecas, vestida como una fregona, que limpiaba la parte baja de las mesas.

En los restaurantes de Pigalle muy raramente se iniciaba el servicio temprano. La limpieza no estaba hecha. Quedaban todavía vasos sucios y en la cocina, cuya puerta estaba abierta, se podía ver a la dueña, Marina en persona, todavía más sucia y descuidada que su criada.

El conjunto era más bien tranquilo, familiar. En la mesa del fondo había dos hombres que, sin embargo, no tenían tan mal aspecto, aunque estaban sin afeitar y sus trajes estuviesen arrugados, como si no hubiesen dormido.

En verdad, el cliente que entrase improvisadamente, solo hubiese visto un pequeño restaurante como los demás, un restaurante de parroquianos habituales, no muy limpio, evidentemente, pero tampoco antipático en la fría mañana.

Sin duda hubiera cambiado de opinión al ver de repente a Maigret divisar en el perchero el abrigo de pelo de camello de uno de los clientes, aproximarse, introducir la mano en uno de los bolsillos y sacar de él sin sorpresa una porra. Luego, al oír al comisario decir con aire de niño bueno:

—¡Eh! Christiani… ¿Es la mía?

Una media hora antes, cuando llegaba al Quai des Orfèvres¹, Maigret había sido llamado por teléfono por alguien que insistía en hablarle personalmente. Su interlocutor hacía evidentes esfuerzos para disimular su voz.

—¿Es usted, comisario?… Ha habido jaleo, esta noche, en casa de Marina… Si se da una vuelta por allí, tal vez encuentre a su amigo Christiani. Y puede tener la idea de pedirle noticias de Martino… Ya sabe, el pequeño de Antibes, cuyo hermano acaba de embarcarse para la Guayana…

Cinco minutos más tarde, Maigret sabía, por la central, que el telefonazo procedía de un «estanco» de la calle Notre-Dame-de-Lorette. Un cuarto de hora más tarde bajaba de un taxi en la esquina de la calle Pigalle en el momento en que, a lo largo de las aceras, los arroyos acarreaban el máximo de residuos.

Maigret, que todavía no sabía nada, hubiera jurado que aquello era serio y probablemente muy serio, porque estas denuncias raramente son imaginarias.

La prueba la tuvo en seguida, cuando subía lentamente la calle.

Casi frente a casa de Marina, divisó un pequeño bar de carboneros, que le extrañó encontrar entre aquellas boîtes. En este bar, al acecho cerca de la cristalera, el comisario reconoció a dos hombres, el Nizardo y Pepito, que no tenían la costumbre de encontrarse tan temprano y menos en parecido lugar.

Un instante después, empujaba la puerta del restaurante de enfrente y distinguía, al fondo, a Christiani acompañado por un joven socio, René Lecoeur, al que llamaban El Contable, porque había sido empleado del Banco de Marsella.

En esta clase de asuntos, es mejor no extrañarse por nada. Maigret se llevó la mano a su sombrero hongo y saludó a todo el mundo, como un hombre acostumbrado que viene a tomarse un vasito.

—¿Qué tal, Lucien?

Lo que no era óbice para que notase que la servilleta temblaba en la mano del patrón, y que la criada, incorporándose bruscamente, se pegaba con la cabeza en una mesa.

—¿Mucha gente, esta noche?… Deme un café y un calvados² pequeño…

Luego, entrando en la cocina:

—¿Qué tal, Marina?… Ya he visto que se te ha roto un cristal de encima del mostrador…

Porque había notado a la primera ojeada que un cristal había sido roto por una bala de revólver.

—Ya hace tiempo… —se apresuró a explicar Lucien—. Un tipo, al que no conocía, que acababa de comprar un revólver y que no sabía que estaba cargado…

Desde entonces, todo sucedía lentamente. Ya hacía más de un cuarto de hora que Maigret estaba allí y solo se habían intercambiado veinte palabras. Mientras que la criada seguía con su trabajo, Lucas seguía en el mostrador y Marina se movía en la cocina, el comisario fumaba su pipa, bebía su copa, iba de tanto en tanto a echar una ojeada a la taberna de enfrente y volvía hacia la estufa.
Conocía la casa como sus bolsillos. Lucien, tras haber tenido disgustos en Marsella, había comprado un permiso y abierto en Montmartre aquel pequeño restaurante que regentaba con su mujer. La clientela estaba formada sobre todo por antiguos compañeros, gentes del medio, naturalmente, pero la mayoría juiciosos como él, que se habían convertido casi en burgueses.
Este era el caso de Christiani que, diez años antes, no vacilaba en el momento de su detención en sacudir a Maigret un puñetazo, y que ahora era propietario de dos «casas» en París y otra en la Barcelonette.

También era el caso poco más o menos de los dos de enfrente, del Nizardo sobre todo, que tenía «casas» como Christiani, pero desgraciadamente competían con las suyas.

El Nizardo era de la banda de los marselleses, como se decía allí, mientras que Christiani era el jefe de los corsos.

—Dime, ¿hace mucho que tu amiguito está instalado enfrente, en casa del Auvergnat?

—¡No me preocupo de esas gentes! —replicó Christiani con desprecio.

—¡Es posible! Pero él me ha dado la impresión de ocuparse de ti. Y mira, si no creyese que eres un hombre, pensaría que es su presencia en la tabernilla lo que te impide salir…

Un tiempo. Un trago de calvados.

—Sí… Me imaginaría cosas así… Esta noche, por una razón o por otra, ha habido leña… Y, desde entonces, el Nizardo y Pepito los esperan fuera, por lo que ustedes han tenido que dormir sobre los bancos…

Al hablar, se aproximaba al Contable y palpaba las arrugas de su chaqueta.

—Únicamente me pregunto lo que hubiese podido pasar, dado que todo el mundo sabe que a Lucien no le gustan los destrozos y que tú no eres hombre que se eche para atrás… A propósito, el hermano de Martino, que embarcó ayer para la isla de Ré, te saluda…

¡Muy cordial todo aquello! ¡Incluso buen chico! Lo que no impedía que Christiani hubiese temblado y que Maigret, aprovechando que el Contable estaba de pie, le tanteara los bolsillos y sacaba de ellos una gran navaja automática.

—¡Peligroso, hijo!… Es mejor no pasearse con estos juguetes por ahí… Y tú, Christiani, ¿no tienes nada para mí en el bolsillo?

Christiani se encogió de hombros; sacó un revólver Smith and Wesson que tendió al comisario.

—¡Mira! Le falta una bala… Sin duda la que rompió el cristal… Lo que me extraña es que tú no lo hayas cambiado y que te hayas tomado la molestia de limpiar el cañón…

Metía el cuchillo, porra y revólver en un bolsillo de su abrigo y, con aire de no tocar nada, registraba todos los rincones, incluso abría la nevera y la cabina del teléfono. Pero sobre todo era su mente la que trabajaba. Intentaba comprender. Sopesaba las hipótesis que iba apartando una tras otra.

—¿Sabes que el Nizardo le dijo a Martino que su hermano había sido «entregado»? Por lo menos eso es lo que acaba de contarme… Si te dejo en libertad es para que lo evites, porque podría reprocharte algo y tiene la costumbre de ir armado…

—¿A dónde quiere llegar? —farfulló Christiani, que en apariencia estaba tan tranquilo como Maigret.

—A ningún sitio… Me gustaría ver a Martino… No sé por qué, pero siento curiosidad por verlo…

Entretanto, se había asegurado de que nadie, muerto o vivo, se había escondido en el restaurante, ni en la cocina, ni en la habitación de Lucien y Marina que estaba a continuación.

A las nueve y media, un repartidor trajo una caja de aperitivos. Luego, casi inmediatamente después, un inmenso coche amarillo de los Viajes Duchemin se detuvo ante el inmueble y volvió a partir un poco más tarde.

—Ya me darás una rodaja de salchichón, Marina, de ese que haces tú misma…

Y de repente Maigret frunció el ceño porque de la habitación salía un nuevo personaje, que estaba casi tan sorprendido como el propio comisario.

—¿De dónde sales tú?

—Yo… estaba acostado en la cama…

Era Fred, el socio de Christiani en algunos negocios; mentía, puesto que Maigret acababa de constatar que la habitación estaba vacía.

—Por lo que veo —gruñó el comisario— ustedes están tan pegados a la casa que no la abandonan… Dame tu «fuego» también…

Fred titubeó, tendió su revólver, un Smith and Wesson igualmente, al que no le faltaba ningún cartucho.

—¿Me lo devolverá?

—Es posible… Dependerá de lo que me diga Martino… Le espero de un momento a otro… Sí, le he dado una cita aquí…

Observaba los rostros y veía palidecer a René Lecoeur, apurar un trago de la copa.

Un esfuerzo más. Era preciso encontrar, costase lo que costase, y Maigret encontró, en el mismo momento en que miraba hacia la calle por la que pasaba un camión…

—Descuelga el teléfono… —ordenó a Christiani.

Porque no quería entrar en la cabina, desde donde no podía vigilar a los pájaros.

—Pídeme la Policía Judicial… Que se ponga Lucas al aparato… ¿Lo tienes?… Pásamelo…

El hilo felizmente era bastante largo.

—¿Eres tú, Lucas?… Vas a telefonear inmediatamente a los Viajes Duchemin… Es preciso encontrar de entre sus coches al que acaba de entregar algo o de hacerse cargo de algo en la calle Pigalle… ¿Comprendido?… Mira cuál es… ¡A toda velocidad!… Me quedo aquí, sí…

Luego, vuelto hacia la cocina:

—¿Y ese salchichón, Marina?

—Aquí está, comisario… Aquí está…

—No creo que estos señores quieran… O mucho me equivoco, o no tienen apetito…

A las once y diez todos seguían en su sitio, incluido el Nizardo y su compañero en la casa del carbonero de enfrente. A las once y once, Lucas saltaba de un taxi, muy excitado, empujaba la puerta, y hacía señas a Maigret de que tenía que decirle algo muy importante.

—Puedes hablar delante de estos señores, son amigos…

—He podido alcanzar al coche en el bulevar Rochechouart… Han cargado un baúl… Los han telefoneado desde esta casa… Un inquilino del tercero, el señor Bécheval… Un enorme baúl, o más bien un cofre para ser enviado a Quimper…

—¡Espero que no lo hayas dejado marchar! —se burló Maigret.

—Lo he hecho abrir… Contenía un cadáver, el de Martino, el hermano de…

—Lo sé… A continuación…

—El doctor Paul estaba en su casa y ha podido venir en seguida… Tengo la bala que estaba en la herida…

Maigret la palpó con aire indiferente, murmuró como para sí mismo:

—Browning 6 mm. 35… Ves cómo esto no pega: estos señores, que han pasado la noche aquí, solo tienen Smith and Wesson…

No se podía prever lo que iba a hacer. Incluso, si alguien hubiese entrado en aquel momento, no hubiese adivinado un drama y Luden se las ingeniaba para seguir detrás de su mostrador.

—¿Quieres que te diga lo que pienso?… Quedará entre nosotros, ¿no es cierto?… Esta noche, a Martino, que había bebido demasiado, se le metió en la cabeza que fue a causa de Christiani por lo que su hermano fue embarcado… Vino a pedirle cuentas… Y, a fe mía, como estaba enervado, le sobrevino un accidente… ¿Comprendes?

También Lucas se preguntaba a dónde quería llegar su jefe. Christiani encendía un cigarrillo y expelía el humo con una falsa desenvoltura.

—Únicamente que el Nizardo y Pepito esperaban en la calle… No se han atrevido a entrar, sino que han preferido esperar a los otros a la salida.

“¿Te das cuenta, ahora?… Por eso nuestros amigos, aquí presentes, han dormido sobre las banquetas, mientras que el Nizardo paseaba por fuera y luego, al amanecer, se instalaba en casa del carbonero. Lo más embarazoso era ese cadáver que no se podía dejar en manos de Lucien… ¿Qué hubieras hecho tú, Christiani?… Tú eres un hombre inteligente…”

Christiani se encogió de hombros desdeñosamente.

—Contéstame, Lucien… ¿Quién es ese señor Bécheval que vive en el tercero?…

—Un anciano imposibilitado…

—Lo que yo creía… Alguien subió arriba, al amanecer, y le ha hecho comprender que debía callarse… Antes de que la casa despertase, se subió el cuerpo arriba, pasando por detrás, y se le metió en el cofre del viejo… Luego, telefonazo a los Viajes Duchemin… Ve a preguntar al tercero si es verdad… Estoy seguro de que te dará la descripción de nuestro amigo Fred, que se ha encargado del asunto…

—¿Qué prueba eso? —gruñó Fred.

—Seguro que eso no prueba que tú lo has enfriado… ¡Marina!… Dales por lo menos salchichón. Me los voy a llevar al Quai y tal vez esté mucho rato con ellos…

¡Siempre nada trágico! La prueba: un cobrador trató un asuntillo con Lucien y no se percató de nada.

—¿No tienes nada que decirme, Christiani?

—Nada…

—¿Y tú, Contable? De hecho, es la primea vez que te veo metido en un asunto serio…

—No comprendo nada de lo que dice —dijo el chico con voz apagada.

—Entonces, no tenemos más que esperar a Lucas…

Se esperó. Y los otros, enfrente, también seguían esperando. Y el movimiento de la calle se hacía más intenso, mientras el cielo se iluminaba un poco, mientras la luz blanqueaba.

—¡No es una suerte, Lucien, que esto haya ocurrido en tu casa!… No hay que dejar romper los cristales… Trae mala suerte…

Lucas volvía ya, anunciando:

—¡Es exacto!… He encontrado al pobre hombre amordazado… Me ha dado la descripción de Fred, pero había otro por la noche al que no vio… Le saltaron encima mientras dormía…

—¡Esto marcha!… Telefonea a un taxi… ¡Espera!… Telefonea también a la «casa» para que envíen a alguien a vigilar a los de enfrente, que no vayan a armar jaleo…

Y Maigret, rascándose la cabeza, miró a sus tres valientes suspirando:

—De aquí tal vez se sabrá cuál de ustedes ha disparado…

*

Maigret, como hombre que dispone de todo su tiempo y que no sabe qué hacer, enfiló una de las mesas e instaló en ella una verdadera panoplia, colocando la porra de Christiani al lado del revólver de este y del de Fred, colocando luego un poco más lejos el cuchillo de Lecoeur.

—No te asustes por lo que te voy a decir, pequeño —le lanzó a este último, que parecía a punto de desmayarse—. Es tu primer negocio, pero probablemente no será el último… Este revólver, ¿ves?, es el de Christiani, que lleva mucho tiempo metido en el oficio para jugar con una pequeña browning como la que ha matado a Martino… También Fred es un criminal reincidente al que le gustan las armas serias… Cuando estalló la pelea, Christiani disparó y lo debieron empujar porque le pegó al cristal… Luego tú, con tu pequeña browning…

—Yo no tengo browning —logró articular el Contable.

—¡Precisamente! Porque tú no la tienes has sido tú el que ha disparado. Fred ha guardado su arma porque sabía que probaba su inocencia. Christiani ni ha limpiado la suya para demostrar que disparó una bala y que no alcanzó a nadie… Los dos saben lo que es un informe de los peritos y han seguido el juego… Mientras que a ti te era necesario hacer desaparecer el revólver, porque hubiese probado que tú eras el causante… ¿Dónde lo has puesto?

—¡Yo no he matado!

—Te pregunto dónde lo has puesto… Pregunta a Christiani… Es demasiado tarde para hacer el tonto…

—No encontrará la browning…

Maigret lo miró con piedad y murmuró entre dientes:

—¡Pobre imbécil!

Tanto más pobre y más imbécil cuanto que no era a él a quien quería Martino y que, si había disparado, era para probar a los otros que tenía agallas.

Cuando Lucas volvió, Maigret le dijo a media voz:

—Busca por todas partes… Sobre todo por el techo… No son lo bastante idiotas como para esconder el arma en casa de Lucien, ni en la del viejo… Sí, arriba en la escalera, hay un tragaluz que da al techo…

Se llevó a su gente, mientras que dos o tres paseantes, demasiado inocentes en apariencia, vigilaban la taberna de enfrente.

Christiani, en su abrigo de pelo de camello, tenía el aspecto de un burgués al que llevan por error y al que se dejará en seguida en libertad con toda clase de excusas. Fred chuleaba. El Contable estiraba todos sus músculos.

El caso era de los más clásicos. Maigret siempre había dicho que sin el azar el cincuenta por ciento de los criminales escaparían al castigo y que, sin las denuncias, el otro cincuenta por ciento estaría en libertad.

Aquello parecía una humorada, sobre todo cuando lo decía con su gruesa voz.

Lo que no impedía que la denuncia había existido. Luego, el azar, que le había permitido ver el coche amarillo de los Viajes Duchemin.

Pero ¿no quedaba un alto porcentaje de oficio, de conocimiento de la gente e incluso de lo que se llama inspiración?

A las tres de la tarde, se encontraba la browning en el techo a donde, en efecto, se había arrojado desde el tragaluz.

A las tres y media, el Contable confesaba llorando y Christiani, dando la dirección de un célebre abogado, afirmaba:

—¡Ya verá como saldré en seis meses!

Ante lo cual Maigret suspiró sin mirarle:

—Yo, con el puñetazo, solo tuve para dos dientes…

1. Quai des Orfèvres: oficinas de la Policia Judicial.
2. Calvados: aguardiente de sidra originario de Francia.

 


PrisioneroEnArgentina.com

Junio 19, 2020


 

ESE TRAPO SAGRADO, MI BANDERA

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Por Carlos del Señor Hidalgo Garzón


PrisioneroEnArgentina.com

Junio 20, 2020


 

NOTAS MÁS VISTAS ☺ Junio 19, 2020

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Las noticias más leídas en PrisioneroEnArgentina.com. Las más comentadas, las más polémicas. De que está la gente hablando…

REINICIO Junio 15, 2020 00.00 HORAS 
HORA DE CONTROL Junio 19, 2020 23.23 HORAS

 


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Junio 19, 2020


 

Juneteenth

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 Por Carla Hayden

Hoy es el diecinueve de junio, Juneteenth, se cree que es la celebración más larga del fin de la esclavitud en los Estados Unidos. El 19 de junio de 1865, la notificación de la Proclamación de Emancipación que liberaba a las personas esclavizadas finalmente llegó a Texas a través de una orden leída en voz alta por el General de la Unión Gordon Grange en Galveston. La noticia llegó la friolera de dos años y medio. El borrador inicial de Abraham Lincoln de la Proclamación de Emancipación se encuentra entre los tesoros contenidos en la División de Manuscritos de la Biblioteca del Congreso, y se puede ver en línea aquí. www.loc.gov/exhibits/civil-war-in-america/december-1862-october-1863.html#obj4

 

Juneteenth es un día festivo que celebra la liberación de aquellos que fueron retenidos como esclavos en los Estados Unidos. Originalmente un feriado estatal de Texas, ahora se celebra anualmente el 19 de junio en todo Estados Unidos, con un reconocimiento oficial variable. Fecha: 19 de junio. Significado: la emancipación de los últimos afroamericanos esclavizados que quedan en la Confederación. Observaciones: exploración y celebración de la historia y el patrimonio afroamericanos. También llamado: Día de la Libertad o Día de la Emancipación.

 

De hecho, la Biblioteca alberga una gran cantidad de recursos y materiales relacionados con la fiesta de la emancipación y su celebración a lo largo de la historia de Estados Unidos, así como con la práctica de la esclavitud misma y con las voces de las personas anteriormente esclavizadas.

 

A continuación encontrará una lista de nuevas publicaciones de blog de toda la Biblioteca que destaca algunos de esos recursos, incluidas grabaciones de audio de nuestra conmovedora colección, “Voces que recuerdan la esclavitud: las personas liberadas cuentan sus historias”. Otros materiales se comparten en nuestras cuentas de redes sociales durante todo el día.

 

Información Las celebraciones del 15 de junio de este año tienen un significado especial y conmovedor en el clima actual, donde los problemas de injusticia racial vuelven a estar a la vanguardia.

 

Hoy a las 4 p.m. ET, estoy organizando una conversación virtual con el actual embajador nacional para la literatura juvenil Jason Reynolds y la ex embajadora nacional Jacqueline Woodson sobre formas de escuchar y apoyar a los niños durante un período de protesta a nivel nacional contra la injusticia.

 

Este evento es parte de nuestra nueva serie en línea “Hear You, Hear Me: Conversations on Race in America”, sobre la cual también puede obtener más información a continuación. Puede verlo en nuestra página de Facebook, nuestro canal de YouTube o en nuestro sitio web principal en loc.gov. Espero verte allí.

 

Carla Hayden es Bibliotecaria del Congreso de la Nación de Estados Unidos de América.

 


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Junio 19, 2020


 

La red de objetivos de Estados Unidos sanciona a corruptos actores venezolanos

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  Por Michael R. Pompeo, Secretario de Estado de los Estados Unidos

Hoy, Estados Unidos impuso sanciones contra los participantes activos en una red de empresas que transportaban petróleo robado al pueblo venezolano bajo la apariencia de un esquema de hacer pasar petróleo por alimentos.

Esta empresa despojó a millones de fondos que supuestamente fueron para ayuda humanitaria, pero no entregó la comida prometida al pueblo venezolano.

                Maduro

El ilegítimo régimen de Maduro continúa robando recursos venezolanos para reforzar su control autoritario sobre el pueblo venezolano.

La acción de hoy es otra advertencia de que cualquier persona o empresa que facilite este robo ya no disfrutará de acceso al sistema financiero de EE. UU.

El régimen corrupto de Maduro es directamente responsable de la crisis política, económica y humanitaria en Venezuela.

Estados Unidos de América apoya firmemente al presidente interino, Juan Guaidó, a la Asamblea Nacional elegida democráticamente, y al pueblo venezolano todo en su búsqueda de una transición democrática pacífica.

Estados Unidos pide a la comunidad internacional que aumente la presión contra el régimen de Maduro hasta que renuncie a su control ilegítimo del poder.

 


PrisioneroEnArgentina.com

Junio 19, 2020


 

El coronavirus ya estaba en Italia en diciembre, según un estudio sobre aguas residuales

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Científicos italianos dicen que el agua residual de dos ciudades contenía rastros de coronavirus en diciembre, mucho antes de los primeros casos confirmados del país.

El Instituto Nacional de Salud (ISS) dijo que el agua de Milán y Turín mostró rastros de virus genéticos el 18 de diciembre.

Se agrega a la evidencia de otros países de que el virus puede haber estado circulando mucho antes de lo que se pensaba.

Las autoridades chinas confirmaron los primeros casos a fines de diciembre. El primer caso de Italia fue a mediados de febrero.

En mayo, científicos franceses dijeron que las pruebas en muestras mostraron que un paciente tratado por sospecha de neumonía cerca de París el 27 de diciembre en realidad tenía el coronavirus.

Mientras tanto, en España, un estudio encontró rastros de virus en las aguas residuales recolectadas a mediados de enero en Barcelona, unos 40 días antes de que se descubriera el primer caso local.

En su estudio, los científicos de ISS examinaron 40 muestras de aguas residuales recolectadas de plantas de tratamiento de aguas exedentes en el norte de Italia entre octubre y febrero pasado.

Las muestras de octubre y noviembre resultaron negativas, lo que demuestra que el virus aún no había llegado. Las aguas residuales de Bolonia comenzaron a mostrar rastros del virus en enero.

 


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Junio 19, 2020


 

MOPOL 1973, POLICÍA Vs. EJÉRCITO, AL FILO DE UNA MASACRE – PARTE CUATRO (CON VIDEO)

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 Por CLAUDIO KUSSMAN

LA DIFICIL MISIÓN DE SER POLICÍA

Con la llegada del nuevo día o sea el jueves 22 de marzo de 1973, se comenzó a normalizar y desmilitarizar los alrededores de la Jefatura de Policía. El General SANCHEZ DE BUSTAMANTE en horas de la mañana emitió un comunicado que decía:

“El comandante del Cuerpo de Ejército I, en la ciudad de La Plata, informa que el grupo de la policía de la provincia de Buenos Aires que ocupaba amotinado la jefatura de la misma, ha sido reducido con intervención de efectivos militares como consecuencia de haber acatado la intimación a deponer su actitud, después de haber sido decretada por el Poder Ejecutivo de la Nación su movilización militar. La agresión sorpresiva efectuada por elementos sediciosos obligó al empleo del fuego lo cual significó un lamentable saldo de bajas en los efectivos militares y también policiales. Entre las víctimas se encuentran el cabo primero HÉCTOR ÁLVAREZ, del Regimiento 7 Coronel Conde, fallecido; y el capitán JOSÉ FERNANDO TANONI, del mismo regimiento, herido; además del personal de tropa perteneciente a la unidad antes expresada y al Regimiento 8 de Tanques de Caballería Blindada Cazadores General Necochea, que resultó herido de gravedad. El coronel JOSÉ MARIAL CANEDI, designado por el superior gobierno de la Nación para ejercer la jefatura de la policía de la provincia de Buenos Aires como delegado del suscripto, se ha hecho cargo de sus funciones”

Ese mismo día en horas de la tarde el DR. JORGE WHEBE titular de la cartera de Hacienda provincial, anunció en rueda de prensa, que el Poder Ejecutivo acababa de adoptar las medidas necesarias para conceder el aumento a los policías. Por primera y creo que única vez en la historia, se nos concedía un aumento del cien por ciento en las remuneraciones, obtenido dolorosamente a través de violencia, sangre y muerte. El Brigadier MORAGUES, continuó en su cargo hasta el 25 de mayo cuando entregó la gobernación a OSCAR BIDEGAIN. El Coronel (R) ANIBAL NAVA y el Teniente Coronel QUIROGA fueron inmediatamente y sin protocolo alguno relevados por el Coronel JOSÉ MARIAL CANEDI y el Capitán de Navío DALTON ARRUALDOI. Estos ocuparon el cargo de Jefe y Sub Jefe hasta el día 26 de mayo de ese mismo año, cuando asumiera el gobierno nacional HÉCTOR JOSÉ CÁMPORA, con las consecuencias que todos conocemos.  En cada Dirección General hubo un jefe militar adscripto, siendo uno de ellos un Teniente Coronel llamado RAMÓN CAMPS. Con una jerarquía más, el 26 de abril de 1976 volvería como Jefe de Policía, permaneciendo en el cargo solo 19 meses. Una insignificante cantidad de tiempo en relación a los 30 o más años de servicio de un policía.   De cualquier forma, fueron suficientes para que quienes estuvimos bajo su mando se nos califique aún hoy, en los medios, como “LA POLICIA DE CAMPS”. Demás está decir que nunca logramos la tan reclamada equiparación con la Policía Federal. Sí, 20 meses después, durante la gobernación de VICTORIO CALABRÓ y siendo Jefe de Policía un ejemplar hombre de la misma fuerza, el Comisario General ENRIQUE EVERARDO SILVA (a) “El marqués”, se conformó la Caja de Retiros propia (1), con la cual mejoró nuestra situación. Esta por ser siempre superavitaria, es ambicionada por cada gobierno que se hace cargo de la provincia de Buenos Aires, lo cual produce periódicas y lógicas inquietudes. Miembros de MOPOL detenidos, fueron liberados, estuvieron en disponibilidad preventiva, luego en simple y finalmente con el correr del tiempo volvieron a la función. Yo durante 20 años, hasta que pedí el retiro, cada vez que concurrí a la Jefatura y transité los 16 escalones de mármol de carrara, previos a la entrada evoqué el MOPOL La visible reparación de los mismos me lo recordaba. De cualquier forma, la historia siguió su curso, vinieron tiempos muy violentos por acción del terrorismo, hasta que la Argentina luego de una lucha fratricida se “pacificó”. Numerosos uniformados de todas las fuerzas murieron o sufrieron graves heridas al igual que hombres, mujeres y niños civiles argentinos e inclusive extranjeros. El país fue cambiando y como por arte de magia los malos, o sea los terroristas mutaron en buenos y viceversa los buenos en malos. En un abrir y cerrar de ojos, todo quedó atrás y nos convertimos en “adultos mayores” con lo cual toda llama de rebeldía ante lo injusto sencillamente se apagó. En esa condición, quienes estamos imputados por los bien o mal llamados delitos de lesa humanidad sabemos con total certeza cuál será nuestro trágico final a pesar de lo cual, se guarda manso silencio. Las nuevas generaciones de uniformados desconocen lo ocurrido ese 21 de marzo de 1973 o directamente no les interesa. Por lógica son muy diferentes, como nosotros lo fuimos de los “viejos” que nos antecedieron, en la muy difícil misión de ser policías.  

 

(1)El 15 de Noviembre de 1974 se publica en el Boletín Oficial de la Provincia de Buenos Aires la Ley Nº 8270 de creación de la CAJA DE RETIROS, JUBILACIONES Y PENSIONES como organismo de aplicación del régimen previsional para la Policía de la Provincia de Buenos Aires, concretándose así un viejo anhelo: el contar con un régimen previsional especifico y con un organismo de aplicación particularizado.

 

Claudio Kussman

Comisario Mayor (R) 

Policía Pcia. Buenos Aires

Junio 19, 2020

claudio@PrisioneroEnArgentina.com

www.PrisioneroEnArgentina.com

 

“No estoy contra la policía; simplemente les tengo miedo.”

ALFRED HITCHCOCK (1899-1980)

 


CHATS DEL PRESENTE, RECODANDO EL MOPOL EN PRIMERA PERSONA

(PARTE CUATRO)

JS— 29 ene. · Para que todos sepan, en la huelga de MOPOL, se siguió cubriendo servicios necesarios de seguridad a la sociedad, no se realizaban trabajos administrativos, ni se cubría Bancos, espectáculos públicos y otras tareas como la judicial, pero no se abandonó al pueblo dejándolo a merced de los delincuentes, se concurría a los hechos procediendo contra la delincuencia.

HV— 3 abr.   El mopol fue un movimiento de protesta que fue creciendo de a poco, a medida que los jefes de calle iban adhiriendo, en algunos casos independientemente de la oposición del Comisario que se ausentaba de la dependencia. Cada uno de los delegados cumplió un rol. Recuerdo a  R—, a TV—, HG— y tantos otros por la zona oeste. En Morón se levantó la medida luego de la llegada y las promesas del Crío Insp Rucauf, uno de los pocos creíbles. Fue definitivamente un movimiento de todos. El único que intentó algo parecido entre reiteradas oportunidades y solo él, fue el gordo Mastandrea QEPD.

Gobernador Antonio Calabró (a) “El tano” y el Comisario General Enrique Everardo Silva (a) “El marques”. Este se destacaba no solo por su capacidad, también por su pulcritud y el vestir de un modelo. Todos sin excepción le debemos mucho por la caja de retiros propia, la cual es superavitaria y por consiguiente ambicionada por cada gobierno que llega al poder.

 



HACIENDO CLIC AQUÍ, PODRÁ INGRESAR AL SITIO DE YOUTUBE: https://www.youtube.com/watch?v=gUHgYH145-k DONDE PODRÁ VER UN VIDEO DE 42 SEGUNDOS, SIN SONIDO, PERTENECIENTE A LA EMPRESA DI FILM, FILMADO EL 22 DE MARZO DE 1973.


En la escalinata de ingreso a la Jefatura de Policía en la Plata, se puede ver la huella del paso de un blindado militar. (Foto de la empresa Di Film)
Ramón Camps (f), ex jefe de la Policía de la Provincia de Buenos Aires.

 


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Junio 19, 2020


 

El análisis del profesor Mario Sandoval: “Yo Acuso”

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El profesor Sandoval y su opinión sobre la actualidad nacional y un punto neurálgico en ella: El letargo de la “Justicia”

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Mario Sandoval, manipulación de justicia y gobierno

 

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Junio 19, 2020


 

ARGENTINA Y SUS DOS BANDERAS

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 Por CLAUDIO VALERIO

El 20 de junio de 1820 a las 7 de la mañana, en la más absoluta pobreza y olvidado por sus contemporáneos, falleció el Abogado y General Manuel Belgrano. Tenía 50 años de edad. Un día antes de morir y como no tenía dinero para pagarle a su médico, le entregó el único bien que poseía, su reloj de bolsillo de oro, que lo había recibido como regalo del rey Jorge III de Inglaterra. La lápida de su tumba fue improvisada con el mármol de una cómoda de su casa y en ella fueron escritas estas palabras “Aquí yace el general Belgrano”.

George III
Chassaing
Belgrano

Todo argentino debería conocer la historia de este prócer argentino, de carácter polifacético y uno de los padres de nuestra patria; porque toda su vida fue de entrega y porque todo lo que tuvo, todo lo hizo, fue para el bien común. Sería una visión simplista rotularlo como quien fuera el “creador de la bandera nacional”, que fuera diseñada con los colores celeste y blanco, a partir de los de la escarapela nacional.

La bandera argentina, la que nos representa como país y que indica nacionalidad, fue izada por primera vez el día 27 de febrero de 1812, en el entonces pueblo de Rosario (hoy ciudad de Rosario) a orillas del río Paraná. Esta bandera creada, por Don Manuel, fue adoptada como símbolo patrio de las Provincias Unidas del Río de la Plata recién el  20 de julio de 1816, en el que fuera Congreso General Constituyente de San Miguel de Tucumán. En Argentina, y como conmemoración del prócer  muerto en 1820, se adoptó oficialmente el 20 de junio como “Día de la Bandera”, el día del fallecimiento de Manuel Belgrano.
Hasta el año 1985, los argentinos tuvimos dos banderas, una de ellas, que el común de la gente denominaba “Bandera de Guerra”, ostentaba en el centro de la franja blanca el “Sol Incaico”, “Sol de Mayo” o “Sol de Guerra”. La misma era de exclusivo uso por los organismos oficiales y por las fuerzas armadas. La otra de uso civil, o “Bandera civil”, carecía del Sol. A partir de ese año el Congreso Nacional, promulgó la ley 23.208 la cual dispuso que el “Sol de Mayo” debía figurar en todas las banderas argentinas. Manuel Belgrano fue uno de los padres de la patria. Esto es lo que se resume… “El Pensamiento llevado a la Acción”.

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MI BANDERA (Marcha)
“Aquí está la bandera idolatrada,
la enseña que Belgrano nos legó,
cuando triste la Patria esclavizada
con valor sus vínculos rompió.
Aquí está la bandera esplendorosa
que al mundo con sus triunfos admiró,
cuando altiva en la lucha y victoriosa
la cima de los Andes escaló.
Aquí está la bandera que un día
en la batalla tremoló triunfal
y, llena de orgullo y bizarría,
a San Lorenzo se dirigió inmortal.
Aquí está, como el cielo refulgente,
ostentando sublime majestad,
después de haber cruzado el Continente,
exclamando a su paso: ¡Libertad!
¡Libertad! ¡Libertad!”

Letra:    Juan Chassaing
Música: Juan Imbroisi

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Debido a su tendencia antiespañola, en 1900 su letra fue ligeramente modificada  Se cambió el verso «…con España sus vínculos rompió» por «con valor sus vínculos rompió»:

Juan Enrique Chassaing fue un abogado, militar, político, periodista y poeta argentino. En 1852, cuando tenía 13 años de edad, ganó un concurso realizado en su escuela, escribiendo la oración “A mi bandera”. En 1906, el clarinetista italiano Juan Imbroísi, que era director de la banda del Séptimo Regimiento de Infantería, la musicalizó como marcha.

 

Desde la ciudad de Campana (Buenos Aires), recibe un Abrazo,
y mi deseo que Dios te bendiga, te sonría y permita que prosperes
en todo, y derrame sobre ti, Salud, Paz, Amor, y mucha Prosperidad.

Claudio Valerio

Valerius*

 


PrisioneroEnArgentina.com

Junio 19, 2020


 

“MANU” GINOBILI, EL MAGO

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 Por FRANCISCO BÉNARD

Donde “Manu” pone la mano, se produce un gran revuelo. La pelota va y viene de un lugar a otro, la hace bailar alrededor de sus adversarios.

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Algunos hablan de ” Manu” con el apodo:  “mago de la mano”, ya que es un deporte el arte y la precisión está en ellas. Acá en Argentina muchos sostenemos que lo llaman “Manu” de agarrar tantos dólares.

Ginobilli es un superdotado en este deporte. Brilló frente a todos los equipos. De personalidad sencilla es además un jugador y una persona con un comportamiento y una ética que es un ejemplo para todos.

Así como el futbol a los argentinos y al mundo nos dio a un Maradona o un Messi, el básquetbol nos dio simplemente al conocido “Manu”- pronunciado esto, ya todos sabemos de quien estamos hablando. Fue un jugador sorprendente, porque si bien hoy está retirado, reúne todos los dones y el talento que Dios y el esfuerzo le dieron. 

Es buenísimo en los arranques, en los pases, en la defensa, en los quites y en el ataque es mortal. Reúne casi todas las condiciones, motivo por el cual se ha llegado a considerarlo una de las máximas estrellas en ese deporte a nivel mundial y especialmente a destacar en los Estados Unidos.

En este país, este deporte es duro y competitivo porque son todos “lungos” y “grandotes”, muy “ágiles” y casi no hay diferencias de calidad, son bastantes parejos. Los equipos son todos fuertes e imbatibles. O lo fueron hasta que apareció el “Manu”

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“Manu” te mereces estas líneas y muchas más porque eres realmente un caballero del deporte internacional y un verdadero Embajador de Argentina, lo cual nos hace sentir verdaderamente orgullosos

 

Francisco Benard

Pican, no pican los mosquitos geneticamente modificados

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La denuncia: una compañía británica de biotecnología llamada Oxitec tiene permiso para liberar mosquitos genéticamente modificados en Florida y Texas.

La Agencia de Protección Ambiental (EPA) aprobó un permiso de uso experimental el 1 de mayo que permite a Oxitec liberar mosquitos genéticamente modificados en los Cayos de Florida y el Condado de Harris, Texas, donde se encuentra Houston.

“Para enfrentar los desafíos actuales de salud pública de frente, la nación necesita facilitar la innovación y avanzar la ciencia en torno a nuevas herramientas y enfoques para proteger mejor la salud de todos los estadounidenses”, según el comunicado de prensa de la EPA.

El permiso, que dura dos años, requiere que Oxitec “monitoree y muestree la población de mosquitos semanalmente”.

“La EPA también ha mantenido el derecho de cancelar el (permiso) en cualquier momento durante el período de 24 meses si se producen resultados imprevistos”, según el comunicado.

¿Por qué una empresa crearía un nuevo tipo de mosquito? ¿Para qué sirve?

¿Se recuerda hace unos años cuando las personas, especialmente las mujeres embarazadas, estaban preocupadas por contraer el virus del Zika?

Es el virus que podría causar un defecto de nacimiento llamado microcefalia (subdesarrollo de la cabeza y el cerebro), según los Centros para el Control de Enfermedades.

Bueno, enfermedades como el zika, el dengue, el chikungunya y la fiebre amarilla son transmitidas por un tipo de mosquito, el Aedes aegypti. Oxitec afirma que su Aedes aegypti (conocido como OX5034) puede reducir drásticamente las poblaciones silvestres de estos mosquitos específicos.

Los mosquitos machos no pican; se alimentan de néctar de flores. Básicamente, los mosquitos machos son inofensivos para los humanos. Pero los mosquitos hembras usan sangre para cultivar sus huevos.

Oxitec creó un mosquito macho con un gen especial que impide que las crías sobrevivan hasta la edad adulta. Los nuevos machos crecen, se aparean con más hembras y con el tiempo el número de Aedes Aegypti disminuye.

“Las liberaciones continuas a gran escala de estos machos GM OX5034 eventualmente deberían causar el colapso temporal de una población salvaje”, según Oxitec.

En Brasil, que sufrió un brote de Zika en 2015 y 2016, la compañía afirma que sus mosquitos “amigables” redujeron la población de Aedes Aegypti en un 89% a 96%.

¿Existe oposición a estos mosquitos genéticamente modificados?

Si.

Oxitec ha estado tratando de hacer de Florida el primer sitio de prueba de EE. UU. Para sus mosquitos “amigables” durante casi una década.

La compañía se acercó en 2016, cuando los ciudadanos del condado de Monroe (donde se encuentran los Cayos de Florida) votaron por su liberación. Los residentes de Key Haven, sin embargo, votaron en contra, y ahí es donde la compañía planeó liberar los mosquitos. Los funcionarios del condado planearon elegir otra comunidad, pero el gobierno federal anuló esos planes.

El control reglamentario sobre los mosquitos fue cambiado de la Administración de Drogas y Alimentos a la EPA.

“Tuvimos que volver a presentar una solicitud con la EPA”, dijo el Dr. Nathan Rose, jefe de asuntos regulatorios de Oxitec.

Entonces, ahora la compañía está básicamente de regreso donde estaba en 2016. Rose dijo que están esperando las aprobaciones del Departamento de Agricultura y Servicios al Consumidor de Florida y el Distrito de Control de Mosquitos de Florida Keys.

La Coalición Ambiental de los Cayos de Florida planea tratar de evitar que eso suceda.

“Hemos pedido reiteradamente a Oxitec que trabaje con nosotros para demostrar que la tecnología es segura”, dijo Barry Wray, director ejecutivo de la Coalición Ambiental de los Cayos de Florida, en un comunicado en 2018 después de que Oxitec solicitó su segundo permiso.

“En lugar de recibir la cooperación de Oxitec para proporcionar esta confianza, hemos sido testigos de un patrón de evitación, tergiversación, ofuscación y uso de la influencia del marketing y la política para persuadir a las partes interesadas reguladoras y de la comunidad para que continúen con lo que realmente es un experimento mal diseñado en nuestro público y ecosistemas “, Dijo Wray.

Los lanzamientos de Texas no están programados hasta 2021.

La afirmación de que el gobierno federal ha dado permiso para que una compañía libere mosquitos genéticamente modificados en Florida y Texas es VERDADERA. Pero los permisos aún necesitan la aprobación local.

 


PrisioneroEnArgentina.com

Junio 19, 2020


 

Un médico rural

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 Franz Kafka


Estaba muy preocupado; debía emprender un viaje urgente; un enfermo de gravedad me estaba esperando en un pueblo a diez millas de distancia; una violenta tempestad de nieve azotaba el vasto espacio que nos separaba; yo tenía un coche, un cochecito ligero, de grandes ruedas, exactamente apropiado para correr por nuestros caminos; envuelto en el abrigo de pieles, con mi maletín en la mano, esperaba en el patio, listo para marchar; pero faltaba el caballo… El mío se había muerto la noche anterior, agotado por las fatigas de ese invierno helado; mientras tanto, mi criada corría por el pueblo, en busca de un caballo prestado; pero estaba condenada al fracaso, yo lo sabía, y a pesar de eso continuaba allí inútilmente, cada vez más envarado, bajo la nieve que me cubría con su pesado manto. En la puerta apareció la muchacha, sola, y agitó la lámpara; naturalmente, ¿quién habría prestado su caballo para semejante viaje? Atravesé el patio, no hallaba ninguna solución; distraído y desesperado a la vez, golpeé con el pie la ruinosa puerta de la pocilga, deshabitada desde hacía años. La puerta se abrió, y siguió oscilando sobre sus bisagras. De la pocilga salió una vaharada como de establo, un olor a caballos. Una polvorienta linterna colgaba de una cuerda.

Un individuo, acurrucado en el tabique bajo, mostró su rostro claro, de ojitos azules.

-¿Los engancho al coche? -preguntó, acercándose a cuatro patas.

No supe qué decirle, y me agaché para ver qué había dentro de la pocilga. La criada estaba a mi lado.

-Uno nunca sabe lo que puede encontrar en su propia casa -dijo ésta. Y ambos nos echamos a reír.

-¡Hola, hermano, hola, hermana! -gritó el palafrenero, y dos caballos, dos magníficas bestias de vigorosos flancos, con las piernas dobladas y apretadas contra el cuerpo, las perfectas cabezas agachadas, como las de los camellos, se abrieron paso una tras otra por el hueco de la puerta, que llenaban por completo. Pero una vez afuera se irguieron sobre sus largas patas, despidiendo un espeso vapor.

-Ayúdalo -dije a la criada, y ella, dócil, alargó los arreos al caballerizo. Pero apenas llegó a su lado, el hombre la abrazó y acercó su rostro al rostro de la joven. Esta gritó, y huyó hacia mí; sobre sus mejillas se veían, rojas, las marcas de dos hileras de dientes.

-¡Salvaje! -dije al caballerizo-. ¿Quieres que te azote?

Pero luego pensé que se trataba de un desconocido, que yo ignoraba de dónde venía y que me ofrecía ayuda cuando todos me habían fallado. Como si hubiera adivinado mis pensamientos, no se mostró ofendido por mi amenaza y, siempre atareado con los caballos, sólo se volvió una vez hacia mí.

-Suba -me dijo, y, en efecto, todo estaba preparado.

Advierto entonces que nunca viajé con tan hermoso tronco de caballos, y subo alegremente.

-Yo conduciré, pues tú no conoces el camino -dije.

-Naturalmente -replica-, yo no voy con usted: me quedo con Rosa.

-¡No! -grita Rosa, y huye hacia la casa, presintiendo su inevitable destino; aún oigo el ruido de la cadena de la puerta al correr en el cerrojo; oigo girar la llave en la cerradura; veo además que Rosa apaga todas las luces del vestíbulo y, siempre huyendo, las de las habitaciones restantes, para que no puedan encontrarla.

-Tú vendrás conmigo -digo al mozo-; si no es así, desisto del viaje, por urgente que sea. No tengo intención de dejarte a la muchacha como pago del viaje.

-¡Arre! -grita él, y da una palmada; el coche parte, arrastrado como un leño en el torrente; oigo crujir la puerta de mi casa, que cae hecha pedazos bajo los golpes del mozo; luego mis ojos y mis oídos se hunden en el remolino de la tormenta que confunde todos mis sentidos. Pero esto dura sólo un instante; se diría que frente a mi puerta se encontraba la puerta de la casa de mi paciente; ya estoy allí; los caballos se detienen; la nieve ha dejado de caer; claro de luna en torno; los padres de mi paciente salen ansiosos de la casa, seguidos de la hermana; casi me arrancan del coche; no entiendo nada de su confuso parloteo; en el cuarto del enfermo el aire es casi irrespirable, la estufa humea, abandonada; quiero abrir la ventana, pero antes voy a ver al enfermo. Delgado, sin fiebre, ni caliente ni frío, con ojos inexpresivos, sin camisa, el joven se yergue bajo el edredón de plumas, se abraza a mi cuello y me susurra al oído:

-Doctor, déjeme morir.

Miro en torno; nadie lo ha oído; los padres callan, inclinados hacia adelante, esperando mi sentencia; la hermana me ha acercado una silla para que coloque mi maletín de mano. Lo abro, y busco entre mis instrumentos; el joven sigue alargándome las manos, para recordarme su súplica; tomo un par de pinzas, las examino a la luz de la bujía y las deposito nuevamente.

Sí pienso indignado, en estos casos los dioses nos ayudan, nos mandan el caballo que necesitamos y, dada nuestra prisa, nos agregan otro. Además, nos envían un caballerizo…

En aquel preciso instante me acuerdo de Rosa. ¿Qué hacer? ¿Cómo salvarla? ¿Cómo rescatar su cuerpo del peso de aquel hombre, a diez millas de distancia, con un par de caballos imposibles de manejar? Esos caballos que no sé cómo se han desatado de las riendas, que se abren paso ignoro cómo; que asoman la cabeza por la ventana y contemplan al enfermo, sin dejarse impresionar por las voces de la familia.

-Regresaré en seguida -me digo como si los caballos me invitaran al viaje. Sin embargo, permito que la hermana, que me cree aturdido por el calor, me quite el abrigo de pieles. Me sirven una copa de ron; el anciano me palmea amistosamente el hombro, porque el ofrecimiento de su tesoro justifica ya esta familiaridad. Meneo la cabeza; estallaré dentro del estrecho círculo de mis pensamientos; por eso me niego a beber.

La madre permanece junto al lecho y me invita a acercarme; la obedezco, y mientras un caballo relincha estridentemente hacia el techo, apoyo la cabeza sobre el pecho del joven, que se estremece bajo mi barba mojada. Se confirma lo que ya sabía: el joven está sano, quizá un poco anémico, quizá saturado de café, que su solícita madre le sirve, pero está sano; lo mejor sería sacarlo de un tirón de la cama. No soy ningún reformador del mundo, y lo dejo donde está. Soy un vulgar médico del distrito que cumple con su deber hasta donde puede, hasta un punto que ya es una exageración. Mal pagado, soy, sin embargo, generoso con los pobres. Es necesario que me ocupe de Rosa; al fin y al cabo es posible que el joven tenga razón, y yo también pido que me dejen morir. ¿Qué hago aquí, en este interminable invierno? Mi caballo se ha muerto y no hay nadie en el pueblo que me preste el suyo. Me veré obligado a arrojar mi carruaje en la pocilga; si por casualidad no hubiese encontrado esos caballos, habría tenido que recurrir a los cerdos. Esta es mi situación.

Saludo a la familia con un movimiento de cabeza. Ellos no saben nada de todo esto, y si lo supieran, no lo creerían. Es fácil escribir recetas, pero en cambio es un trabajo difícil entenderse con la gente. Ahora bien, acudí junto al enfermo; una vez más me han molestado inútilmente; estoy acostumbrado a ello; con esa campanilla nocturna todo el distrito me molesta, pero que además tenga que sacrificar a Rosa, esa hermosa muchacha que durante años vivió en mi casa sin que yo me diera cuenta cabal de su presencia… Este sacrificio es excesivo, y tengo que encontrarle alguna solución, cualquier cosa, para no dejarme arrastrar por esta familia que, a pesar de su buena voluntad, no podrían devolverme a Rosa. Pero he aquí que mientras cierro el maletín de mano y hago una señal para que me traigan mi abrigo, la familia se agrupa, el padre olfatea la copa de ron que tiene en la mano, la madre, evidentemente decepcionada conmigo -¿qué espera, pues, la gente?- se muerde, llorosa, los labios, y la hermana agita un pañuelo lleno de sangre; me siento dispuesto a creer, bajo ciertas condiciones, que el joven quizá está enfermo.

Me acerco a él, que me sonríe como si le trajera un cordial… ¡Ah! Ahora los dos caballos relinchan a la vez; ese estrépito ha sido seguramente dispuesto para facilitar mi auscultación; y esta vez descubro que el joven está enfermo. El costado derecho, cerca de la cadera, tiene una herida grande como un platillo, rosada, con muchos matices, oscura en el fondo, más clara en los bordes, suave al tacto, con coágulos irregulares de sangre, abierta como una mina al aire libre. Así es como se ve a cierta distancia. De cerca, aparece peor. ¿Quién puede contemplar una cosa así sin que se le escape un silbido? Los gusanos, largos y gordos como mi dedo meñique, rosados y manchados de sangre, se mueven en el fondo de la herida, la puntean con sus cabecitas blancas y sus numerosas patitas. Pobre muchacho, nada se puede hacer por ti. He descubierto tu gran herida; esa flor abierta en tu costado te mata. La familia está contenta, me ve trabajar; la hermana se lo dice a la madre, ésta al padre, el padre a algunas visitas que entran por la puerta abierta, de puntillas, a través del claro de luna.

-¿Me salvarás? -murmura entre sollozos el joven, deslumbrado por la vista de su herida.

Así es la gente de mi comarca. Siempre esperan que el médico haga lo imposible. Han perdido la antigua fe; el cura se queda en su casa y desgarra sus ornamentos sacerdotales uno tras otro; en cambio, el médico tiene que hacerlo todo, suponen ellos, con sus pobres dedos de cirujano. ¡Como quieran! Yo no les pedí que me llamaran; si pretenden servirse de mí para un designio sagrado, no me negaré a ello. ¿Qué cosa mejor puedo pedir yo, un pobre médico rural, despojado de su criada?

Y he aquí que empiezan a llegar los parientes y todos los ancianos del pueblo, y me desvisten; un coro de escolares, con el maestro a la cabeza, canta junto a la casa una tonada infantil con estas palabras:

Desvístanlo, para que cure,
y si no cura, mátenlo.
Solo es un médico, solo es un médico…

Mírenme: ya estoy desvestido, y, mesándome la barba y cabizbajo, miro al pueblo tranquilamente. Tengo un gran dominio sobre mí mismo; me siento superior a todos y aguanto, aunque no me sirve de nada, porque ahora me toman por la cabeza y los pies y me llevan a la cama del enfermo. Me colocan junto a la pared, al lado de la herida. Luego salen todos del aposento; cierran la puerta, el canto cesa; las nubes cubren la luna; las mantas me calientan, las sombras de las cabezas de los caballos oscilan en el vano de las ventanas.

-¿Sabes -me dice una voz al oído- que no tengo mucha confianza en ti? No importa cómo hayas llegado hasta aquí; no te han llevado tus pies. En vez de ayudarme, me escatimas mi lecho de muerte. No sabes cómo me gustaría arrancarte los ojos.

-En verdad -dije yo-, es una vergüenza. Pero soy médico. ¿Qué quieres que haga? Te aseguro que mi papel nada tiene de fácil.

-¿He de darme por satisfecho con esa excusa? Supongo que sí. Siempre debo conformarme. Vine al mundo con una hermosa herida. Es lo único que poseo.

-Joven amigo -digo-, tu error estriba en tu falta de empuje. Yo, que conozco todos los cuartos de los enfermos del distrito, te aseguro: tu herida no es muy terrible. Fue hecha con dos golpes de hacha, en ángulo agudo. Son muchos los que ofrecen sus flancos, y ni siquiera oyen el ruido del hacha en el bosque. Pero menos aún sienten que el hacha se les acerca.

-¿Es de veras así, o te aprovechas de mi fiebre para engañarme?

-Es cierto, palabra de honor de un médico juramentado. Puedes llevártela al otro mundo.

Aceptó mi palabra, y guardó silencio. Pero ya era hora de pensar en mi libertad. Los caballos seguían en el mismo lugar. Recogí rápidamente mis vestidos, mi abrigo de pieles y mi maletín; no podía perder el tiempo en vestirme; si los caballos corrían tanto como en el viaje de ida, saltaría de esta cama a la mía. Dócilmente, uno de los caballos se apartó de la ventana; arrojé el lío en el coche; el abrigo cayó fuera, y sólo quedó retenido por una manga en un gancho. Ya era bastante. Monté de un salto a un caballo; las riendas iban sueltas, las bestias, casi desuncidas, el coche corría al azar y mi abrigo de pieles se arrastraba por la nieve.

-¡De prisa! -grité-. Pero íbamos despacio, como viajeros, por aquel desierto de nieve, y mientras tanto, de nuevo el canto de los escolares, el canto de los muchachos que se mofaban de mí, se dejó oír durante un buen rato detrás de nosotros:

Alégrense, enfermos,
tienen al médico en su propia cama.

A ese paso nunca llegaría a mi casa; mi clientela está perdida; un sucesor ocupará mi cargo, pero sin provecho, porque no puede reemplazarme; en mi casa cunde el repugnante furor del caballerizo; Rosa es su víctima; no quiero pensar en ello. Desnudo, medio muerto de frío y a mi edad, con un coche terrenal y dos caballos sobrenaturales, voy rodando por los caminos. Mi abrigo cuelga detrás del coche, pero no puedo alcanzarlo, y ninguno de esos enfermos sinvergüenzas levantará un dedo para ayudarme. ¡Se han burlado de mí! Basta acudir una vez a un falso llamado de la campanilla nocturna para que lo irreparable se produzca.

 


PrisioneroEnArgentina.com

Junio 18, 2020


 

Salud y educación: Los pilares falsos de la Cuba de Castro

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El senador demócrata por el Estado de Vermont, Bernard ‘Bernie’ Sanders, elogió hace un par de meses los logros de la Cuba comunista. Sus comentarios de 1985 decían que los cubanos apoyaron al dictador comunista Fidel Castro porque “educó a sus hijos, les brindó atención médica, transformó totalmente la sociedad”. Treinta y cinco años más tarde, Sanders defendió esos comentarios, afirmando que cuando “Fidel Castro llegó al cargo, ¿Y sabes lo que hizo? Tenía un programa masivo de alfabetización”.

Pero Castro no les dio a los cubanos alfabetización. Cuba ya tenía una de las tasas de alfabetización más altas de América Latina en 1950, casi una década antes de que Castro tomara el poder, según datos de las Naciones Unidas (estadísticas de la UNESCO). 

En la Cuba de hoy, los niños son enseñados por maestros mal pagados en escuelas en mal estado. Cuba ha logrado menos progreso educativo que la mayoría de los países latinoamericanos en los últimos 60 años.

Según la UNESCO, Cuba tenía aproximadamente la misma tasa de alfabetización que Costa Rica y Chile en 1950 (cerca del 80 por ciento). Y tiene casi la misma tasa de alfabetización que la que tienen hoy (cerca del 96 por ciento).

Mientras tanto, los países latinoamericanos que en su mayoría eran analfabetos en 1950, como Perú, Brasil, El Salvador y la República Dominicana, hoy en día están alfabetizados, cerrando gran parte de la brecha con Cuba. El Salvador tenía una tasa de alfabetización de menos del 40 por ciento en 1950, pero hoy tiene una tasa de alfabetización del 88 por ciento. Brasil y Perú tenían una tasa de alfabetización de menos del 50 por ciento en 1950, pero hoy, Perú tiene una tasa de alfabetización del 94.5 por ciento y Brasil una tasa de alfabetización del 92.6 por ciento. La tasa de la República Dominicana aumentó de poco más del 40 por ciento al 91.8 por ciento. Si bien Cuba logró un progreso sustancial en la reducción del analfabetismo en los primeros años en el poder de Castro, su sistema educativo se ha estancado desde entonces, incluso cuando gran parte de América Latina mejoró.

Fidel Castro
Bernie Sanders

Contrariamente a la afirmación de Sanders de que Castro “dio” atención médica a los cubanos, ya tenían acceso a la atención médica antes de que él tomara el poder.

Con frecuencia, los médicos brindaban atención médica gratuita a quienes no podían pagarla. 

En cuanto a la atención médica y la educación, Cuba ya estaba cerca de la cima antes de la revolución.

La baja tasa de mortalidad infantil en Cuba es a menudo elogiada, pero ya lideró a la región en esta medida clave en 1953-1958, según los datos recopilados por Carmelo Mesa-Lago, especialista en Cuba y profesor emérito de la Universidad de Pittsburgh.

Cuba lideró a casi todos los países de América Latina en la esperanza de vida en 1959, antes de que los comunistas de Castro tomaran el poder. Pero para 2012, justo después de que Castro renunció como líder del Partido Comunista, los chilenos y los costarricenses vivieron un poco más que los cubanos. En 1960, los chilenos tenían una vida siete años más corta que los cubanos, y los costarricenses vivían más de dos años menos que los cubanos en promedio. En 1960, los mexicanos vivían siete años menos que los cubanos; para 2012, la brecha se había reducido a solo dos años. Hoy en día, la esperanza de vida es prácticamente la misma en Cuba que en Chile y Costa Rica, más prósperos; si acepta las estadísticas oficiales rosadas publicadas por el gobierno comunista de Cuba, que muchas personas no lo hacen. Cuba ha sido acusada creíblemente de ocultar muertes infantiles, y exagerando la vida de sus ciudadanos. Si estas acusaciones son ciertas, los cubanos mueren antes que los chilenos o los costarricenses.                              www.PrisioneroEnArgentina.com

Cuba ha progresado menos en la atención médica y la esperanza de vida que la mayoría de América Latina en los últimos años, debido a su decrépito sistema de atención médica. “Los hospitales en la capital de la isla se están desmoronando literalmente”. A veces, los pacientes “tienen que traer todo con ellos, porque el hospital no proporciona nada. Ni almohadas, sábanas, medicinas, algodón, vendas…

Bajo el comunismo, Cuba también se ha quedado atrás en medidas más generales de desarrollo humano. Como señaló el economista progresista Brad DeLong:

Cuba en 1957 — era un país desarrollado. Cuba en 1957 tenía una mortalidad infantil más baja que Francia, Bélgica, Alemania Occidental, Israel, Japón, Austria, Italia, España y Portugal. Cuba en 1957 tenía médicos y enfermeras: tantos médicos y enfermeras per cápita como los Países Bajos, y más que Gran Bretaña o Finlandia. Cuba en 1957 tenía tantos vehículos per cápita como Uruguay, Italia o Portugal. Cuba en 1957 tenía 45 televisores por cada 1000 personas, la quinta más alta del mundo … ¿Hoy? Hoy la ONU coloca el IDH [Indicadores de desarrollo humano] de Cuba en el rango de … México. (Y Carmelo Mesa-Lago cree que los cálculos de la ONU son seriamente defectuosos: que los pares de HDI de Cuba en la actualidad son lugares como China, Túnez, Irán y Sudáfrica). Por lo tanto, no entiendo a los zurdos que hablan sobre los logros de la Revolución Cubana : ‘… para tener una mejor atención médica, vivienda, educación’.

Cuba era próspera antes de que los comunistas de Castro tomaran el poder: Un informe de las Naciones Unidas (UNESCO) en 1957 señaló que la economía cubana incluía proporcionalmente más trabajadores sindicalizados que en los Estados Unidos. El informe también afirmó que los salarios promedio por un día de ocho horas eran más altos en Cuba que en Bélgica, Dinamarca, Francia, y Alemania. La Habana [antes de Castro] era una ciudad brillante y dinámica. Cuba ocupó el quinto lugar en el hemisferio en ingresos per cápita, tercero en esperanza de vida, segundo en propiedad per cápita de automóviles y teléfonos, primero en número de televisores por habitante. La tasa de alfabetización, 76%, fue la cuarta más alta en América Latina. Cuba ocupó el puesto 11 en el mundo en número de médicos per cápita. Muchas clínicas y hospitales privados brindan servicios a los pobres. La distribución del ingreso de Cuba se comparó favorablemente con la de otras sociedades latinoamericanas. Una próspera clase media tenía la promesa de prosperidad y movilidad social “.

Pero después de que Castro se hizo cargo, la prosperidad llegó a su fin. La destrucción de Cuba en manos de Castro no puede  exagerarse mucho. Saqueó, asesinó y destruyó la nación. Solo un hecho explica todo; Los cubanos alguna vez disfrutaron de uno de los mayores consumos de proteínas en las Américas, pero en 1962 Castro tuvo que introducir tarjetas de racionamiento (carne, 50 gramos diarios), ya que el consumo de alimentos por persona se estrelló a niveles no vistos desde el siglo XIX.

Durante este período de hambre generalizada, Bernie Sanders estaba vendiendo el mito de que el hambre no existía en Cuba. En 1989, publicó una columna en el periódico alegando que la Cuba de Fidel Castro “no tenía hambre, está educando a todos sus niños y brinda atención médica gratuita de alta calidad”.

 


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Junio 19, 2020


 

¿Debe su empleador pagar el alquiler por trabajar desde casa?

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El tribunal suizo dictaminó recientemente que los empleadores deberían contribuir a la renta de los empleados que trabajan desde casa. Pero antes de comenzar a organizar un movimiento estadounidense para luchar por el derecho a vivir en una casa de playa, trabajar a través de Zoom y obligar a su empleador a pagar por dicha casa de playa, considere algunas advertencias.

La decisión suiza solo se aplica a aquellos que se ven obligados a trabajar desde casa en lugar de aquellos que eligen trabajar desde casa. Por supuesto, la línea puede ser borrosa, especialmente en el mundo post-COVID. Un abogado podría argumentar que si el empleador no puede garantizar su seguridad frente a COVID en la oficina, en realidad se ve obligado a trabajar desde su casa y, por lo tanto, en la casa de la playa. Suena loco, pero los tribunales han tenido fallos más locos.

En realidad, olvídate de los tribunales. El Congreso podría aprobar fácilmente algo así en la Ley CARES, la Ley HEROES o uno de los muchos paquetes de ayuda por venir. ¿Es una buena idea llamar a su representante y exigirle a otra persona que pague el alquiler si está trabajando desde su casa? Imagine un puñado de escenarios.

1. Su empleador paga su renta, y se grava como ingreso regular. Si usted es un empleado altamente valorado (es decir, si los ingresos que obtiene aún exceden lo que ahora cuesta emplear), el empleador podría considerar esto como un aumento salarial ordenado por el gobierno, agregar el alquiler a su paquete de compensación total, refunfuñar, y tal vez reducir costos en otro lugar. Ganador: tu. Sin embargo, no se sorprenda si no recibe un aumento pronto. El alquiler acaba de canibalizar su futuro aumento.

2. Su empleador paga su renta, y se grava como su ingreso regular. Sin embargo, usted no tiene el mejor desempeño, y agregar rentas a su paquete de compensación actual lo haría injustificadamente caro. En ese caso, es posible que se le solicite que opte por no trabajar desde su casa (por lo tanto, sin pagos de alquiler), o su compensación regular podría reducirse por el monto del pago del alquiler. ¿Salir? Sin cambios, excepto que en lugar de pagar el alquiler usted mismo, ahora su jefe paga el alquiler. Considere también algunas consecuencias no deseadas, desde que su jefe conozca su estilo de vida hasta los inquilinos que inflan los alquileres bajo la suposición falaz de que no le importa porque no está pagando.

3. Su empleador paga su renta; no se trata como su ingreso regular y, por lo tanto, no está sujeto a impuestos. Tiene un alto rendimiento, por lo que su empleador agrega eso a su paquete de compensación. Es un costo adicional para el empleador (por lo que tendrá que recortar en otro lugar) y un bono libre de impuestos para usted.

4. Su empleador paga el alquiler, no le pagan impuestos, pero no tiene el mejor desempeño que merece un aumento, por lo que para mantener su costo constante, el empleador reduce su salario en la misma cantidad. Por ejemplo, si solía pagar $ 1000 por mes por el alquiler, pero ahora su empleador paga eso y su pago se reduce en $ 12,000 por año, significa que no está pagando impuestos sobre esos $ 12,000. Esto podría traducirse en ahorros de un par de miles de dólares por año.

Por supuesto, hay muchos otros escenarios posibles, especialmente si tratamos de tener en cuenta todas las complejidades de los impuestos estatales y federales, detalles personales, etc. Sin embargo, surgen un par de tendencias.

Primero, bajo cualquier configuración legal, los empleados que se consideran valiosos salen en la cima. Es una verdad hermosa o triste (dependiendo de su punto de vista) que sus habilidades y valor para la empresa son su mejor apuesta en cualquier negociación.

En segundo lugar, si su desempeño no es estelar y usted es el primero en el bloque, esta “ayuda con el alquiler” podría ser el impulso final para que la empresa lo corte. O reduzca su salario en proporción a los pagos de alquiler obligatorios.

Tercero, plantea muchas preguntas, es decir, ¿por qué debería aplicarse esto solo para el alquiler? ¿Qué hay de obligar a un empleador a pagar su hipoteca? ¿Qué pasa si alquila la casa de su amigo y él alquila la suya? ¿Deberían sus empleadores pagar eso también?

Cuarto, si le gusta el escenario donde una parte de sus ingresos no está gravada, ¿por qué pasar por complicados mecanismos de renta para lograrlo? Simplemente reduciendo los impuestos sobre los salarios se obtendría el mismo resultado, sin las complicaciones, los incentivos perversos, etc. Menos impuestos, más paga para llevar a casa, y la gente calculará los alquileres por sí mismos.

Si cree que los alquileres ya son demasiado altos, es probable que pasar el alquiler directamente al empleador los aumente aún más. Para reducir los alquileres, necesitamos desarrollos más densos, leyes de zonificación más fáciles, básicamente, más casas. Pero esa es otra discusión.

PD Y si está pensando en mudarse a Suiza para obtener los beneficios de esta nueva regulación, recuerde que el alquiler real que se le ordenó pagar al empleador es de hasta $ 154 por mes.

 


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Junio 18, 2020


 

LO MÁS VISTO ♦ Junio 18, 2020

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Las noticias más leídas en PrisioneroEnArgentina.com. Las más comentadas, las más polémicas. De que está la gente hablando…

REINICIO Junio 15, 2020 00.00 HORAS 
HORA DE CONTROL Junio 18, 2020 23.23 HORAS

 


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Junio 18, 2020


 

La Importancia de las Fuerzas Armadas para un país

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♦♦

El sábado 13 de junio pasado, el presidente de los Estados  Unidos, DONALD TRUMP, asistió a la academia de West Point donde se realizó la ceremonia de egreso de  1.100 militares. De la misma extraemos unos breves minutos de su alocución como Comandante en Jefe de los nuevos oficiales. Sus palabras sirvan de ejemplo y reflexión a todo aquel que quiera a su país.

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Colaboración: DRA ANDREA PALOMAS ALARCÓN


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Junio 18, 2020


 

MOPOL 1973, POLICÍA Vs. EJÉRCITO, AL FILO DE UNA MASACRE – PARTE TRES (CON VIDEO)

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EN MEMORIA DE LOS QUE MURIERON O FUERON HERIDOS

 Por CLAUDIO KUSSMAN

En ese fatídico 21 de marzo de 1973, que no debió existir, también llegaron a la reunión que se llevaba a cabo en el despacho del Gobernador MIGUÉL MORAGUES, con el General SANCHEZ DE BUSTAMANTE, el General MANUEL HAROLDO POMAR, a cargo de la X Brigada de Infantería y el Coronel CANEDI, los    Inspectores Generales de policía, MARCELO RUCKAUFF y LUIS BARRERA. Intentaban “atemperar” la difícil y peligrosa situación existente.  A estos, el Coronel FEDERICO PEDERNERA Jefe del Regimiento VII de Infantería presente en el lugar, les manifestó que: “se reprimirían a los rebeldes si no desalojaban de inmediato el lugar ocupado”. Fijando un tiempo prudencial, “o de lo contrario se iba a disparar con bazucas”. Los altos jefes regresaron a la jefatura, congregando al personal en uno de los patios e hicieron saber la novedad. Los efectivos en forma casi unánime decidieron que no abandonarían el edificio mientras tanto no se accediera a sus pedidos, aclarando que resistirían hasta las últimas consecuencias, pero sin utilizar las armas, aun cuando el Ejército atacara. Estos conceptos fueron formulados en voz alta por megáfonos y celebrados con aplausos generales. También trascendió que se habrían considerado rehenes al Jefe y Subjefe de policía, que en esos momentos se encontraban en sus despachos. Efectivos policiales de diferentes puntos de la provincia intentaron llegar a la ciudad de La Plata para sumarse a los policías que ocupaban la Jefatura, pero el Ejército había tomado los recaudos del caso, interceptándolos antes de que llegaran a la capital provincial.   Para el atardecer el operativo militar ya contaba con casi 3.000 efectivos. A las 21.20 horas  cortaron el suministro de energía eléctrica a la jefatura y también a 2 cuadras a la redonda. La medida fue parcialmente contrarrestada poniendo en funcionamiento un grupo electrógeno del Cuartel de Bomberos, que daba sobre la calle 3. En medio de la oscuridad 2 tanques treparon los 16 escalones de la escalinata de mármol de carrara, que separaban la acera de la entrada al imponente edificio policial. Luego se detuvieron y dieron paso a un carrier. Esté llegó hasta los 3 grandes portones de ingreso, 2 efectivos de ejército sujetaron uno de ellos con una gruesa cadena y el blindado dio marcha atrás arrancándolo en medio de un ruido ensordecedor, al que se agregaba el rugir de los motores y el fuerte olor del carburante de los blindados. Uno de los vehículos ingresó hasta el primer patio, seguido de efectivos de infantería del Regimiento VII que disparaban ráfagas de ametralladora, intimándose a los ocupantes del lugar a la rendición. Estos para entonces entonaban las estrofas del Himno Nacional replegándose al segundo patio, mientras se escuchaban exhortaciones a mantener la calma para evitar -decían- “hechos imborrables para la institución y para poder seguir logrando adhesión de quienes nos acompañan en esta lucha”. Las tropas militares ocuparon todas las dependencias aledañas al primer patio, estableciéndose allí la jefatura de operaciones. El comando del MOPOL continuó funcionando en otro sector del edificio, mientras tenían lugar nerviosas reuniones, si bien por un momento, la situación había escapado a cualquier tipo de control. – “Cuando efectivos del ejército dispararon ráfagas de ametralladora para asegurar la rendición hubo un episodio muy extraño, ya que se escucharon disparos al parecer por policías que estaban en la calle o desde puestos estratégicos (SIC REVISTA ASÍ)”. En medio de la tensión, confusión, detonaciones, oscuridad y ensordecedor ruido cayó abatido el Cabo Primero del Ejército HECTOR ALVAREZ y herido el Capitán JOSÉ TOLONI GARRIDO junto con una decena de efectivos militares. Del lado policial murieron el Oficial Sub-ayudante (SET) HORACIO EMILIO GUZMÁN con un disparo en el pecho y el Oficial LUIS NOVELLI, de 56 años de edad, jefe de la sección Liquidaciones del Instituto de Previsión Social de la repartición. Este había acudido al lugar para estar con su hijo, que se desempeñaba en la repartición. Algunos policías heridos, por razones obvias, luego fueron asistidos por profesionales de la salud amigos sin que quedara registro alguno en sus legajos.  Sobre las 22.40 horas, las detonaciones que se escuchaban eran aisladas. La confrontación llegaba a su fin y el destino esa noche, ya tenía su cuota de muertos y sangre.  Radio Colonia (Uruguay) fue una de las pocas radios que trasmitió al minuto todos los detalles del sangriento enfrentamiento. Desde la Unidad Regional de Morón, policías se comunicaron con el jefe del informativo para que trasmitiera un mensaje instando a la paz a la vez que reclamaban, sin éxito, la intervención directa del presidente LANUSSE para solucionar el grave conflicto. Su firme actitud negativa fue confirmada con los años cuando, como dijéramos en la primera parte de estos 4 escritos, se presentara en 1985, a prestar declaración testimonial contra sus pares del Ejército en el Juicio a las Juntas Militares.  El aspecto que ofrecía el edificio de la Jefatura en su acceso era de total destrucción. El personal rebelde fue llevado al patio del cuartel de Bomberos (sobre calle 3) donde a las mujeres, en primer lugar, se las liberó, luego a los hombres mayores y finalmente a los uniformados previo desarme. Todos llevaban las manos en alto o sobre la nuca. A las 23 había llegado al lugar el Coronel CANEDI y luego los Generales   SANCHEZ DE BUSTAMANTE y MANUEL HAROLDO POMAR. A la medianoche hubo una pequeña conferencia de prensa, en la que este último como tantas veces hemos escuchado en TODOS los gobiernos, expresó que: “En la policía provincial había buenos y malos elementos. Tendríamos que separar el trigo de la maleza”.

CONTINUARÁ…

 

Claudio Kussman

Comisario Mayor (R) 

Policía Pcia. Buenos Aires

Junio 18, 2020

claudio@PrisioneroEnArgentina.com

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“Uno debe morir con orgullo cuando ya no es posible vivir con orgullo”

Friedrich Nietzsche (1844-1900)

 

 

EN MEMORIA DE TODOS AQUELLOS UNIFORMADOS DE AMBAS INSTITUCIONES, QUE MURIERON, FUERON HERIDOS O TERMINARON PRESOS ESA NOCHE. AÑOS DESPUES POR EL INCREMENTO DEL TERRORISMO, LLEGARIAN TIEMPOS AÚN MÁS DIFICILES. 

SE RECUERDA QUE PRISIONEROENARGENTINA.COM, SIN CENSURA ALGUNA Y SIN LÍMITE DE ESPACIO, ESTÁ ABIERTO A TODO AQUÉL QUE QUIERA EXPRESAR SU PARECER Y SENTIR SOBRE ESTE TEMA O CUALQUIER OTRO QUE RESULTE DE SU INTERÉS.  

 

FUENTES:

Medios Propios

Alberto N. Manfredi (h)

https://www.blogger.com/profile/16287035086383834157

Revista “Así”

Diario “La Razón”

Diario “La Prensa”


 

 


HACIENDO CLIC AQUÍ, PODRÁ INGRESAR AL SITIO DE YOUTUBE https://www.youtube.com/watch?v=b08SsgYICss DONDE PODRÁ VER UN VIDEO DE 5 MINUTOS, PERTENECIENTE A LA EMPRESA DI FILM. 

https://guerraantisubversivaenlaargentina.blogspot.com/2016/06/blog-post_466.html


APENAS PUBLICAMOS LA PRIMERA DE ESTAS NOTAS, A TRAVÉS DE VARIOS MAILS  SE COMUNICÓ CON NOSOTROS  EL SEÑOR AM, QUIEN EN 1973 ERA UN JOVEN ESTUDIANTE. ESTE NOS RELATÓ LO QUE PRESENCIÓ Y LE TOCÓ VIVIR ESE TRÁGICO DÍA EN LA ESQUINA DE 2 Y 51, DE LA CIUDAD DE LA PLATA. RESERVANDO SU IDENTIDAD,  MOSTRAMOS SU  TESTIMONIO. PARA  ÉL  NUESTRO AGRADECIMIENTO POR SU IMPORTANTE COLABORACIÓN.

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¡Hola Claudio! Es muy buena tu nota. Mucha gente ya ni se acuerda.

 

El 21 de marzo de 1973 viví todos esos hechos. En esa época estaba en 3er. año de Ing. Aeronáutica y de Astronomía en la UNLP (Universidad Nacional de La Plata). El día 21 estaba en el piso 8vo. del edificio que se ve en la foto, de 2 y 51, en casa de compañeros. Mientras estudiábamos escuchábamos en la radio los sucesos. Al atardecer, bajé a la esquina para ver de cerca el despliegue. Vinieron tanques de Magdalena (AMX 13 Y AMX 30) en la av. 1, del lado del parque del bosque se desplegó un regimiento con piezas de artillería. Además de uno o dos regimientos de infantería. Adentro había, según decía la radio, unos 7.500 efectivos policiales acuartelados (por sueldos y trato para con ellos). En la esquina donde yo estaba, cerraron la calle 2, casi 51, con bolsas de arena y estaban apostados cerca de 70 entre soldados, suboficiales y oficiales. El jefe era un capitán con walkie-talkie en la mano. Más tarde entraron los tanques a toda velocidad, pero con gran pericia. Un señor que tenía estacionado un Fiat 600 en la esquina suspiraba cada vez que un tanque iba hacia 3 y pasaba rozando, pero sin tocarlo. Se hizo noche. Las negociaciones seguían infructuosas. Un tanque AMX 30 subió las escaleras, escupiendo escalones con las orugas. Con la torreta dada vuelta, intento forzar el enorme portón cerrado con muy gruesas cadenas. No pudo. Subió otro y ataron cadenas al portón y estiraron hasta que se abrió. Entró una sección y luego más. Se escucharon disparos, pocos al principio, pero luego estalló una gran balacera. En el depto. entraron por la persiana unos tiros que se clavaron en el techo. Los vi después, pues yo estaba abajo. Abajo la cosa se puso brava porque casi imperceptiblemente unos terroristas se fueron acercando a 51 viniendo por 2 y balearon por la espalda a los soldados que miraban lo que pasaba hacia el frente. El capitán cayó. Se incorporó como pudo, dio órdenes y con su 45 repelió el ataque. Cayeron algunos, pero de ambos bandos, incluyendo soldados baleados por la espalda. Cuando la reyerta disminuyó consideré que quedarme allí ya era muy peligroso y la toma de la Jefatura ya se había cumplido y no se escuchaban tiros. Emprendí veloz corrida hacia 50 y a mitad de cuadra resbalé en un gran charco de sangre y me caí. Me levanté velozmente y seguí. Doblé por 50 hacia 3 pues yo vivía en 49 entre 5 y 6. Cuando doblé por 50 venía una tanqueta con MAG. Como estaba ensangrentado me zambullí a gran velocidad en un zaguán entreabierto y pasaron raudamente. Salí mirando a todas partes y corrí y llegué a mi casa. Seguí escuchando radio, pero ya todo había terminado, a Dios Gracias. Mientras estuve en el lugar, el tiroteo fue increscendo y fue feroz. No se usó artillería, hasta donde sé. No recuerdo cuántos muertos y heridos, pero mirando los diarios después supe que lo que yo había presenciado en 2 y 51 no salió todo.

 

AM


 


CHATS DEL PRESENTE, RECORDANDO EL MOPOL EN PRIMERA PERSONA

(PARTE TRES)

 

GS— 5/6/2020: SITUACION EN LA PLATA

 Se olvidaron me parece de los Cuerpos de Caballería e Infantería que tomamos la Jefatura y tuvieron que desalojarnos con los tanques del RB VIII al mando del Coronel Ovidio Pablo Richieri y fuimos los únicos sometidos a Tribunales Militares ley 14029 y después amnistiados cuando asumió el PJ, vean los archivos de los sumarios administrativos

GS— Posteriormente pasamos a la Justicia ordinaria y se hizo cargo el juez Penal Roberto Ozafrain

GS— De nuestra situación y los cabecillas que curiosamente en cabezaba un oficial de nuestro curso, moderno, VM—  y otros líderes de Jefatura

GS— Otra curiosidad quien nos proporción las armas porque era Jefe del Depósito, era el Crío Inspector ES—

GS— Como verán la historia que muchos se arreglaron pocos las sufrieron

GS— Digo arrogaron

Coronel Ovidio Pablo Richieri, vuelve al edificio de jefatura, el 16 de diciembre de 1977, como Jefe de Policía.

 

HA—2/6/2020: en aquella época, ¿qué dependencia te tocó tomar a vos?

HA—  A mi  la delegación SIPBA San Martin, con TG— y a JI— la UR III SAN MARTIN, donde marchó con el camión antidisturbios, que apostó apuntando el cañón hidrante hacia su frente edilicio

HA— Hure Alberto: cosa de pendejos imberbes, contagiados por la inminencia del cambio de gobierno

HA— pero dio sus resultados

HA— Los Jefes, nos permitieron, la asonada

HA— triste recuerdo

HA— Los Jefes Regionales, hicieron bajar a los titulares de dependencia a UR, para que los Ofls ocupen las mismas

HA— Todo es Historia

Claudio Kussman— Me tocó la UR Bahía Blanca y el jefe Miguel Irazabal un gran tipo fue compinche. Hubo un Principal, P— con una o dos jerarquías más que nosotros, que quería romper y quemar el edificio, entre 2 o 3 le pegamos una “apretada” en los mismos jardines de la UR y se calmó. Otra época. ¿No hay más fotos principalmente de tanques en la escalinata de jefatura? 

 


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Junio 18, 2020


 

 

NO AL CIERRE DE LOS LICEOS MILITARES

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Ante diferentes versiones de circulación en las redes sociales, la señora Mariel Fernández Siguenza nos hizo llegar su inquietud y la de muchos otros a trevés de Change.org donde se estaban recavando firmas para impedir este cierre.

Es por ello que PrisioneroEnArgentina.com se hace eco de esta solicitud.

 

 

Colaboración: MARIEL FERNÁNDEZ SIGUENZA

 



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Junio 18, 2020



 

El Oficial del incidente del Wendy’s en Atlanta enfrenta la posibilidad de la pena de muerte

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El oficial de policía de Atlanta que disparó y mató a Rayshard Brooks en un estacionamiento de Wendy’s la semana pasada fue acusado de asesinato y otros cargos, anunció el fiscal de distrito del condado de Fulton, Paul Howard.

Paul Howard, fiscal

El otro oficial de policía en la escena también enfrenta tres cargos, incluido asalto agravado, dijo Paul Howard, durante la presentación de los cargos que incluyeron testimonios de los presentes en el lugar del hecho, evidencias visuales y gigantografías.

También abogados particulares se encontraron alli, ya que uno de los disparon impactó en un automóvil con dos persoas que aguardaban para ordear su comida en el restaurante de comidas rápidas.

La decisión llega solo cinco días después de que Brooks recibió dos disparos en la espalda en Atlanta durante un intento de arresto.

El oficial Garrett Rolfe, quien disparó los disparos fatales, ya fue despedido, y el oficial Devin Brosnan, que también estaba en la escena, fue puesto bajo investigación en servicio administrativo.

Brosnan aceptó ser testigo por la fiscalía y recibiría una fianza de 50 mil dólares, mientras que a Rolfe se le denegó el beneficio. 

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Se emitieron órdenes de arresto para los dos y se les pidió que se entregaran mañana jueves antes de las 6:00PM.

El incidente comenzó cuando la policía respondió a un informe de un hombre que dormía en su automóvil en el camino de entrada del restaurante de comida rápida. Después de conversar tranquilamente con los oficiales, probar y reprobar una prueba de alcoholemia, Rayshard Brooks se resistió al arresto cuando los agentes se movieron para esposarlo por sospecha de conducir en estado de ebriedad.

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El ex oficial de policía de Atlanta, Garrett Rolfe, fue acusado de 11 cargos, incluyendo asesinato grave y asalto agravado con un arma mortal, en el asesinato de Rayshard Brooks. Si es declarado culpable, Rolfe enfrenta la posibilidad de la pena de muerte o cadena perpetua. Se han emitido órdenes de arresto contra Rolfe y su compañero oficial Devin Brosnan, quien también estuvo en el lugar y enfrenta tres cargos menores. El fiscal de distrito del condado de Fulton, Paul Howard, dijo que en lugar de brindar atención médica oportuna a Brooks después del tiroteo, como lo exige la política de la ciudad, Rolfe pateó a Brooks mientras yacía en el suelo muriendo y Brosnan se paró sobre su hombro. Brosnan fue acusado de asalto agravado, entre otros delitos, pero según Howard, está cooperando con los fiscales y está dispuesto a testificar contra Rolfe. Howard dijo que esta es la primera vez que sucede en 40 de estos casos. 

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Las imágenes de video muestran a los tres peleando en el suelo antes de que Brooks agarre la pistola Taser de un oficial y comience a huir. Mientras los oficiales lo persiguen, Brooks apunta el Taser sobre su hombro a Rolfe, quien luego le dispara varias veces, según muestra el video de vigilancia. Brooks recibió dos golpes en la espalda y murió en un hospital cercano.

El asesinato policial se produjo en medio de protestas en todo el país que pedían el fin del racismo y la violencia policial contra personas de color. Rolfe ya fue despedida, Brosnan fue puesta en servicio administrativo y la jefa de policía de Atlanta, Erika Shields, renunció a su cargo.

Los familiares de Brooks, que se están preparando para el funeral del padre de 27 años, dicen que los dos oficiales deberían haberlo perseguido mientras huía en lugar de dispararle. Deja a tres hijas, de 1, 2 y 8 años, y un hijastro de 13 años.

Pero algunos líderes policiales dicen que el tiroteo fue justificado y protegido por la ley de Georgia, que permite a una persona usar la fuerza letal “solo si él o ella cree razonablemente que dicha fuerza es necesaria para evitar la muerte o grandes lesiones corporales a sí mismo o una tercera persona “.
Howard le dijo a la prensa a principios de esta semana que los posibles cargos podrían incluir asesinato, delito grave o homicidio voluntario.

“Específicamente, (la pregunta es si) el oficial Rolfe, si sintió o no que el Sr. Brooks, en ese momento, presentaba un daño inminente de muerte o alguna lesión física grave. O la alternativa es si disparó o no simplemente para capturarlo o alguna otra razón “, dijo Howard. “Si ese disparo fue disparado por alguna razón que no sea salvar la vida de ese oficial o evitar lesiones a él u otros, entonces ese tiro no está justificado por la ley”.

 


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Junio 18, 22020


 

Reforma Policial en Estados Unidos

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Antes de la orientación nacional de Washington, los departamentos de policía de todo el país han comenzado a adoptar reformas sobre sí mismos.

Los departamentos de policía en en algunas de las principales ciudades de Estados Unidos como Denver, Chicago y Phoenix han prohibido los estrangulamientos a raíz de la muerte de Floyd.

Y el comisionado de policía de Nueva York anunció esta semana que la unidad contra el crimen, un equipo de aproximadamente 600 oficiales de civil, se disolvería.

Pero estos esfuerzos se verían reforzados por la legislación federal, que podría hacer que las reformas policiales sean obligatorias en todo el país.

Los planes

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Republicanos

Proporciona incentivos para que los departamentos de policía prohíban los estrangulamientos y las redadas policiales no anunciadas, conocidas como “órdenes de no tocar a la puerta”, aunque no llega a prohibiciones directas.
Requiere que las agencias locales de aplicación de la ley denuncien al FBI todas las muertes relacionadas con agentes del orden.

Senador Tim Scott (R)

Ofrece subvenciones para alentar el uso más amplio de cámaras en el cuerpo por los agentes de policía.
Establece una comisión sobre el estatus social de los hombres y niños negros.
Pide al Departamento de Justicia que establezca y brinde capacitación sobre técnicas de reducción de la intensidad de un conflicto o situación potencialmente violenta.

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Demócratas

Prohíbe el uso de estrangulamientos y retenciones carotídeas, destinadas a cortar temporalmente el flujo sanguíneo al cerebro, también conocido como retenciones “durmientes” (Contener hasta desmayar)
Elimina la modalidad de allanamiento sin orden judicial en casas .

Nancy Pellosi, Presidenta de la Cámara de Representantes de los Estados Unidos

Crea un registro nacional para rastrear la mala conducta de la policía y requiere que las agencias de aplicación de la ley informen sobre el uso de la fuerza por parte de los oficiales.
Requiere capacitación sobre prejuicios raciales y prejuicios implícitos a nivel federal entre los departamentos de policía.

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Presidencia

Establece una base de datos nacional para rastrear a los agentes de policía con quejas por uso excesivo de la fuerza.
Proporciona incentivos financieros para que los departamentos de policía se comprometan con las “mejores prácticas”, incluida la prohibición de estrangulamientos, pero no prohíbe directamente la práctica (El oficial actuante determina su su vida esta en peligro para ejercitarla)

Presidente Donald J. Trump

Fomenta el despliegue de trabajadores sociales junto con agentes de policía para abordar casos no violentos, como la salud mental, la adicción y la falta de vivienda.
Prioriza las subvenciones federales a los departamentos de policía que obtienen certificaciones de altos estándares con respecto a la capacitación de reducción de escala y el uso de la fuerza.

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Junio 18, 2020


 

Cachorros en peligro

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Lamentablemente, las agencias federales están alivianando las restricciones sobre la caza de osos, lobos y sus crías en sus guaridas, una decisión que está siendo condenada por los grupos de conservación.

El Servicio de Parques Nacionales y el Servicio de Pesca y Vida Silvestre de EE. UU. emitieron una nueva guía para permitir más caza y captura en múltiples reservas de vida silvestre en todo el estado. Entre la gran cantidad de nuevas reglas se incluye la caza de osos negros, lobos y coyotes, así como sus cachorros y cachorros, en sus guaridas, caribúes en lanchas motoras y osos con cebo en varias reservas nacionales. También permite la caza del oso pardo en “estaciones de cebo registradas” en el Refugio Nacional de Vida Silvestre Kenai de Alaska por primera vez.

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Ambas agencias emitieron declaraciones separadas diciendo que la decisión permite que la ley federal se alinee mejor con la ley estatal. La decisión también revoca las restricciones de la era de Obama sobre la caza y la captura en las reservas nacionales de Alaska.

Los grupos de conservación argumentan que la decisión otorga a los cazadores permiso para usar tácticas crueles en la caza.

“No se necesita habilidad ni astucia para atraer a los osos con rosquillas y disparar caribú desde lanchas motoras”, dijo Ben Williamson, director del programa de World Animal Protection. “La matanza de animales para el disfrute o el deporte no solo causa sufrimiento masivo a la vida silvestre, sino que amenaza ecosistemas y hábitats de vida silvestre completos”.

Rappaport Clark
Williamson
Joseph
Trump

“La administración Trump ha alcanzado sorprendentemente un nuevo mínimo en su tratamiento de la vida silvestre”, dijo el presidente de Defensores de la Vida Silvestre, Jamie Rappaport Clark. “Permitir la matanza de cachorros de oso y cachorros de lobo en sus guaridas es bárbaro e inhumano”.

Mientras tanto, las organizaciones de caza y un consorcio de tribus en el interior de Alaska argumentan que los nuevos tratados apoyan a los cazadores  que solo intentan sobrevivir.

“Las limitaciones anteriores promulgadas en 2015 amenazaron nuestra forma de vida y nuestras prácticas de gestión sostenible de siglos”, dijo Victor Joseph, presidente de la Conferencia de Jefes de Tanana, que representa a 42 tribus en el interior de Alaska, en un comunicado.

 


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Junio 18, 2020


 

El extraño caso de Benjamin Button

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 Por Francis Scott Fitzgerald


 

I

      Hasta 1860 lo correcto era nacer en tu propia casa. Hoy, según me dicen, los grandes dioses de la medicina han establecido que los primeros llantos del recién nacido deben ser emitidos en la atmósfera aséptica de un hospital, preferiblemente en un hospital elegante. Así que el señor y la señora Button se adelantaron cincuenta años a la moda cuando decidieron, un día de verano de 1860, que su primer hijo nacería en un hospital. Nunca sabremos si este anacronismo tuvo alguna influencia en la asombrosa historia que estoy a punto de referirles.
       Les contaré lo que ocurrió, y dejaré que juzguen por sí mismos.
       Los Button gozaban de una posición envidiable, tanto social como económica, en el Baltimore de antes de la guerra. Estaban emparentados con Esta o Aquella Familia, lo que, como todo sureño sabía, les daba el derecho a formar parte de la inmensa aristocracia que habitaba la Confederación. Era su primera experiencia en lo que atañe a la antigua y encantadora costumbre de tener hijos: naturalmente, el señor Button estaba nervioso. Confiaba en que fuera un niño, para poder mandarlo a la Universidad de Yale, en Connecticut, institución en la que el propio señor Button había sido conocido durante cuatro años con el apodo, más bien obvio, de Cuello Duro.
       La mañana de septiembre consagrada al extraordinario acontecimiento se levantó muy nervioso a las seis, se vistió, se anudó una impecable corbata y corrió por las calles de Baltimore hasta el hospital, donde averiguaría si la oscuridad de la noche había traído en su seno una nueva vida.
       A unos cien metros de la Clínica Maryland para Damas y Caballeros vio al doctor Keene, el médico de cabecera, que bajaba por la escalera principal restregándose las manos como si se las lavara —como todos los médicos están obligados a hacer, de acuerdo con los principios éticos, nunca escritos, de la profesión.
       El señor Roger Button, presidente de Roger Button & Company, Ferreteros Mayoristas, echó a correr hacia el doctor Keene con mucha menos dignidad de lo que se esperaría de un caballero del Sur, hijo de aquella época pintoresca.
       —Doctor Keene —llamó—. ¡Eh, doctor Keene!
       El doctor lo oyó, se volvió y se paró a esperarlo, mientras una expresión extraña se iba dibujando en su severa cara de médico a medida que el señor Button se acercaba.
       —¿Qué ha ocurrido? —preguntó el señor Button, respirando con dificultad después de su carrera—. ¿Cómo ha ido todo? ¿Cómo está mi mujer? ¿Es un niño? ¿Qué ha sido? ¿Qué…?
       —Serénese —dijo el doctor Keene ásperamente. Parecía algo irritado.
       —¿Ha nacido el niño? —preguntó suplicante el señor Button.
       El doctor Keene frunció el entrecejo.
       —Diantre, sí, supongo… en cierto modo —y volvió a lanzarle una extraña mirada al señor Button.
       —¿Mi mujer está bien?
       —Sí.
       —¿Es niño o niña?
       —¡Y dale! —gritó el doctor Keene en el colmo de su irritación—. Le ruego que lo vea usted mismo. ¡Es indignante! —la última palabra cupo casi en una sola sílaba. Luego el doctor Keene murmuró—: ¿Usted cree que un caso como éste mejorará mi reputación profesional? Otro caso así sería mi ruina… la ruina de cualquiera.
       —¿Qué pasa? —preguntó el señor Button, aterrado—. ¿Trillizos?
       —¡No, nada de trillizos! —respondió el doctor, cortante—. Puede ir a verlo usted mismo. Y buscarse otro médico. Yo lo traje a usted al mundo, joven, y he sido el médico de su familia durante cuarenta años, pero he terminado con usted. ¡No quiero verle ni a usted ni a nadie de su familia nunca más! ¡Adiós!
       Se volvió bruscamente y, sin añadir palabra, subió a su faetón, que lo esperaba en la calzada, y se alejó muy serio.
       El señor Button se quedó en la acera, estupefacto y temblando de pies a cabeza. ¿Qué horrible desgracia había ocurrido? De repente había perdido el más mínimo deseo de entrar en la Clínica Maryland para Damas y Caballeros. Pero, un instante después, haciendo un terrible esfueFZo, se obligó a subir las escaleras y cruzó la puerta principal.
       Había una enfermera sentada tras una mesa en la penumbra opaca del vestíbulo. Venciendo su vergüenza, el señor Button se le acercó.
       —Buenos días —saludó la enfermera, mirándolo con amabilidad.
       —Buenos días. Soy… Soy el señor Button.
       Una expresión de horror se adueñó del rostro de la chica, que se puso en pie de un salto y pareció a punto de salir volando del vestíbulo: se dominaba gracias a un esfuerzo ímprobo y evidente.
       —Quiero ver a mi hijo —dijo el señor Button.
       La enfermera lanzó un débil grito.
       —¡Por supuesto! —gritó histéricamente—. Arriba. Al final de las escaleras. ¡Suba!
       Le señaló la dirección con el dedo, y el señor Button, bañado en sudor frío, dio media vuelta, vacilante, y empezó a subir las escaleras. En el vestíbulo de arriba se dirigió a otra enfermera que se le acercó con una palangana en la mano.
       —Soy el señor Button —consiguió articular—. Quiero ver a mi…
       ¡Clanc! La palangana se estrelló contra el suelo y rodó hacia las escaleras. ¡Clanc! ¡Clanc! Empezó un metódico descenso, como si participara en el terror general que había desatado aquel caballero.
       —¡Quiero ver a mi hijo! —el señor Button casi gritaba. Estaba a punto de sufrir un ataque.
       ¡Clanc! La palangana había llegado a la planta baja. La enfermera recuperó el control de sí misma y lanzó al señor Button una mirada de auténtico desprecio.
       —De acuerdo, señor Button —concedió con voz sumisa—. Muy bien. ¡Pero si usted supiera cómo estábamos todos esta mañana! ¡Es algo sencillamente indignante! Esta clínica no conservará ni sombra de su reputación después de…
       —¡Rápido! —gritó el señor Button, con voz ronca—. ¡No puedo soportar más esta situación!
       —Venga entonces por aquí, señor Button. Se arrastró penosamente tras ella. Al final de un largo pasillo llegaron a una sala de la que salía un coro de aullidos, una sala que, de hecho, sería conocida en el futuro como la «sala de los lloros». Entraron. Alineadas a lo largo de las pareces había media docena de cunas con ruedas, esmaltadas de blanco, cada una con una etiqueta pegada en la cabecera.
       —Bueno —resopló el señor Button—. ¿Cuál es el mío?
       —Aquél —dijo la enfermera.
       Los ojos del señor Button siguieron la dirección que señalaba el dedo de la enfermera, y esto es lo que vieron: envuelto en una voluminosa manta blanca, casi saliéndose de la cuna, había sentado un anciano que aparentaba unos setenta años. Sus escasos cabellos eran casi blancos, y del mentón le caía una larga barba color humo que ondeaba absurdamente de acá para allá, abanicada por la brisa que entraba por la ventana. El anciano miró al señor Button con ojos desvaídos y marchitos, en los que acechaba una interrogación que no hallaba respuesta.
       —¿Estoy loco? —tronó el señor Button, transformando su miedo en rabia—. ¿O la clínica quiere gastarme una broma de mal gusto?
       —A nosotros no nos parece ninguna broma —replicó la enfermera severamente—. Y no sé si usted está loco o no, pero lo que es absolutamente seguro es que ése es su hijo.
       El sudor frío se duplicó en la frente del señor Button. Cerró los ojos, y volvió a abrirlos, y miró. No era un error: veía a un hombre de setenta años, un recién nacido de setenta años, un recién nacido al que las piernas se le salían de la cuna en la que descansaba.
       El anciano miró plácidamente al caballero y a la enfermera durante un instante, y de repente habló con voz cascada y vieja:
       —¿Eres mi padre? —preguntó.
       El señor Button y la enfermera se llevaron un terrible susto.
       —Porque, si lo eres —prosiguió el anciano quejumbrosamente—, me gustaría que me sacaras de este sitio, o, al menos, que hicieras que me trajeran una mecedora cómoda.
       —Pero, en nombre de Dios, ¿de dónde has salido? ¿Quién eres tú? —estalló el señor Button exasperado.
       —No te puedo decir exactamente quién soy —replicó la voz quejumbrosa—, porque sólo hace unas cuantas horas que he nacido. Pero mi apellido es Button, no hay duda.
       —¡Mientes! ¡Eres un impostor!
       El anciano se volvió cansinamente hacia la enfermera.
       —Bonito modo de recibir a un hijo recién nacido —se lamentó con voz débil—. Dígale que se equivoca, ¿quiere?
       —Se equivoca, señor Button —dijo severamente la enfermera—. Este es su hijo. Debería asumir la situación de la mejor manera posible. Nos vemos en la obligación de pedirle que se lo lleve a casa cuanto antes: hoy, por ejemplo.
       —¿A casa? —repitió el señor Button con voz incrédula.
       —Sí, no podemos tenerlo aquí. No podemos, de verdad. ¿Comprende?
       —Yo me alegraría mucho —se quejó el anciano—. ¡Menudo sitio! Vamos, el sitio ideal para albergar a un joven de gustos tranquilos. Con todos estos chillidos y llantos, no he podido pegar ojo. He pedido algo de comer —aquí su voz alcanzó una aguda nota de protesta— ¡y me han traído una botella de leche!
       El señor Button se dejó caer en un sillón junto a su hijo y escondió la cara entre las manos.
       —¡Dios mío! —murmuró, aterrorizado—. ¿Qué va a decir la gente? ¿Qué voy a hacer?
       —Tiene que llevárselo a casa —insistió la enfermera—. ¡Inmediatamente!
       Una imagen grotesca se materializó con tremenda nitidez ante ios ojos del hombre atormentado: una imagen de sí mismo paseando por las abarrotadas calles de la ciudad con aquella espantosa aparición renqueando a su lado.
       —No puedo hacerlo, no puedo —gimió.
       La gente se pararía a preguntarle, y ¿qué iba a decirles? Tendría que presentar a ese… a ese septuagenario: «Éste es mi hijo, ha nacido esta mañana temprano». Y el anciano se acurrucaría bajo la manta y seguirían su camino penosamente, pasando por delante de las tiendas atestadas y el mercado de esclavos (durante un oscuro instante, el señor Button deseó fervientemente que su hijo fuera negro), por delante de las lujosas casas de los barrios residenciales y el asilo de ancianos…
       —¡Vamos! ¡Cálmese! —ordenó la enfermera.
       —Mire —anunció de repente el anciano—, si cree usted que me voy a ir casa con esta manta, se equivoca de medio a medio.
       —Los niños pequeños siempre llevan mantas.
       Con una risa maliciosa el anciano sacó un pañal blanco.
       —¡Mire! —dijo con voz temblorosa—. Mire lo que me han
       preparado.
       —Los niños pequeños siempre llevan eso —dijo la enfermera remilgadamente.
       —Bueno —dijo el anciano—. Pues este niño no va a llevar nada puesto dentro de dos minutos. Esta manta pica. Me podrían haber dado por los menos una sábana.
       —¡Déjatela! ¡Déjatela! —se apresuró a decir el señor Button. Se volvió hacia la enfermera—. ¿Qué hago?
       —Vaya al centro y cómprele a su hijo algo de ropa.
       La voz del anciano siguió al señor Button hasta el vestíbulo:
       —Y un bastón, papá. Quiero un bastón.
       El señor Button salió dando un terrible portazo.

II

      —Buenos días —dijo el señor Button, nervioso, al dependiente de la mercería Chesapeake—. Quisiera comprar ropa para mi hijo.
       —¿Qué edad tiene su hijo, señor?
       —Seis horas —respondió el señor Button, sin pensárselo dos
       veces.
       —La sección de bebés está en la parte de atrás. —Bueno, no creo… No estoy seguro de lo que busco. Es… es un niño extraordinariamente grande. Excepcionalmente… excepcionalmente grande.
       —Allí puede encontrar tallas grandes para bebés. —¿Dónde está la sección de chicos? —preguntó el señor Button, cambiando desesperadamente de tema. Tenía la impresión de que el dependiente se había olido ya su vergonzoso secreto. —Aquí mismo.
       —Bueno… —el señor Button dudó. Le repugnaba la idea de vestir a su hijo con ropa de hombre. Si, por ejemplo, pudiera encontrar un traje de chico grande, muy grande, podría cortar aquella larga y horrible barba y teñir las canas: así conseguiría disimular los peores detalles, y conservar algo de su dignidad, por no mencionar su posición social en Baltimore.
       Pero la búsqueda afanosa por la sección de chicos fue inútil: no encontró ropa adecuada para el Button que acababa de nacer. Roger Button le echaba la culpa a la tienda, claro está… En semejantes casos lo apropiado es echarle la culpa a la tienda.
       —¿Qué edad me ha dicho que tiene su hijo? —preguntó el dependiente con curiosidad.
       —Tiene… dieciséis años.
       —Ah, perdone. Había entendido seis horas. Encontrará la sección de jóvenes en el siguiente pasillo.
       El señor Button se alejó con aire triste. De repente se paró, radiante, y señaló con el dedo hacia un maniquí del escaparate.
       —¡Aquél! —exclamó—. Me llevo ese traje, el que lleva el maniquí.
       El dependiente lo miró asombrado.
       —Pero, hombre —protestó—, ése no es un traje para chicos. Podría ponérselo un chico, sí, pero es un disfraz. ¡También se lo podría
       poner usted!
       —Envuélvamelo —insistió el cliente, nervioso—. Es lo que buscaba.
       El sorprendido dependiente obedeció.
       De vuelta en la clínica, el señor Button entró en la sala de los recién nacidos y casi le lanzó el paquete a su hijo.
       —Aquí tienes la ropa —le espetó.
       El anciano desenvolvió el paquete y examinó su contenido con mirada burlona.
       —Me parece un poco ridículo —se quejó—. No quiero que me conviertan en un mono de…
       —¡Tú sí que me has convertido en un mono! —estalló el señor Button, feroz—. Es mejor que no pienses en lo ridículo que pareces. Ponte la ropa… o… o te pegaré.
       Le costó pronunciar la última palabra, aunque consideraba
       que era lo que debía decir.
       —De acuerdo, padre —era una grotesca simulación de respeto filial—. Tú has vivido más, tú sabes más. Como tú digas.
       Como antes, el sonido de la palabra «padre» estremeció violentamente al señor Button. —Y date prisa.
       —Me estoy dando prisa, padre.
       Cuando su hijo acabó de vestirse, el señor Button lo miró desolado. El traje se componía de calcecines de lunares, leotardos rosa y una blusa con cintutón y un amplio cuello blanco. Sobre el cuello ondeaba la larga barba blanca, que casi llegaba a la cintura. No producía buen efecto.
       —¡Espera!
       El señor Button empuñó unas tijeras de quirófano y con tres rápidos tijeretazos cercenó gran parte de la barba. Pero, a pesar de la mejora, el conjunto distaba mucho de la perfección. La greña enmarañada que aún quedaba, los ojos acuosos, los dientes de viejo, producían un raro contraste con aquel traje tan alegre. El señor Button, sin embargo, era obstinado. Alargó una mano.
       —¡Vamos! —dijo con severidad.
       Su hijo le cogió de la mano confiadamente.
       —¿Cómo me vas a llamar, papi? —preguntó con voz temblorosa cuando salían de la sala de los recién nacidos—. ¿Nene, a secas, hasta que pienses un nombre mejor?
       El señor Button gruñó.
       —No sé —respondió agriamente—. Creo que te llamaremos Matusalén.

III

      Incluso después de que al nuevo miembro de la familia Button le cortaran el pelo y se lo tiñeran de un negro desvaído y artificial, y lo afeitaran hasta el punto de que le resplandeciera la cara, y lo equiparan con ropa de muchachito hecha a la medida por un sastre estupefacto, era imposible que el señor Button olvidara que su hijo era un triste remedo de primogénito. Aunque encorvado por la edad, Benjamín Button —pues este nombre le pusieron, en vez del más apropiado, aunque demasiado pretencioso, de Matusalén— medía un metro y setenta y cinco centímetros. La ropa no disimulaba la estatura, ni la depilación y el tinte de las cejas ocultaban el hecho de que los ojos que había debajo estaban apagados, húmedos y cansados. Y, en cuanto vio al recién nacido, la niñera que los Button habían contratado abandonó la casa, sensiblemente indignada.
       Pero el señor Button persistió en su propósito inamovible. Bejamin era un niño, y como un niño había que tratarlo. Al principio sentenció que, si a Benjamín no le gustaba la leche templada, se quedaría sin comer, pero, por fin, cedió y dio permiso para que su hijo tomara pan y mantequilla, e incluso, tras un pacto, harina de avena. Un día llevó a casa un sonajero y, dándoselo a Benjamín, insistió, en términos que no admitían réplica, en que debía jugar con él; el anciano cogió el sonajero con expresión de cansancio, y todo el día pudieron oír cómo lo agitaba de vez en cuando obedientemente.
       Pero no había duda de que el sonajero lo aburría, y de que disfrutaba de otras diversiones más reconfortantes cuando estaba solo. Por ejemplo, un día el señor Button descubrió que la semana anterior había fumado muchos más puros de los que acostumbraba, fenómeno que se aclaró días después cuando, al entrar inesperadamente en el cuarto del niño, lo encontró inmerso en una vaga humareda azulada, mientras Benjamín, con expresión culpable, trataba de esconder los restos de un habano. Aquello exigía, como es natural, una buena paliza, pero el señor Button no se sintió con fuerzas para administrarla. Se limitó a advertirle a su hijo que el humo frenaba el crecimiento.
       El señor Button, a pesar de todo, persistió en su actitud. Llevó a casa soldaditos de plomo, llevó trenes de juguete, llevó grandes y preciosos animales de trapo y, para darle veracidad a la ilusión que estaba creando —al menos para sí mismo—, preguntó con vehemencia al dependiente de la juguetería si el pato rosa desteñiría si el niño se lo metía en la boca. Pero, a pesar de los esfuerzos paternos, a Benjamín nada de aquello le interesaba. Se escabullía por las escaleras de servicio y volvía a su habitación con un volumen de la Enciclopedia Británica, ante el que podía pasar absorto una tarde entera, mientras las vacas de trapo y el arca de Noé yacían abandonadas en el suelo. Contra una tozudez semejante, los esfuerzos del señor Button sirvieron de poco.
       Fue enorme la sensación que, en un primer momento, causó en Baltimore. Lo que aquella desgracia podría haberles costado a los Button y a sus parientes no podemos calcularlo, porque el estallido de la Guerra Civil dirigió la atención de los ciudadanos hacia otros asuntos. Hubo quienes, irreprochablemente corteses, se devanaron los sesos para felicitar a los padres; y al fin se les ocurrió la ingeniosa estratagema de decir que el niño se parecía a su abuelo, lo que, dadas las condiciones de normal decadencia comunes a todos los hombres de setenta años, resultaba innegable. A Roger Button y su esposa no les agradó, y el abuelo de Benjamín se sintió terriblemente ofendido.
       Benjamín, en cuanto salió de la clínica, se tomó la vida como venía. Invitaron a algunos niños para que jugaran con él, y pasó una tarde agotadora intentando encontrarles algún interés al trompo y las canicas. Incluso se las arregló para romper, casi sin querer, una ventana de la cocina con un tirachinas, hazaña que complació secretamente a su padre. Desde entonces Benjamín se las ingeniaba para romper algo todos los días, pero hacía cosas así porque era lo que esperaban de él, y porque era servicial por naturaleza.
       Cuando la hostilidad inicial de su abuelo desapareció, Benjamín y aquel caballero encontraron un enorme placer en su mutua compañía. Tan alejados en edad y experiencia, podían pasarse horas y horas sentados, discutiendo como viejos compinches, con monotonía incansable, los lentos acontecimientos de la jornada. Benjamín se sentía más a sus anchas con su abuelo que con sus padres, que parecían tenerle una especie de temor invencible y reverencial, y, a pesar de la autoridad dictatorial que ejercían, a menudo le trataban de usted.
       Benjamín estaba tan asombrado como cualquiera por la avanzada edad física y mental que aparentaba al nacer. Leyó revistas de medicina, pero, por lo que pudo ver, no se conocía ningún caso semejante al suyo. Ante la insistencia de su padre, hizo sinceros esfuerzos por jugar con otros niños, y a menudo participó en los juegos más pacíficos: el fútbol lo trastornaba demasiado, y temía que, en caso de fractura, sus huesos de viejo se negaran a soldarse.
       Cuando cumplió cinco años lo mandaron al parvulario, donde lo iniciaron en el arte de pegar papel verde sobre papel naranja, de hacer mantelitos de colores y construir infinitas cenefas. Tenía propensión a adormilarse, e incluso a dormirse, en mitad de esas tareas, costumbre que irritaba y asustaba a su joven profesora. Para su alivio, la profesora se quejó a sus padres y éstos lo sacaron del colegio. Los Button dijeron a sus amigos que el niño era demasiado pequeño.
       Cuando cumplió doce años los padres ya se habían habituado a su hijo. La fuerza de la costumbre es tan poderosa que ya no se daban cuenta de que era diferente a todos los niños, salvo cuando alguna anomalía curiosa les recordaba el hecho. Pero un día, pocas semanas después de su duodécimo cumpleaños, mientras se miraba al espejo, Benjamin hizo, o creyó hacer, un asombroso descubrimiento. ¿Lo engañaba la vista, o le había cambiado el pelo, del blanco a un gris acero, bajo el tinte, en sus doce años de vida? ¿Era ahora menos pronunciada la red de arrugas de su cara? ¿Tenía la piel más saludable y firme, incluso con algo del buen color que da el invierno? No podía decirlo. Sabía que ya no andaba encorvado y que sus condiciones físicas habían mejorado desde sus primeros días de vida.
       —¿Será que…? —pensó en lo más hondo, o, más bien, apenas se atrevió a pensar.
       Fue a hablar con su padre.
       —Ya soy mayor —anunció con determinación—. Quiero ponerme pantalones largos.
       Su padre dudó.
       —Bueno —dijo por fin—, no sé. Catorce años es la edad adecuada para ponerse pantalones largos, y tú sólo tienes doce.
       —Pero tienes que admitir —protestó Benjamin— que estoy muy grande para la edad que tengo.
       Su padre lo miró, fingiendo entregarse a laboriosos cálculos.
       —Ah, no estoy muy seguro de eso —dijo—. Yo era tan grande como tú a los doce años.
       No era verdad: aquella afirmación formaba parte del pacto secreto que Roger Button había hecho consigo mismo para creer en la normalidad de su hijo.
       Llegaron por fin a un acuerdo. Benjamin continuaría tiñéndose el pelo, pondría más empeño en jugar con los chicos de su edad y no usaría las gafas ni llevaría bastón por la calle. A cambio de tales concesiones, recibió permiso para su primer traje de pantalones largos.

IV

      No me extenderé demasiado sobre la vida de Benjamin Button entre los doce y los veinte años. Baste recordar que fueron años de normal decrecimiento. Cuando Benjamin cumplió los dieciocho estaba tan derecho como un hombre de cincuenta; tenía más pelo, gris oscuro; su paso era firme, su voz había perdido el temblor cascado: ahora era más baja, la voz de un saludable barítono. Así que su padre lo mandó a Connecticut para que hiciera el examen de ingreso en la Universidad de Yale. Benjamin superó el examen y se convirtió en alumno de primer curso.
       Tres días después de matricularse recibió una notificación del señor Hart, secretario de la Universidad, que lo citaba en su despacho para establecer el plan de estudios. Benjamin se miró al espejo: necesitaba volver a tintarse el pelo. Pero, después de buscar angustiosamente en el cajón de la cómoda, descubrió que no estaba la botella de tinte marrón. Se acordó entonces: se le había terminado el día anterior y la había tirado.
       Estaba en apuros. Tenía que presentarse en el despacho del secretario dentro de cinco minutos. No había solución: tenía que ir tal y como estaba. Y fue.
       —Buenos días —dijo el secretario educadamente—. Habrá venido para interesarse por su hijo.
       —Bueno, la verdad es que soy Button —empezó a decir Benjamin, pero el señor Hart lo interrumpió.
       —Encantando de conocerle, señor Button. Estoy esperando a su hijo de un momento a otro.
       —¡Soy yo! —explotó Benjamin—. Soy alumno de primer curso.
       —¿Cómo?
       —Soy alumno de primero.
       —Bromea usted, claro.
       —En absoluto.
       El secretario frunció el entrecejo y echó una ojeada a una ficha que tenía delante.
       —Bueno, según mis datos, el señor Benjamin Button tiene dieciocho años.
       —Esa edad tengo —corroboró Benjamin, enrojeciendo un poco.
       El secretario lo miró con un gesto de fastidio.
       —No esperará que me lo crea, ¿no?
       Benjamín sonrió con un gesto de fastidio.
       —Tengo dieciocho años —repitió.
       El secretario señaló con determinación la puerta.
       —Fuera —dijo—. Vayase de la universidad y de la ciudad. Es usted un lunático peligroso.
       —Tengo dieciocho años.
       El señor Hart abrió la puerta.
       —¡Qué ocurrencia! —gritó—. Un hombre de su edad intentando matricularse en primero. Tiene dieciocho años, ¿no? Muy bien le doy dieciocho minutos para que abandone la ciudad.
       Benjamin Button salió con dignidad del despacho, y media docena de estudiantes que esperaban en el vestíbulo lo siguieron intrigados con la mirada. Cuando hubo recorrido unos metros, se volvió y, enfrentándose al enfurecido secretario, que aún permanecía en la puerta, repitió con voz firme:
       —Tengo dieciocho años.
       Entre un coro de risas disimuladas, procedente del grupo de estudiantes, Benjamin salió.
       Pero no quería el destino que escapara con tanta facilidad. En su melancólico paseo hacia la estación de ferrocarril se dio cuenta de que lo seguía un grupo, luego un tropel y por fin una muchedumbre de estudiantes. Se había corrido la voz de que un lunático había aprobado el examen de ingreso en Yale y pretendía hacerse pasar por un joven de dieciocho años. Una excitación febril se apoderó de la universidad. Hombres sin sombrero se precipitaban fuera de las aulas, el equipo de fútbol abandonó el entrenamiento y se unió a la multitud, las esposas de los profesores, con la cofia torcida y el polisón mal puesto, corrían y gritaban tras la comitiva, de la que procedía una serie incesante de comentarios dirigidos a los delicados sentimientos de Benjamin Button.
       —¡Debe ser el Judío Errante!
       —¡A su edad debería ir al instituto!
       —¡Mirad al niño prodigio!
       —¡Creería que esto era un asilo de ancianos!
       —¡Que se vaya a Harvard!
       Benjamin aceleró el paso y pronto echó a correr. ¡Ya les enseñaría! ¡Iría a Harvard, y se arrepentirían de aquellas burlas irreflexivas!
       A salvo en el tren de Baltimore, sacó la cabeza por la ventanilla.
       —¡Os arrepentiréis! —gritó.
       —Ja, ja! —rieron los estudiantes—. Ja, ja, ja!
       Fue el mayor error que la Universidad de Yale haya cometido en su historia.

V

      En 1880 Benjamin Button tenía veinte años, y celebró su cumpleaños comenzando a trabajar en la empresa de su padre, Roger Button & Company, Ferreteros Mayoristas. Aquel año también empezó a alternar en sociedad: es decir, su padre se empeñó en llevarlo a algunos bailes elegantes. Roger Button tenía entonces cincuenta años, y él y su hijo se entendían cada vez mejor. De hecho, desde que Benjamin había dejado de tintarse el pelo, todavía canoso, parecían más o menos de la misma edad, y podrían haber pasado por hermanos.
       Una noche de agosto salieron en el faetón vestidos de etiqueta, camino de un baile en la casa de campo de los Shevlin, justo a la salida de Baltimore. Era una noche magnífica. La luna llena bañaba la carretera con un apagado color platino, y, en el aire inmóvil, la cosecha de flores tardías exhalaba aromas que eran como risas suaves, con sordina. Los campos, alfombrados de trigo reluciente, brillaban como si fuera de día. Era casi imposible no emocionarse ante la belleza del cielo, casi imposible.
       —El negocio de la mercería tiene un gran futuro —estaba diciendo Roger Button. No era un hombre espiritual: su sentido de la estética era rudimentario—. Los viejos ya tenemos poco que aprender —observó profundamente—. Sois vosotros, los jóvenes con energía y vitalidad, los que tenéis un gran futuro por delante.
       Las luces de la casa de campo de los Shevlin surgieron al final del camino. Ahora les llegaba un rumor, como un suspiro inacabable: podía ser la queja de los violines o el susurro del trigo plateado bajo la luna.
       Se detuvieron tras un distinguido carruaje cuyos pasajeros se apeaban ante la puerta. Bajó una dama, la siguió un caballero de mediana edad, y por fin apareció otra dama, una joven bella como el pecado. Benjamin se sobresaltó: fue como si una transformación química disolviera y recompusiera cada partícula de su cuerpo. Se apoderó de él cierta rigidez, la sangre le afluyó a las mejillas y a la frente, y sintió en los oídos el palpitar constante de la sangre. Era el primer amor.
       La chica era frágil y delgada, de cabellos cenicientos a la luz de la luna y color miel bajo las chisporroteantes lámparas del pórtico. Llevaba echada sobre los hombros una mantilla española del amarillo más pálido, con bordados en negro; sus pies eran relucientes capullos que asomaban bajo el traje con polisón.
       Roger Button se acercó confidencialmente a su hijo.
       —Ésa —dijo— es la joven Hildegarde Moncrief, la hija del general Moncrief.
       Benjamin asintió con frialdad.
       —Una criatura preciosa —dijo con indiferencia. Pero, en cuanto el criado negro se hubo llevado el carruaje, añadió—: Podrías presentármela, papá.
       Se acercaron a un grupo en el que la señorita Moncrief era el centro. Educada según las viejas tradiciones, se inclinó ante Benjamin. Sí, le concedería un baile. Benjamín le dio las gracias y se alejó Se alejó tambaleándose.
       La espera hasta que llegara su turno se hizo interminablemente larga. Benjamin se quedó cerca de la pared, callado, inescrutable, mirando con ojos asesinos a los aristocráticos jóvenes de Baltimore que mariposeaban alrededor de Hildegarde Moncrief con caras de apasionada admiración. ¡Qué detestables le parecían a Benjamin; qué intolerablemente sonrosados! Aquellas barbas morenas y rizadas le provocaban una sensación parecida a la indigestión.
       Pero cuando llegó su turno, y se deslizaba con ella por la movediza pista de baile al compás del último vals de París, la angustia y los celos se derritieron como un manto de nieve. Ciego de placer, hechizado, sintió que la vida acababa de empezar.
       —Usted y su hermano llegaron cuando llegábamos nosotros, ¿verdad? —preguntó Hildegarde, mirándolo con ojos que brillaban como esmalte azul.
       Benjamin dudó. Si Hildegarde lo tomaba por el hermano de su padre, ¿debía aclarar la confusión? Recordó su experiencia en Yale, y decidió no hacerlo. Sería una descortesía contradecir a una dama; sería un crimen echar a perder aquella exquisita oportunidad con la grotesca historia de su nacimiento. Más tarde, quizá. Así que asintió, sonrió, escuchó, fue feliz.
       —Me gustan los hombres de su edad —decía Hildegarde—. Los jóvenes son tan tontos… Me cuentan cuánto champán bebieron en la universidad, y cuánto dinero perdieron jugando a las cartas. Los hombres de su edad saben apreciar a las mujeres.
       Benjamin sintió que estaba a punto de declararse. Dominó la tentación con esfuerzo.
       —Usted está en la edad romántica —continuó Hildegarde—. Cincuenta años. A los veinticinco los hombres son demasiado mundanos; a los treinta están atosigados por el exceso de trabajo. Los cuarenta son la edad de las historias largas: para contarlas se necesita un puro entero; los sesenta… Ah, los sesenta están demasiado cerca de los setenta, pero los cincuenta son la edad de la madurez. Me encantan los cincuenta.
       Los cincuenta le parecieron a Benjamin una edad gloriosa. Deseó apasionadamente tener cincuenta años.
       —Siempre lo he dicho —continuó Hildegarde—: prefiero casarme con un hombre de cincuenta años y que me cuide, a casarme con uno de treinta y cuidar de él.
       Para Benjamin el resto de la velada estuvo bañado por una neblina color miel. Hildegarde le concedió dos bailes más, y descubrieron que estaban maravillosamente de acuerdo en todos los temas de actualidad. Darían un paseo en calesa el domingo, y hablarían más detenidamente.
       Volviendo a casa en el faetón, justo antes de romper el alba, cuando empezaban a zumbar las primeras abejas y la luna consumida brillaba débilmente en la niebla fría, Benjamin se dio cuenta vagamente de que su padre estaba hablando de ferretería al por mayor.
       —¿Qué asunto propones que tratemos, además de los clavos y los martillos? —decía el señor Button.
       —Los besos —respondió Benjamin, distraído.
       —¿Los pesos? —exclamó Roger Button—. ¡Pero si acabo de hablar de pesos y básculas!
       Benjamin lo miró aturdido, y el cielo, hacia el este, reventó de luz, y una oropéndola bostezó entre los árboles que pasaban veloces…

VI

      Cuando, seis meses después, se supo la noticia del enlace entre la señorita Hildegarde Moncrief y el señor Benjamín Button (y digo «se supo la noticia» porque el general Moncrief declaró que prefería arrojarse sobre su espada antes que anunciarlo), la conmoción de la alta sociedad de Baltimore alcanzó niveles febriles. La casi olvidada historia del nacimiento de Benjamín fue recordada y propalada escandalosamente a los cuatro vientos de los modos más picarescos e increíbles. Se dijo que, en realidad, Benjamin era el padre de Roger Button, que era un hermano que había pasado cuarenta años en la cárcel, que era el mismísimo John Wilkes Booth disfrazado… y que dos cuernecillos despuntaban en su cabeza.
       Los suplementos dominicales de los periódicos de Nueva York explotaron el caso con fascinantes ilustraciones que mostraban la cabeza de Benjamin Button acoplada al cuerpo de un pez o de una serpiente, o rematando una estatua de bronce. Llegó a ser conocido en el mundo periodístico como El Misterioso Hombre de Maryland. Pero la verdadera historia, como suele ser normal, apenas tuvo difusión.
       Como quiera que fuera, todos coincidieron con el general Moncrief: era un crimen que una chica encantadora, que podía haberse casado con el mejor galán de Baltimore, se arrojara en brazos de un hombre que tenía por lo menos cincuenta años. Fue inútil que el señor Roger Button publicara el certificado de nacimiento de su hijo en grandes caracteres en el Blaze de Baltimore. Nadie lo creyó. Bastaba tener ojos en la cara y mirar a Benjamin.
       Por lo que se refiere a las dos personas a quienes más concernía el asunto, no hubo vacilación alguna. Circulaban tantas historias falsas acerca de su prometido, que Hildegarde se negó terminantemente a creer la verdadera. Fue inútil que el general Moncrief le señalara el alto índice de mortalidad entre los hombres de cincuenta años, o, al menos, entre los hombres que aparentaban cincuenta años; e inútil que le hablara de la inestabilidad del negocio de la ferretería al por mayor. Hildegarde eligió casarse con la madurez… y se casó.

VII

      En una cosa, al menos, los amigos de Hildegarde Moncrief se equivocaron. El negocio de ferretería al por mayor prosperó de manera asombrosa. En los quince años que transcurrieron entre la boda de Benjamin Button, en 1880, y la jubilación de su padre, en 1895, la fortuna familiar se había duplicado, gracias en gran medida al miembro más joven de la firma.
       No hay que decir que Baltimore acabó acogiendo a la pareja en su seno. Incluso el anciano general Moncrief llegó a reconciliarse con su yerno cuando Benjamin le dio el dinero necesario para sacar a la luz su Historia de la Guerra Civil en treinta volúmenes, que había sido rechazada por nueve destacados editores.
       Quince años provocaron muchos cambios en el propio Benjamin. Le parecía que la sangre le corría con nuevo vigor por las venas. Empezó a gustarle levantarse por la mañana, caminar con paso enérgico por la calle concurrida y soleada, trabajar incansablemente en sus envíos de martillos y sus cargamentos de clavos. Fue en 1890 cuando logró su mayor éxito en los negocios: lanzó la famosa idea de que todos los clavos usados para clavar cajas destinadas al transporte de clavos son propiedad del transportista, propuesta que, con rango de proyecto de ley, fue aprobada por el presidente del Tribunal Supremo, el señor Fossile, y ahorró a Roger Button & Company, Ferreteros Mayoristas, más de seiscientos clavos anuales.
       Y Benjamin descubrió que lo atraía cada vez más el lado alegre de la vida. Típico de su creciente entusiasmo por el placer fue el hecho de que se convirtiera en el primer hombre de la ciudad de Baltimore que poseyó y condujo un automóvil. Cuando se lo encontraban por la calle, sus coetáneos lo miraban con envidia, tal era su imagen de salud y vitalidad.
       —Parece que está más joven cada día —observaban. Y, si el viejo Roger Button, ahora de sesenta y cinco años, no había sabido darle a su hijo una bienvenida adecuada, acabó reparando su falta colmándolo de atenciones que rozaban la adulación.
       Llegamos a un asunto desagradable sobre el que pasaremos lo más rápidamente posible. Sólo una cosa preocupaba a Benjamin Button: su mujer había dejado de atraerle.
       En aquel tiempo Hildegarde era una mujer de treinta y cinco años, con un hijo, Roscoe, de catorce. En los primeros días de su matrimonio Benjamín había sentido adoración por ella. Pero, con los años su cabellera color miel se volvió castaña, vulgar, y el esmalte azul de sus ojos adquirió el aspecto de la loza barata. Además, y por encima de todo, Hildegarde había ido moderando sus costumbres, demasiado plácida, demasiado satisfecha, demasiado anémica en sus manifestaciones de entusiasmo: sus gustos eran demasiado sobrios. Cuando eran novios ella era la que arrastraba a Benjamín a bailes y cenas; pero ahora era al contrario. Hildegarde lo acompañaba siempre en sociedad, pero sin entusiasmo, consumida ya por esa sempiterna inercia que viene a vivir un día con nosotros y se queda a nuestro lado hasta el final.
       La insatisfacción de Benjamín se hizo cada vez más profunda. Cuando estalló la Guerra Hispano-Norteamericana en 1898, su casa le ofrecía tan pocos atractivos que decidió alistarse en el ejército. Gracias a su influencia en el campo de los negocios, obtuvo el grado de capitán, y demostró tanta eficacia que fue ascendido a mayor y por fin a teniente coronel, justo a tiempo para participar en la famoso carga contra la colina de San Juan. Fue herido levemente y mereció una medalla.
       Benjamin estaba tan apegado a las actividades y las emociones del ejército, que lamentó tener que licenciarse, pero los negocios exigían su atención, así que renunció a los galones y volvió a su ciudad. Una banda de música lo recibió en la estación y lo escoltó hasta su casa.

VIII

      Hildegarde, ondeando una gran bandera de seda, lo recibió en el porche, y en el momento preciso de besarla Benjamin sintió que el corazón le daba un vuelco: aquellos tres años habían tenido un precio. HÜdelgarde era ahora una mujer de cuarenta años, y una tenue sombra gris se insinuaba ya en su pelo. El descubrimiento lo entristeció.
       Cuando llegó a su habitación, se miró en el espejo: se acercó más y examinó su cara con ansiedad, comparándola con una foto en la que aparecía en uniforme, una foto de antes de la guerra.
       —¡Dios santo! —dijo en voz alta. El proceso continuaba. No había la más mínima duda: ahora aparentaba tener treinta años. En vez de alegrarse, se preocupó: estaba rejuveneciendo. Hasta entonces había creído que, cuando alcanzara una edad corporal equivalente a su edad en años, cesaría el fenómeno grotesco que había caracterizado su nacimiento. Se estremeció. Su destino le pareció horrible, increíble.
       Volvió a la planta principal. Hildegarde lo estaba esperando: parecía enfadada, y Benjamin se preguntó si habría descubierto al fin que pasaba algo malo. E, intentado aliviar la tensión, abordó el asunto durante la comida, de la manera más delicada que se le ocurrió.
       —Bueno —observó en tono desenfadado—, todos dicen que parezco más joven que nunca.
       Hildegarde lo miró con desdén. Y sollozó.
       —¿Y te parece algo de lo que presumir?
       —No estoy presumiendo —aseguró Benjamin, incómodo.
       Ella volvió a sollozar.
       —Vaya idea —dijo, y agregó un instante después—: Creía que tendrías el suficiente amor propio como para acabar con esto.
       —¿Y cómo? —preguntó Benjamin.
       —No voy a discutir contigo —replicó su mujer—. Pero hay una manera apropiada de hacer las cosas y una manera equivocada. Si tú has decidido ser distinto a todos, me figuro que no puedo impedírtelo, pero la verdad es que no me parece muy considerado por tu parte.
       —Pero, Hildegarde, ¡yo no puedo hacer nada!
       —Sí que puedes. Pero eres un cabezón, sólo eso. Estás convencido de que tienes que ser distinto. Has sido siempre así y lo seguiras siendo. Pero piensa, sólo un momento, qué pasaría si todos compartieran tu manera de ver las cosas… ¿Cómo sería el mundo?
       Se trababa de una discusión estéril, sin solución, así que Benjamín no contestó, y desde aquel instante un abismo comenzó a abrirse entre ellos. Y Benjamín se preguntaba qué fascinación podía haber ejercido Hildegarde sobre él en otro tiempo.
       Y, para ahondar la brecha, Benjamín se dio cuenta de que, a medida que el nuevo siglo avanzaba, se fortalecía su sed de diversiones. No había fiesta en Baltimore en la que no se le viera bailar con las casadas más hermosas y charlar con las debutantes más solicitadas, disfrutando de los encantos de su compañía, mientras su mujer, como una viuda de mal agüero, se sentaba entre las madres y las tías vigilantes, para observarlo con altiva desaprobación, o seguirlo con ojos solemnes, perplejos y acusadores.
       —¡Mira! —comentaba la gente—. ¡Qué lástima! Un joven de esa edad casado con una mujer de cuarenta y cinco años. Debe de tener por lo menos veinte años menos que su mujer.
       Habían olvidado —porque la gente olvida inevitablemente— que ya en 1880 sus papas y mamas también habían hecho comentarios sobre aquel matrimonio mal emparejado.
       Pero la gran variedad de sus nuevas aficiones compensaba la creciente infelicidad hogareña de Benjamín. Descubrió el golf, y obtuvo grandes éxitos. Se entregó al baile: en 1906 era un experto en el boston, y en 1908 era considerado un experto del maxixe, mientras que en 1909 su castle walk fue la envidia de todos los jóvenes de la ciudad.
       Su vida social, naturalmente, se mezcló hasta cierto punto con sus negocios, pero ya llevaba veinticinco años dedicado en cuerpo y alma a la ferretería al por mayor y pensó que iba siendo hora de que se hiciera cargo del negocio su hijo Roscoe, que había terminado sus estudios en Harvard.
       Y, de hecho, a menudo confundían a Benjamín con su hijo. Semejante confusión agradaba a Benjamín, que olvidó pronto el miedo insidioso que lo había invadido a su regreso de la Guerra Hispano-Norteamericana: su aspecto le producía ahora un placer ingenuo. Sólo tenía una contraindicación aquel delicioso ungüento: detestaba aparecer en público con su mujer. Hildegarde tenía casi cincuenta años, y, cuando la veía, se sentía completamente absurdo.

IX

      Un día de septiembre de 1910 —pocos años después de que el joven Roscoe Button se hicera cargo de la Roger Button & Company, Ferreteros Mayoristas— un hombre que aparentaba unos veinte años se matriculó como alumno de primer curso en la Universidad de Harvard, en Cambridge. No cometió el error de anunciar que nunca volvería a cumplir los cincuenta, ni mencionó el hecho de que su hijo había obtenido su licenciatura en la misma institución diez años antes.
       Fue admitido, y, casi desde el primer día, alcanzó una relevante posición en su curso, en parte porque parecía un poco mayor que los otros estudiantes de primero, cuya media de edad rondaba los dieciocho años.
       Pero su éxito se debió fundamentalmente al hecho de que en el partido de fútbol contra Yale jugó de forma tan brillante, con tanto brío y tanta furia fría e implacable, que marcó siete touchdowns y catorce goles de campo a favor de Harvard, y consiguió que los once hombres de Yale fueran sacados uno a uno del campo, inconscientes. Se convirtió en el hombre más célebre de la universidad.
       Aunque parezca raro, en tercer curso apenas si fue capaz de formar parte del equipo. Los entrenadores dijeron que había perdido peso, y los más observadores repararon en que no era tan alto como antes. Ya no marcaba touchdowns. Lo mantenían en el equipo con la esperanza de que su enorme reputación sembrara el terror y la desorganización en el equipo de Yale.
       En el último curso, ni siquiera lo incluyeron en el equipo. Se había vuelto tan delgado y frágil que un día unos estudiantes de segundo lo confundieron con un novato, incidente que lo humilló profundamente. Empezó a ser conocido como una especie de prodigio —un alumno de los últimos cursos que quizá no tenía más de dieciséis años— y a menudo lo escandalizaba la mundanería de algunos de sus compañeros. Los estudios le parecían más difíciles, demasiado avanzados. Había oído a sus compañeros hablar del San Midas, famoso colegio preuniversitario, en el que muchos de ellos se habían preparado para la Universidad, y decidió que, cuando acabara la licenciatura, se matricularía en el San Midas, donde, entre chicos de su complexión, estaría más protegido y la vida sería más agradable.
       Terminó los estudios en 1914 y volvió a su casa, a Baltimore, con el título de Harvard en el bolsillo. Hildegarde residía ahora en Italia, así que Benjamin se fue a vivir con su hijo, Roscoe. Pero, aunque fue recibido como de costumbre, era evidente que el afecto de su hijo se había enfriado: incluso manifestaba cierta tendencia a considerar un estorbo a Benjamin, cuando vagaba por la casa presa de melancolías de adolescente. Roscoe se había casado, ocupaba un lugar prominente en la vida social de Baltimore, y no deseaba que en torno a su familia se suscitara el menor escándalo.
       Benjamin ya no era persona grata entre las debutantes y los universitarios más jóvenes, y se sentía abandonado, muy solo, con la única compañía de tres o cuatro chicos de la vecindad, de catorce o quince años. Recordó el proyecto de ir al colegio de San Midas.
       —Oye —le dijo a Roscoe un día—, ¿cuántas veces tengo que decirte que quiero ir al colegio?
       —Bueno, pues ve, entonces —abrevió Roscoe. El asunto le desagradaba, y deseaba evitar la discusión.
       —No puedo ir solo —dijo Benjamin, vulnerable—. Tienes que matricularme y llevarme tú.
       —No tengo tiempo —declaró Roscoe con brusquedad. Entrecerró los ojos y miró preocupado a su padre—. El caso es —añadió— que ya está bien: podrías pararte ya, ¿no? Sería mejor… —se interrumpió, y su cara se volvió roja mientras buscaba las palabras—. Tienes que dar un giro de ciento ochenta grados: empezar de nuevo, pero en dirección contraria. Esto ya ha ido demasiado lejos para ser una broma. Ya no tiene gracia. Tú… ¡Ya es hora de que te portes bien!
       Benjamin lo miró, al borde de las lágrimas.
       —Y otra cosa —continuó Roscoe—: cuando haya visitas en casa, quiero que me llames tío, no Roscoe, sino tío, ¿comprendes? Parece absurdo que un niño de quince años me llame por mi nombre de pila. Quizá harías bien en llamarme tío siempre, así te acostumbrarías.
       Después de mirar severamente a su padre, Roscoe le dio la espalda.

X

      Cuando terminó esta discusión, Benjamin, muy triste, subió a su dormitorio y se miró al espejo. No se afeitaba desde hacía tres meses, pero apenas si se descubría en la cara una pelusilla incolora, que no valía la pena tocar. La primera vez que, en vacaciones, volvió de Harvad, Roscoe se había atrevido a sugerirle que debería llevar gafas y una barba postiza pegada a las mejillas: por un momento pareció que iba a repetirse la farsa de sus primeros años. Pero la barba le picaba, y le daba vergüenza. Benjamin lloró, y Roscoe había acabado cediendo a regañadientes.
       Benjamin abrió un libro de cuentos para niños, Los boy scouts en la bahía de Bimini, y comenzó a leer. Pero no podía quitarse de la cabeza la guerra. Hacía un mes que Estados Unidos se había unido a la causa aliada, y Benjamin quería alistarse, pero, ay, dieciséis años eran la edad mínima, y Benjamin no parecía tenerlos. De cualquier modo, su verdadera edad, cincuenta y cinco años, también lo inhabilitaba para el ejército.
       Llamaron a la puerta y el mayordomo apareció con una carta con gran membrete oficial en una esquina, dirigida al señor Benjamin Button. Benjamin la abrió, rasgando el sobre con impaciencia, y leyó la misiva con deleite: muchos militares de alta graduación, actualmente en la reserva, que habían prestado servicio durante la guerra con España, estaban siendo llamados al servicio con un rango superior. Con la carta se adjuntaba su nombramiento como general de brigada del ejército de Estados Unidos y la orden de incorporarse inmediatamente.
       Benjamin se puso en pie de un salto, casi temblando de entusiasmo. Aquello era lo que había deseado. Cogió su gorra y diez minutos después entraba en una gran sastrería de Charles Street y, con insegura voz de tiple, ordenaba que le tomaran medidas para el uniforme.
       —¿Quieres jugar a los soldados, niño? —preguntó un dependiente, con indiferencia.
       Benjamin enrojeció.
       —¡Oiga! ¡A usted no le importa lo que yo quiera! —replicó con rabia—. Me llamo Button y vivo en la Mt. Vernon Place, así que ya sabe quién soy.
       —Bueno —admitió el dependiente, titubeando—, por lo menos sé quién es su padre.
       Le tomaron las medidas, y una semana después estuvo listo el uniforme. Tuvo algunos problemas para conseguir los galones e insignias de general porque el comerciante insistía en que una bonita insignia de la Asociación de Jóvenes Cristianas quedaría igual de bien y sería mucho mejor para jugar.
       Sin decirle nada a Roscoe, Benjamin salió de casa una noche y se trasladó en tren a Camp Mosby, en Carolina del Sur, donde debía asumir el mando de una brigada de infantería. En un sofocante día de abril Benjamin llegó a las puertas del campamento, pagó el taxi que lo había llevado hasta allí desde la estación y se dirigió al centinela de guardia.
       —¡Que alguien recoja mi equipaje! —dijo enérgicamente.
       El centinela lo miró con mala cara.
       —Dime —observó—, ¿adonde vas disfrazado de general, niño?
       Benjamin, veterano de la Guerra Hispano-Norteamericana, se volvió hacia el soldado echando chispas por los ojos, pero, por desgracia, con voz aguda e insegura.
       —¡Cuádrese! —intentó decir con voz de trueno; hizo una pausa para recobrar el aliento, e inmediatamente vio cómo el centinela entrechocaba los talones y presentaba armas. Benjamin disimuló una sonrisa de satisfacción, pero cuando miró a su alrededor la sonrisa se le heló en los labios. No había sido él la causa de aquel gesto de obediencia, sino un imponente coronel de artillería que se acercaba a caballo.
       —¡Coronel! —llamó Benjamin con voz aguda.
       El coronel se acercó, tiró de las riendas y lo miró fríamente desde lo alto, con un extraño centelleo en los ojos.
       —¿Quién eres, niño? ¿Quién es tu padre? —preguntó afectuosamente.
       —Ya le enseñaré yo quién soy —contestó Benjamin con voz fiera—. ¡Baje inmediatamente del caballo!
       El coronel se rió a carcajadas.
       —Quieres mi caballo, ¿eh, general?
       —¡Tenga! —gritó Benjamin exasperado—. ¡Lea esto! —y tendió su nombramiento al coronel.
       El coronel lo leyó y los ojos se le salían de las órbitas.
       —¿Dónde lo has conseguido? —preguntó, metiéndose el documento en su bolsillo.
       —¡Me lo ha mandado el Gobierno, como usted descubrirá enseguida!
       —¡Acompáñame! —dijo el coronel, con una mirada extraña—. Vamos al puesto de mando, allí hablaremos. Venga, vamos.
       El coronel dirigió su caballo, al paso, hacia el puesto de mando. Y Benjamin no tuvo más remedio que seguirlo con toda la dignidad de la que era capaz: prometiéndose, mientras tanto, una dura venganza.
       Pero la venganza no llegó a materializarse. Se materializó, Hos días después, su hijo Roscoe, que llegó de Baltimore, acalorado y de mal humor por el viaje inesperado, y escoltó al lloroso general, sans uniforme, de vuelta a casa.

XI

      En 1920 nació el primer hijo de Roscoe Button. Durante las fiestas de rigor, a nadie se le ocurrió mencionar que el chiquillo mugriento que aparentaba unos diez años de edad y jugueteaba por la casa con soldaditos de plomo y un circo en miniatura era el mismísimo abuelo del recién nacido.
       A nadie molestaba aquel chiquillo de cara fresca y alegre en la que a veces se adivinaba una sombra de tristeza, pero para Roscoe Button su presencia era una fuente de preocupaciones. En el idioma de su generación, Roscoe no consideraba que el asunto reportara la menor utilidad. Le parecía que su padre, negándose a parecer un anciano de sesenta años, no se comportaba como un «hombre de pelo en pecho» —ésta era la expresión preferida de Roscoe—, sino de un modo perverso y estrafalario. Pensar en aquel asunto más de media hora lo ponía al borde de la locura. Roscoe creía que los «hombres con nervios de acero» debían mantenerse jóvenes, pero llevar las cosas a tal extremo… no reportaba ninguna utilidad. Y en este punto Roscoe interrumpía sus pensamientos.
       Cinco años más tarde, el hijo de Roscoe había crecido lo suficiente para jugar con el pequeño Benjamín bajo la supervisión de la misma niñera. Roscoe los llevó a los dos al parvulario el mismo día y Benjamín descubrió que jugar con tiras de papel de colores, y hacer mantelitos y cenefas y curiosos y bonitos dibujos, era el juego más fascinante del mundo. Una vez se portó mal y tuvo que quedarse en un rincón, y lloró, pero casi siempre las horas transcurrían felices en aquella habitación alegre, donde la luz del sol entraba por las ventanas y la amable mano de la señorita Bailey de vez en cuando se posaba sobre su pelo despeinado.
       Un año después el hijo de Roscoe pasó a primer grado, pero Benjamín siguió en el parvulario. Era muy feliz. Algunas veces, cuando otros niños hablaban de lo que harían cuando fueran mayores, una sombra cruzaba su carita como si de un modo vago, pueril, se diera cuenta de que eran cosas que él nunca compartiría.
       Los días pasaban con alegre monotonía. Volvió por tercer año al parvulario, pero ya era demasiado pequeño para entender para qué servían las brillantes y llamativas tiras de papel. Lloraba porque los otros niños eran mayores y le daban miedo. La maestra habló con él, pero, aunque intentó comprender, no comprendió nada.
       Lo sacaron del parvulario. Su niñera, Nana, con su uniforme almidonado, pasó a ser el centro de su minúsculo mundo. Los días de sol iban de paseo al parque; Nana le señalaba con el dedo un gran monstruo gris y decía «elefante», y Benjamín debía repetir la palabra, y aquella noche, mientras lo desnudaran para acostarlo, la repetiría una y otra vez en voz alta: «leíante, lefante, leíante». Algunas veces Nana le permitía saltar en la cama, y entonces se lo pasaba muy bien, porque, si te sentabas exactamente como debías, rebotabas, y si decías «ah» durante mucho tiempo mientras dabas saltos, conseguías un efecto vocal intermitente muy agradable.
       Le gustaba mucho coger del perchero un gran bastón y andar de acá para allá golpeando sillas y mesas, y diciendo: «Pelea, pelea, pelea». Si había visita, las señoras mayores chasqueaban la lengua a su paso, lo que le llamaba la atención, y las jóvenes intentaban besarlo, a lo que él se sometía con un ligero fastidio. Y, cuando el largo día acababa, a las cinco en punto, Nana lo llevaba arriba y le daba a cucharadas harina de avena y unas papillas estupendas.
       No había malos recuerdos en su sueño infantil: no le quedaban recuerdos de sus magníficos días universitarios ni de los años espléndidos en que rompía el corazón de tantas chicas. Sólo existían las blancas, seguras paredes de su cuna, y Nana y un hombre que venía a verlo de vez en cuando, y una inmensa esfera anaranjada, que Nana le señalaba un segundo antes del crepúsculo y la hora de dormir, a la que Nana llamaba el sol. Cuando el sol desaparecía, los ojos de Benjamin se cerraban, soñolientos… Y no había sueños, ningún sueño venía a perturbarlo.
       El pasado: la salvaje carga al frente de sus hombres contra la colina de San Juan; los primeros años de su matrimonio, cuando se quedaba trabajando hasta muy tarde en los anocheceres veraniegos de la ciudad presurosa, trabajando por la joven Hildegarde, a la que quería; y, antes, aquellos días en que se sentaba a fumar con su abuelo hasta bien entrada la noche en la vieja y lóbrega casa de los Button, en Monroe Street… Todo se había desvanecido como un sueño inconsistente, pura imaginación, como si nunca hubiera existido.
       No se acordaba de nada. No recordaba con claridad si la leche de su última comida estaba templada o fría; ni el paso de los días… Sólo existían su cuna y la presencia familiar de Nana. Y, aparte de eso, no se acordaba de nada. Cuando tenía hambre lloraba, eso era todo. Durante las tardes y las noches respiraba, y lo envolvían suaves murmullos y susurros que apenas oía, y olores casi indistinguibles, y luz y oscuridad.
       Luego fue todo oscuridad, y su blanca cuna y los rostros confusos que se movían por encima de él, y el tibio y dulce aroma de la leche, acabaron de desvanecerse.

 


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Junio 18, 2020


 

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Junio 17, 2020


 

Falleció Serafín Lastra – Combatiente de Manchalá

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A los familiares del Suboficial Mayor (R) SERAFÍN LASTRA.

A los muy queridos Soldados Manchaleros.

A todos los amigos y camaradas.

La Unión de Promociones, hace llegar a la familia del Suboficial Mayor (R) SERAFÍN LASTRA (Ejército Argentino), su más profundo pesar con motivo de su reciente fallecimiento.

Otro Héroe de nuestra Patria, ha partido. Tal como se expresó oportunamente, con motivo de los decesos de 4 ex Soldados Conscriptos Manchaleros, resulta imposible no hacer mención al decidido y valiente accionar del entonces Sargento Ayudante SERAFÍN LASTRA, quien durante el Combate de Manchalá, aquel 28 de Mayo de 1975, al mando de vehículos militares concurrió decididamente en apoyo de los Manchaleros, todos integrantes de la misma Unidad Militar, la Compañía de Ingenieros de Montaña 5.

Le rogamos a Dios nuestro Señor, conceda a toda su familia, allegados y amigos, pronta y cristiana resignación ante esta irreparable pérdida.

A sus compañeros de Promoción, a todos los Manchaleros (Suboficiales y Ex Soldados), un fraternal y apretado abrazo.

¡¡¡ Honor, gloria y gratitud a SERAFÍN LASTRA !!!.

¡¡¡ VIVA LA PATRIA !!!.

Coronel (R) Guillermo César Viola.

Unión de Promociones.

 


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Junio 17, 2020