“NO VAN A CORRERME CON LA ECONOMÍA”

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 Por Alberto Asseff*

¿POBRISMO IGUALITARISTA PARA TODOS Y TODAS?

   Nuestros males llevan noventa años. Ciertamente con vaivenes. Con escasos esplendores y muchos lapsos grises, espantosamente mediocres, decadentes, por momentos literalmente oscuros. Identificar las causas no es simple. En algún instante – de deleznable bisagra – ingresamos en la zona milagrera de que el Estado podía suplir nuestras falencias y vulnerabilidades. Es verdad que ese tiempo poscrisis de 1929, el Estado emergió en todo el mundo – sobre todo en el occidental – como un auxiliar indispensable. Acá empezó con la Junta Nacional de Granos en 1933, las Reguladoras de la Producción, el Banco Central – hasta entonces inexistente -, el intervencionismo en el mercado cambiario y mucho más. Los principios liberales de la Constitución empezaron en aquella década de los treinta a limitarse. No se restauraron nunca más.

   El ascenso del rol estatal prosiguió su incesante marcha, más allá de interregnos que fueron vanos intentos, más que nada, de contener ese avance. Así arribamos a esta realidad de hoy donde 33 millones de argentinos dependen del Estado directamente. Esto nos está arrollando, no desarrollando.

   El Estado se ha agrandado, pero ello no significa ni que esté realmente presente donde se lo necesita ni que haya mejorado su eficacia como gestor de los intereses generales. Tampoco ha logrado transparentar la administración ni mucho menos profesionalizarse.

   La burocracia es de por sí tediosa, escasamente innovadora. La rutina es tan invasiva y paralizante que en su seno rige a rajatabla ese dicho de que “clavo que sobresale es al primero que se remacha”. Nadie osa destacarse. El ‘buen’ burócrata es que pasa inadvertido. Ascenderá por antigüedad, nunca por mérito. En realidad, el sistema condena a la meritocracia casi como una inmoralidad, un atentado al igualitarismo en cuyo altar sucumben todos los esfuerzos para ser más productivos y creativos.

   El Estado como primerísimo actor político y socio-económico ha conducido esta nave que es nuestra Nación al declive mayúsculo que padecemos.

  En ese contexto dolorosamente declinante, sobrevino la pandemia del coronavirus. Instantáneamente hubo consenso que ya nada sería igual que antes. Empero, cómo será ese futuro pospandémico presenta discordancias notables y en especial muy preocupantes. Coincidimos que la telemática llegó para quedarse. Que el trabajo se ‘virtualizará’ mucho más rápido de lo que pensábamos´, que el comercio electrónico se desplegará, que la administración pública y privada se digitalizarán velozmente y muchas otras reformas. Pero el desacuerdo es casi abismal  en lo atinente al papel del Estado. El frente gobernante es un coro anunciando que lo que viene es ‘más Estado’. Inexorablemente, al expandirse lo público, físicamente se contrae lo privado. Esto calza con una creencia extendida de que lo privado es voraz y explotador y que lo público es bondadoso y solidario. Serían el vicio contrastando con la virtud.

  Este es el marco en el cual el presidente y su gobierno parecen hallarse cómodos con la ‘centena’ – de cuarentena ya no se puede hablar. El despliegue del Estado conlleva ineluctablemente más autoridad, menos libertad. Gobernar por decreto-ley es más sencillo que con la división republicana de poderes. Los sobreprecios son inveterados, pero con compras directas son más ‘jugosos’. Una poderosa clase media fue y es un gran escollo para cualquier hegemonismo político. Pero si a fuerza de latigazos tributarios, de expansión estatal y de una fenomenal crisis económica se la despluma, el mundo ‘ideal’ para los gobernantes aparece en el horizonte cercano: un país de votantes clientes, lejos del pueblo ciudadano. Votante sin libertad es un seguro de continuidad antirrepublicana en el ejercicio del poder. La Argentina con clientes y sin ciudadanos es la contracara de aquella que irrumpió pujante y asombrosa a fines del s.XIX. Plagada de planos reprochables, pero plena de potencialidades y esperanzas.

   Cuando el presidente introdujo el falso dilema salud o economía y expresó la infausta frase “no me van a correr con la economía” anticipó este desastre que se nos viene encima. Consciente o no, él optó por el estatismo desbordante y el autoritarismo, relegando a las libertades de la Constitución que incluyen las económicas.

   Así, ni la soja ni Vaca Muerta nos van a rescatar, tal como crudamente dice el ensayista David Rieff en La Nación del domingo 7 de junio. El estatismo nos sentencia a ser casi el excluyente caso de un país de abundancia empobrecido hasta el tuétano.

  El pobrismo igualitarista está a micrones de cantar definitiva victoria, pero aún existe un delgado desfiladero de salida hacia el republicanismo. La bisagra ahora recalará en 2021. Será un año crucial. No parece que podamos diferir mucho más tiempo la resolución.

 

*Diputado nacional

 

Colaboración: DR. FRANCISCO BENARD

 


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Junio 9, 2020


 

La Intérprete de Pasados Pisados

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 Por María Ferreyra Kussman

En el hotel había como tres periodistas de la capital. A cualquier punto cardinal del pueblo que uno se dirigía, se escuchaba esa frase de asombro. La última vez que se había producido semejante alboroto incluyendo a todos y cada uno de los cincuenta y ocho miembros de la comunidad fue cuando llegó ese cantante de rock que al danzar parecía que pulgas descendían por sus piernas, y solo se había detenido unos segundos a cargar gasolina. Es cierto que el hombre fue simpático y cantó un par de canciones a capella impresionando a las tres quinceañeras del lugar. A los hombres poco les importó.

Ahora, la historia era diferente. Este era un evento que sucedía una vez cada cien años o para ser exactos. Una vez cada ciento cuarenta y dos años, desde la fundación del pueblo. Para ser honestos, nunca había sucedido.

Nadie sabía, ni tenía pistas de esta persona, me refiero a La Interprete de Pasados Pisados. Muchos estaban confundidos ya que, por teléfono, alguien, le había comentado a alguien que veríamos ‘al’ o ‘a la’ Interprete de Pasados Pisados. De esta manera, entiendo que es un ser humano, pero sin la información adecuada no se podía predecir el género. O tal vez sí: Hombre o mujer.

El otro problema por enfrentar era que La Interprete de Pasados Pisados llegaría a las 13.00 horas… o a las 3.00 horas, lo que nos había puesto nerviosos ya que a las 3.00 horas podría ser las 3 de la tarde, las 3 de la mañana o dentro de las próximas 3 horas. Es por ello, que, en estos momentos, llegando el mediodía, todo el mundo bostezaba por haberse levantado a las 2 de la mañana.

Era una pena que quién contestó el teléfono aquella tarde de lluvia aterradora no hubiera sido preciso en el día exacto que La Interprete de Pasados Pisados llegaría. Nadie recuerda exactamente, pero creo que, desde hacía más de una semana, todos estábamos de pie un par de horas pasada la medianoche. Era notable que los canteros de la única calle del pueblo se estuvieran volviendo grises y durante todo ese tiempo nadie trabajara, se alimentara decentemente o se preocupara por los días sin clase en la escuela.

Además, el carácter de las personas había cambiado. Se habían empezado a producir las primeras discusiones, ya que no había acuerdo en quien emitiría el discurso de bienvenida en representación del lugar y el motivo era que el alcalde había muerto y ninguno de los 58 concejales habíamos logrado designar a un sucesor. En todas las elecciones, habíamos recibido un voto de confianza cada uno. El secretario de relaciones publicas sugirió que fuera el secretario de relaciones publicas quien recibiera a La Interprete de los Pasados Pisados, pero su moción fue denegada por un conflicto de intereses. La subsecretaria de obras públicas insinuó que la secretaria de obras publicas se encargara de la acogida. Esa propuesta fue rechazada ya que, si bien se regaban los dos rosales de la entrada, no se habían producido otras labores desde hacía más de veinte años. Cada una de las cincuenta y siete comisiones (yo no pertenecí ni pertenezco a ninguna) había realizado una candidatura y cada una fue objetada. Las amenzas no se hicieron esperar. Unos pocos amagaron con renunciar. Algunos, disgustados, decidieron marcharse a sus casas. Otros decidieron jugar a los naipes en el bar. Los periodistas prefirieron cubrir un concurso de hortalizas en un pueblo cercano, En quince minutos, la calle estaba desierta.

Allí quedé, mirando el avance de la tormenta de tierra que venía de los bosques. Me pregunté si había cerrado las ventanas de mi casa al salir esa madrugada. Comencé a caminar y me interrumpí a los mil pasos. Una motocicleta pasó junto a mí y se detuvo en la calle principal. La figura descendió y seguramente vio a los hombres bromeando y apostando. A las mujeres conversando. A las niñas jugando. Sospeche que se trataba de La Interprete de los pasados Pisados. Cuando quise acercarme, ya se había perdido en la ruta, rumbo a la tempestad.

 


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Junio 9, 2020


 

El Ángel y la Bestia de Auschwitz

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Dos de las mujeres más despiadadas de la Segunda Guerra Mundial, Irma Grese, el ángel de Auschwitz y de Maria Mandel, la bestia de Auschwitz terminaron sus días de igual manera.

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La Bestia

Nacida en la localidad austriaca de Münzkirchen, Maria Mandel inicia su ascenso como guardia de la cárcel sajona de Lichtenburg en el año 1938, a lado de otra cincuentena de mujeres.

Un año más tarde es trasladada al campo de concentración de Ravensbrück, que se había mandado construir recientemente y cercano a la capital del Tercer Reich.

Muy rápidamente su desempeño llamó positivamente la atención de sus superiores, que decidieron ascenderla a SS-Oberaufseherin (que podríamos traducir por “supervisora jefe principal”) en el verano de 1942.

En el tristemente célebre campo de Ravensbrück, Maria Mandel se ocupaba de supervisar el conteo diario de prisioneros, las tareas propias de los guardias comunes y se encargaba personalmente de imponer castigos tales como golpes y palizas. 

El 7 de octubre de 1942, Mandel es trasladada a la fábrica de la muerte de Auschwitz y es entonces ascendida a nada menos que a SS-Lagerführerin (Jefa de Campo), un cargo de mando de alto rango que se situaba inmediatamente por debajo del comandante general, cargo desempeñado por Rudolf Höss.

En Auschwitz, ejerció el control directo sobre todos los subcampos de mujeres. El poder que tenía sobre el resto de prisioneras y subalternas era total. Maria Mandel no dudo en mostrar su simpatía por otra “insigne” guardia SS femenina, Irma Grese, el ángel de Auschwitz. Mandel se encargó de ascenderla a jefa del subcampo de judías procedentes de Hungría, en Birkenau (se encontraba al lado de todo el complejo de Auschwitz).

Conforme a los testimonios presentados tras la Segunda Guerra Mundial, una de las aficiones principales de Maria Mandel era ponerse delante de la temible puerta de entrada de Birkenau y aguardar a ver si algún desdichado o desdichada se atrevía a mirarle: su destino quedaba sellado en ese momento, ya que jamás volvían a verse por el campo de exterminio.

Aushwitz

En el campo de Auschwitz Maria Mandel tenía el apodo de “la Bestia” y en el transcurso de dos años se ocupó de hacer la selección de internos para la cámara de gas, al margen de atrocidades varias. Mandel era conocida por escoger a algunos internos como sus mascotas. Cuando se hartaba de ellos, los mandaba directamente a la muerte en las cámaras de gas. Maria Mandel también se encargaba frecuentemente se seleccionar a los niños que debían morir.

En la cultura popular, Maria Mandel es conocida por haber organizado la orquesta de Auschwitz, formada por internos e internas, que acompañaba retorcidamente los conteos de prisioneros diarios, las ejecuciones ejemplares, los transportes y las selecciones de prisioneros. Maria Mandel se ocupó también de la firma de órdenes: los datos de los historiadores arrojan 500.000 muertos en las cámaras de gas de Auschwitz I y Auschwitz II.

A finales de 1944, Maria Mandel fue destinada al subcampo de Mühldorf en el campo de Dachau, destino en el que permanecería hasta mayo de 1945, momento en el que dejó el campo de concentración atrás ante la inminencia del avance aliado.

Maria Mandel escapó cruzando las montañas bávaras rumbo a su ciudad de nacimiento, Münzkirchen, en Austria. A pesar del intento de huida de Mandel, los aliados terminaron encontrándola.

Los norteamericanos detienen el 10 de agosto de 1945 a Maria Mandel. Tras varios interrogatorios, en los que quedó patente su capacidad y dedicación a las tareas de los campos de concentración en los que había estado destinada, se llevó a cabo la extradición a Polonia. En noviembre de 1947, tras 2 años bajo custodia aliada, es juzgada por crímenes de lesa humanidad en un tribunal de la ciudad de Cracovia. El veredicto: la pena de muerte.

La soga terminó con su vida a la edad de 36 años el día 24 de enero de 1948. Terminaban así los días de una de las mujeres más crueles de la Segunda Guerra Mundial.

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El Ángel

Irma Grese, dueña de un rostro encantador, era una muchacha rubia y con unos cautivadores ojos claros fue una de las figuras más oscuras del Holocausto. A Irma Grese le pusieron muchos apodos. Entre los más conocidos están la perra de Belsenla cancerberael ángel de la muerte y el ángel de Auschwitz. Una reputación, sin duda, ganada a pulso.

A los 20 años se pasaba ya mucho tiempo en frente del espejo, acicalándose el pelo, que lucía en todo momento impecable. Siempre que tenía ocasión se pavoneaba con caros vestidos nuevos, importados desde las firmas más importantes de Praga o París.

 Le encantaba lucir botas de equitación, siempre en perfecto estado, para proyectar un aire de poder. La vida del ángel de Auschwitz terminó en el cadalso: fue ahorcada el 13 de diciembre de 1945, a la joven edad de 22 años. Muy pocas lágrimas se derramaron ese día.

La meteórica carrerera de la joven Irma Greese fue espectacular: llegó a convertirse en la 2.ª mujer de mayor cargo en el campo de Auschwitz-Birkenau, después de María Mandel, la bestia de Auschwitz.

La temible Irma Grese no tuvo tampoco reparos en desplegar su sadismo en los infames campos de Bergen y de Ravensbrück. Se la llego a describir como la peor mujer de todos los campos del horror. Se decía que no existía crueldad alguna acontecida en ellos que no guardase vinculación con ella.

Tenía la costumbre de participar en las selecciones de prisioneros para ser gaseados, previa tortura de los desdichados. A Irma le encantaba también arrojar a los perros azuzados contra prisioneros indefensos. Muchas más atrocidades pueden encontrarse en las actas de los célebres juicios de Belsen.

Con total probabilidad a esta alma perversa (ajena por completo a los padecimientos del prójimo, con tendencias marcadamente sádicas) le encantaría conocer que ha sido fuente de inspiración para determinadas corrientes bondage.

La imagen que ha permanecido en el imaginario colectivo es la de una chica joven de gran belleza que se hacía ver por los campos de concentración con su temible uniforme y su tocado perfecto, con sus botas en perfecto estado, aderezadas por una terrible fusta y por su pistola.

A modo de anécdota, cabe destacar que fueron pocas las guardianas nazis que tenían autorización para portar armas de fuego.

Junto a Irma iban siempre canes enfurecidos a los que tenía famélicos para que resultará muy sencillo azuzarlos y lanzarlos contra las desdichadas reclusas. El ángel de Auschwitz se decantaba por las reclusas más bellas, que lucían todavía una silueta atractiva.

Entre los testimonios que se pudieron escuchar tras el fin de la Segunda Guerra Mundial destacó el de una ginecóloga judía presa que declaró que a Irma Grese le encantaba golpear con su látigo los pechos de las chicas más dotadas y jóvenes, con el fin de que se infectasen las heridas resultantes.

Posteriormente, esta ginecóloga judía era forzada a amputar todo el seno sin anestesia alguna. Afirmó también que Irma Grese obtenía de esta manera un placer sexual perverso. Otros relatos afirman que disfrutaba de aventuras bisexuales y que, una vez consumados sus contactos forzados con reclusas, las mandaba directamente a los hornos crematorios.

Cautivada por la Bund Deutscher Mädel (Liga de muchachas alemanas), muestra muy pronto una adhesión incondicional a la causa nazi. Su padre, de tendencias antinazis, al verla regresar al hogar, la expulsa y ella no duda en denunciarle. Con apenas 18 años de edad, una rebelde Irma Grese se presenta voluntaria para trabajar en el terrible campo de Ravensbrück, toda una academia de formación para el personal femenino de las SS (de dicha formación salieron verdaderas piezas como María Mandel o Ilse Koch, la zorra de Buchenwald).

En ausencia de otras aptitudes, Irma Grese se entrega por completo y va subiendo escalones en su carrera criminal. Contando solamente con 20 años logra convertirse en supervisora de la fábrica de la muerte de Auschwitz-Birkenau. Y nadie cree que lo hiciera por dinero: la retribución era de tan solo 54 marcos mensuales, cifra que no era para nada exagerada en los tiempos de la Segunda Guerra Mundial.

Cuando a mediados de abril de 1945 las tropas británicas liberan el infame campo de Bergen-Belsen, se toparon sorprendidos con el personal nazi del campo esperándolos, luciendo unos uniformes impolutos. Entre dicho personal se encontraba la joven Irma, imponente con sus botas de equitación, su tocado perfecto y sus aires de grandeza.

En el transcurso de su proceso judicial, mostró una actitud desafiante y de indiferencia: parecía aburrirse mientras iban retumbando con fuerza los angustiosos relatos de sus víctimas. Su inherente frialdad quedó bien patente de nuevo cuando se tuvo que enfrentar a la horca. Las últimas palabras que se registraron del Ángel de Auschwitz, dirigidas a su verdugo, fueron “¡Rápido!” (“Schnell!” en alemán). Terminaba así la vida de uno de los rostros angelicales más temidos de la Segunda Guerra Mundial.

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Junio 9, 2020


 

Republicanos de Texas bajo fuego por publicaciones que unen a George Soros a las protestas

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Múltiples funcionarios republicanos en Texas están bajo fuego por publicaciones en las redes sociales que sugieren que George Soros está detrás de las protestas provocadas por la muerte de George Floyd a manos de la policía de Minneapolis.

Sue Piner, presidenta del partido republicano en el condado de Comal, compartió una publicación en Facebook la semana pasada con una imagen de Soros junto con un texto que decía: “Pago a policías blancos para asesinar a personas negras. Y luego pago a los negros para que se amotinen porque las guerras raciales mantienen a las ovejas en línea ”.

Sid Miller, el Comisionado de Agricultura de Texas, también ha publicado sobre Soros varias veces en las últimas dos semanas, incluida una publicación de Facebook del 31 de mayo que afirma que los manifestantes son “terroristas internos que fueron organizados y pagados por George Soros para dividir aún más nuestro país”.

Soros
Abbot
Miller
Piner

Lynne Teinert, la presidenta del partido en el condado de Shackelford, compartió una foto de Soros junto a esto: “La pandemia no está funcionando. Comienza las guerras raciales.

Otros tres presidentes republicanos del condado, Doug Sanford del condado de Freestone, Russell Hayter del condado de Hays y Jaime Durham, del condado de Foard, compartieron un anuncio que decía que Soros pagaría $ 200 a cualquiera que se inscribiera para ser un “anarquista profesional”. Facebook ha etiquetado las imágenes como falsas en toda la plataforma.

“Esto es lo que han hecho durante años”, dijo Abhi Rahman, portavoz del Partido Demócrata de Texas, según el Tribune. “Ahora, la gente está empezando a ver en qué tipo de teorías de conspiración se involucran, ven cuán repulsivos y repugnantes son”.

El gobernador de Texas Greg Abbott llamó la semana pasada a dos presidentes de condado republicanos a renunciar por compartir teorías de conspiración sobre las protestas, informó el Tribune. Y James Dickey, presidente del partido republicano del estado, dijo el viernes que cinco presidentes que habían difundido tales teorías deberían renunciar, diciendo que sus comentarios “no reflejan” los valores del partido.

Según la Liga Anti-Difamación, “el lenguaje agresivo hacia Soros ha explotado en las redes sociales” desde que estallaron las protestas a raíz de la muerte de Floyd en todo el país. Los tuits negativos sobre el multimillonario filántropo judío, muchos de ellos lanzando tropos antisemitas, aumentaron de 20,000 por día el 26 de mayo a 500,000 por día el 30 de mayo.

Soros, un financiero nacido en Hungría que financia una variedad de causas liberales en los Estados Unidos y en todo el mundo, es un objetivo favorito de los republicanos. Otras conspiraciones recientes contra Soros han alegado que está impulsando la propagación de COVID-19 para beneficiarse de una futura vacuna.

 


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Junio 9, 2020


 

¡ARGENTINA! ¿ARGENTINA?

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 Por LUIS BATDÍN

 

¡ARGENTINA! ¿ARGENTINA?

Como país: gran país, como Nación: un desastre.

Los que nacimos aquí la hicimos ingobernable.

País viene de paisaje. Llanuras, selvas y ríos

catarata, grandes lagos, maravillosos glaciares.

El país ya estaba hecho desde millones de añares.  

Desde hace solo doscientos sus escasos habitantes

cual hijos de la abundancia se hicieron algo holgazanes.

Después de grandes esfuerzos que hicieran los inmigrantes

hubo tiempos de abundancia, pero también desbalances.

Sobre laureles ajenos sentarnos fue confortable.

No supimos elegir los mejores gobernantes.

Mitos, líderes corruptos y jueces prevaricantes.

Gremialistas millonarios en nombre del obreraje

nos empujaron de a poco a escalada de un zurdaje

que como escualos se lanzan cuando olfatean que hay sangre.

La infectadura hoy les brinda el poder practicar antes

la falta de libertad y excusas para expropiar

siguiendo ejemplo a imitar en aras de un ideal

de imponer en el planeta gobiernos socializantes. 

 

L.B.

 


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Junio 9, 2020


 

¿PREFIERES QUEDARTE EN TU CASA ANTES QUE SUPERAR UNA COLINA?

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 Por CLAUDIO VALERIO

Un grupo de mujeres participaba de una campaña para visitar personas que estaban ausentes de todo evento social  y se quedaron muy preocupadas al constatar que la familia que irían a visitar habitaba en una casa bien en el alto de una colina. “¿Cómo iremos hasta allá?” dijo una de ellas. “A mi edad, creo que no tendré fuerzas para subir esa colina”, dijo otra. “¿Por qué no escogieron jóvenes para ésta visita?” dijo una tercera. La última de ellas dijo: “Si fuimos escogidas para esta visita, es porque es la voluntad de todos”. Y así siguieron juntas y, como resultado, de esa epopeya, toda la familia volvió a frecuentar las reuniones con mucha alegría y regocijo.  La mujer que dijo no llegar a aguantar la subida era la más feliz. “Gracias a nuestra buena voluntad y ganas nosotros no desistimos… Nuestra  bendición fue muy grande por ello.”
Si nosotros tenemos un espíritu fuerte, que nos permite victoria, ¿por  qué nos preocupamos antes de la batalla? ¿Por qué tenemos el hábito de cuestionarnos si la lucha será grande o no? No estamos somos en esta lucha, nuestra fe y perseverancia por lo que nosotros sabemos que se debe hacer y lograr nos alcanza y nos cabe apenas descansar y confiar… Es más fácil subir una colina agarrando, en el imaginario, unas manos salvadoras, que atravesar una calle sin convicciones claras de lo que hay por hacer. Son muchas las veces que murmuramos sin motivos. Otras veces nos lamentamos por obstáculos que ni tendremos de sobrepasar. Nos lamentamos de tener poco dinero cuando, es posible, que no precisemos de él. No nos conformamos por nuestro automóvil nuevo, olvidando que hasta poco tiempo atrás, andábamos a pie por no tener condiciones de tomar algún tipo de transporte público. Continuamos murmurando inútilmente siendo ya vencedores… Y tú, ¿Que prefieres? ¿Subir una colina con fe y fortaleza y así alcanzar lo deseado,  o quedarte sentado en casa… sin nada que recibir?

Desde la ciudad de Campana (Buenos Aires), te envío un Abrazo,
y mi deseo que Dios te bendiga, te sonría y permita que prosperes
en todo,  derramando sobre ti Salud, Paz, Amor, y mucha
Prosperidad.

Claudio Valerio

Valerius

 


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Junio 9, 2020


 

LO MÁS VISTO ♣ Junio 8, 2020

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Las noticias más leídas en PrisioneroEnArgentina.com. Las más comentadas, las más polémicas. De que está la gente hablando…

REINICIO Junio 8, 2020 00.00 HORAS 
HORA DE CONTROL Junio 8, 2020 23.23 HORAS

 


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Junio 8, 2020


¿Por qué los británicos profanan la estatua de Churchill?

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El monumento del ex primer ministro británico Winston Churchill fue destrozado por los manifestantes con la palabra “racista” garabateada en la estatua. 

10 Downing Street

Decenas de miles de manifestantes salieron a las calles de Londres el domingo (7 de junio), reuniéndose por segundo día consecutivo para condenar la brutalidad policial después del asesinato de George Floyd en Minneapolis, algunos con máscaras faciales para protegerse contra COVID-19.

Varias otras estatuas, incluida la estatua del líder de los derechos civiles Gandhi, fueron alteradas o tapadas con pancartas llevadas por los manifestantes.

Churchill, lo más cercano que Gran Bretaña tiene a un héroe nacional para muchos, ocupa un lugar especial en la cultura británica como vencedor indiscutido de la Segunda Guerra Mundial.

Pero para los detractores, las opiniones de Churchill sobre la superioridad de los blancos, su negativa a distribuir trigo a personas hambrientas en la India en 1943 y comentarios despectivos sobre Mahatma Gandhi son evidencia de un estadista cruel.

Quienes llamen racista a Churchill tendrán que explicar por qué arengó a sus captores la guerra de Boer en 1899 defendiendo la igualdad de derechos para los africanos nativos. Su carcelero preguntó: “… ¿es correcto que un Kaffir (término despectivo para personas de color en sudáfrica) sucio camine sobre el pavimento? … Eso es lo que hacen en sus colonias británicas”. Churchill llamó a esto la raíz del descontento de los bóers: “El gobierno británico está asociado en la mente del agricultor bóer con una revolución social violenta”. El negro debe proclamarse lo mismo que el blanco … ni una tigresa es despojada de sus cachorros más furiosa que la bóer ante esta perspectiva”

Nehru
Das Birla

¿Por qué, como subsecretario colonial en 1906, Churchill se ganó los elogios de Gandhi por apoyar la igualdad de la minoría india en Sudáfrica? (La campaña de Gandhi excluyó expresamente a los africanos nativos.) ¿Por qué en 1935, al recibir al amigo de Gandhi, Ghanshyam Das Birla, dijo: “Sr. Gandhi ha ido muy alto en mi estima desde que defendió a los Intocables (Clase baja)”?

¿Por qué en 1943 le dijo esto al representante de India en el Gabinete de Guerra ?: “La vieja idea de que el indio era de alguna manera inferior al hombre blanco debe desaparecer. Todos debemos ser amigos juntos. Quiero ver una India brillante, de la que podamos estar tan orgullosos como de un gran Canadá o una gran Australia “.

¿Por qué en 1955 se hizo amigo de Jawaharlal Nehru, con quien renovó la analogía “brillante”? “Le dije que debería ser la luz de Asia, para mostrar a todos esos millones cómo pueden brillar, en lugar de aceptar la oscuridad del comunismo”.

Churchill
Gandhi
Johnson

La protesta del pasado sábado 6 de junio en el centro de Londres fue pacífica, pero terminó con un pequeño número de personas que se enfrentaron con la policía montada cerca de la residencia de 10 Downing Street,  donde mora primer ministro Alexander Boris de Pfeffel Johnson.

Después de una hora, los manifestantes comenzaron a marchar a través del río en dirección al parlamento, deteniéndose en el puente para arrodillarse y cantar “justicia, ahora”. Algunos se reunieron en Parliament Square mientras que otros se concentraron en Downing Street.

La protesta del domingo en Londres fue pacífica, con gente aplaudiendo, arrodillándose, agitando pancartas y cantando “George Floyd” y “el Reino Unido no es inocente”.

La policía dijo que 29 personas fueron arrestadas durante la protesta del sábado en Londres por delitos como desorden violento y asalto a trabajadores de servicios de emergencia.

 


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Junio 8, 2020


 

¿No tiene sentido de la decencia?

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En una confrontación dramática, Joseph Welch, abogado especial del ejército de los EE. UU., arremete contra el senador Joseph McCarthy durante las audiencias sobre si el comunismo se ha infiltrado en las Fuerzas Armadas de los EE. UU. El asalto verbal de Welch marcó el fin del poder de McCarthy durante la histeria anticomunista del susto rojo en Estados Unidos.

Welch
McCarthy

Joseph McCarthy (Senador por Wisconsin) experimentó un ascenso meteórico a la fama y al poder en el Senado de los Estados Unidos cuando acusó en febrero de 1950 de que “cientos” de “comunistas conocidos” estaban en el Departamento de Estado. En los años que siguieron, McCarthy se convirtió en el líder reconocido del llamado Miedo Rojo, una época en la que millones de estadounidenses se convencieron de que los comunistas se habían infiltrado en todos los aspectos de la vida del país. Detrás de las audiencias a puerta cerrada, McCarthy intimidó, mintió y pisoteó su camino hacia el poder, destruyendo muchas carreras y vidas en el proceso.

Eisenhower
Truman

Antes de 1953, el Partido Republicano toleraba sus travesuras porque sus ataques estaban dirigidos contra la administración demócrata de Harry S. Truman. Sin embargo, cuando el republicano Dwight D. Eisenhower ingresó a la Casa Blanca en 1953, la imprudencia y el comportamiento cada vez más errático de McCarthy se volvieron inaceptables y el senador vio que su influencia disminuía lentamente.

En un último esfuerzo por revitalizar su cruzada anticomunista, McCarthy cometió un error crucial. Acusó a principios de 1954 que el ejército de los Estados Unidos era “blando” con el comunismo. Como presidente del Comité de Operaciones del Gobierno del Senado, McCarthy abrió audiencias en el Ejército.

Fisher

Joseph N. Welch, un abogado de voz suave con un ingenio e inteligencia incisivos, representó al Ejército. Durante el transcurso de semanas de audiencias, Welch contuvo todos los cargos de McCarthy. El senador, a su vez, se enfureció cada vez más, gritando “punto de orden, punto de orden”, gritando a los testigos y declarando que “un general” altamente condecorado era una “desgracia” para su uniforme. El 9 de junio de 1954, McCarthy nuevamente se agitó ante la destrucción constante de Welch de cada uno de sus argumentos y testigos. En respuesta, McCarthy denunció que Frederick G. Fisher, un joven asociado del bufete de abogados Welch, había sido miembro de una organización que era un “brazo legal del Partido Comunista”. Welch estaba aturdido. Mientras luchaba por mantener la compostura, miró a McCarthy y declaró: “Hasta este momento, senador, creo que nunca calibré su crueldad o su imprudencia”. Entonces fue el turno de McCarthy de quedar atónito en silencio, cuando Welch preguntó: “¿No tiene sentido de la decencia, señor, por fin?” La audiencia de ciudadanos y reporteros de periódicos y televisión estalló en aplausos. Solo una semana después, las audiencias en el Ejército llegaron a su fin. McCarthy, expuesto como un bravucón imprudente, fue condenado oficialmente por el Senado de los Estados Unidos por desprecio contra sus colegas en diciembre de 1954. Durante los siguientes dos años y medio, McCarthy se rindió al alcoholismo. Todavía en el cargo, murió en 1957.

 


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Junio 8, 2020


 

Gracias Alá por el coronavirus que arrasa Europa, llévate más españoles

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Un jihadista detenido el pasado martes por la Policía Nacional Española en Madrid había experimentado en los últimos meses un aumento de su radicalidad y peligrosidad, e incluso en fechas recientes coincidiendo con el estado de alarma, había renunciado a su empleo para dedicarse a “su instrucción terrorista” e incrementar su radicalización.

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Entre las publicaciones realizadas en sus redes sociales, la Policía ha destacado como relevantes las relacionadas con la pandemia provocada por el coronavirus, en las que el detenido se mofaba de las numerosas víctimas mortales, deseando la propagación del virus y afirmando que se trataba de “un castigo de Alá”. El detenido no solo visualizaba y difundía en internet material de contenido jihadista, sino que había asumido la estrategia virtual de ISIS y se autodefinía como “hijo del Estado Islámico”. 

El fanático incluso llegó a publicar el siguiente mensaje en perfiles falsos: “Gracias Alá por el coronavirus que arrasa Europa, llévate a más españoles e infieles”. De acuerdo a información proporcionada por la Policía, en los últimos meses, además, había centrado de manera exclusiva en su actividad radical, elevando la agresividad de sus mensajes y en un repentino cambio físico, propio de los seguidores de la doctrina “salafista-jihadista”.

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En el registro de su domicilio el pasado 3 de junio se ha encontrado gran cantidad de contenido yihadista, resaltando la localización de manuales elaborados por ISIS para la instrucción de sus acólitos en la perpetración de atentados terroristas utilizando explosivos. También se han intervenido vídeos sobre entrenamientos en campos militares y testimonios de mártires.

La investigación comenzó cuando los agentes especializados en la lucha contra el terrorismo detectaron la presencia de una persona que estaría haciendo un uso intenso de las redes sociales con el propósito de visualizar y difundir material de contenido jihadista. Su creciente peligrosidad, junto con las amenazas proferidas en redes sociales contra España, Israel y EE UU, precipitaron su detención, neutralizando así la seria amenaza que representaba.

 


PrisioneroEnArgentina.com

Junio 8, 2020


 

Josefina Margaroli y Sergio Maculan, este martes en De Eso No Se Habla

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Este martes se emitirá una nueva edición del programa De Eso No Se Habla, con la conducción de Ana Barreiro, Inés Hansen, Andrea Palomas Alarcón y Guillermo César Viola. La popular transmición radial ha sido reconocida como “la voz de los Presos Políticos”

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Margaroli
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Maculan
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Con ellos estarán en esta oportunidad los doctores en abogacía Josefina Margaroli y Sergio Maculán para tratar el tema de Derechos Humanos y la Corte Interamericana.

Martes 19 hs (Argentina) 18 hs (Miami)

AM 830 . RADIO DEL PUEBLO

 


PrisioneroEnArgentina.com

Junio 8, 2020


 

Coronavirus, todavía

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300 Escuelas clausuradas en Israel

Israel clausura más de un centenar de escuelas tras confirmar más de 300 contagios desde su reapertura.

El Gobierno israelí ha anunciado este domingo que ya ha cerrado un total de 106 colegios y guarderías, después de que 330 alumnos y profesores hayan dado positivo por coronavirus desde el reinicio del año escolar hace tres semanas.

Este nuevo cierre perjudica a más de 16.000 alumnos y personal de las escuelas afectadas, y que actualmente se encuentran bajo cuarentena domiciliaria.

Miles de test a la basura

Una fábrica de test para detectar el coronavirus destruye su producción tras la visita de Trump sin usar mascarilla. La fábrica de test para detectar el coronavirus Puritan Medical Products, situada en la localidad de Guilford (Maine), se ha visto obligada a destruir parte de su producción, después de la visita a sus instalaciones del presidente de Estados Unidos, Donald Trump, sin mascarilla.

Mientras los trabajadores llevaban batas de laboratorio, redecillas para el pelo y calzas, el mandatario estadounidense ni siquiera usó mascarilla y se paró a hablar con algunos de los empleados, comprometiendo la asepcia del lugar. 

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De boliche en boliche

Japón se enfrenta a un incremento de casos de coronavirus en los clubes nocturnos de Tokio. El Gobierno japonés está investigando la propagación del coronavirus en los clubes nocturnos de la capital, Tokio, que este pasado sábado ha superado por sexto día consecutivo la decena de contagios. De ello se están encargando el ministro responsable de la gestión de la crisis, Yasutoshi Nishimura, y la gobernadora de Tokio, Yuriko Koiko, ante el peligro que representaría una segunda ola de contagios en la capital de Japón.

El sábado, según cifras del Gobierno metropolitano de Tokio, se confirmaron otros 26 casos en la ciudad, una decena de ellos en las zonas de ocio nocturno.

Estados Unidos, manifestaciones y posibles contagios

Los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades de Estados Unidos (CDC, por sus siglas en inglés), han informado este domingo de que están vigilando “estrechamente” la ola de manifestaciones antirracistas en el país por posibles contagios de coronavirus. Los CDC  están vigilando estrechamente las manifestaciones que se están produciendo en todo Estados Unidos. Las Protestas y las concentraciones grandes de gente dificultan que se mantengan lasas recomendaciones sobre distanciamiento social y pueden poner a otras personas en peligro.

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Los Idiotas

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 Por JOSEPH CONRAD


Corríamos a lo largo del camino que va de Treguier a Kervande. Pasamos a trote ligero entre las enredaderas que cubren las tapias que flanquean la carretera; luego, al pie de la pronunciada pendiente que se encuentra antes de Floumar, el caballo aminoró la carrera y el conductor saltó pesadamente del asiento. Hizo chasquear el látigo y trepó la pendiente, marchando torpemente, colina arriba, al lado del vehículo, con una mano en el estribo y los ojos en el suelo. A poco levantando la cabeza, señaló a lo alto del camino con el extremo de su látigo y exclamó:

–¡El idiota!

Sobre la superficie ondulante de la tierra el sol brillaba con violencia. Las prominencias del terreno se veían coro­nadas de árboles delgados, con las ramas levantadas hacia el cielo, como prendidas sobre zancos. Los breves campos, cortados por matorrales y muros zigzagueantes sobre las lomas, se extendían en manchas rectangulares de vividos verdes y amarillos, semejantes a los torpes brochazos de una ingenua pintura. Dividía en dos al paisaje el cordón–blanco de un camino, que se extendía en grandes vueltas a lo lejos, como un río de polvo surgiendo a rastras entre las colinas, en su camino al mar. –Aquí está –anunció el cochero nuevamente. En el largo césped que bordeaba el camino al paso del carruaje brilló un rostro al nivel de las ruedas. Era rojo el rostro imbécil; la cabeza en forma de bala, de cabellos cor­tados al rape, parecía hallarse sola, con el mentón metido en el polvo. El cuerpo se perdía entre las matas, que cre­cían espesas a lo largo de la profunda zanja.

Era un rostro de muchacho. A juzgar por su estatura po­dría haber tenido dieciséis años, quizá menos, quizá más. A tales criaturas las olvida el tiempo y viven respeta­das de los años hasta que la muerte las recoge en su seno piadoso; la muerte fiel, que jamás, en la urgencia de su obra, olvida al más insignificante de sus hijos.

–¡Ah! ¡Allí está otro! –exclamó el hombre, con cierta satisfacción en la voz, como si hubiera visto algo esperado. Allí estaba otro. Aquél se hallaba a la mitad del camino, bajo el rayo del sol y al extremo de su propia y achatada sombra, con las manos metidas en las mangas opuestas de su larga chaqueta, la cabeza hundida entre los hombros, encorvado bajo la inundación de fuego. De lejos tenía el aspecto de alguien que sufriera un frío intenso. –Estos son gemelos –expuso el cochero. El idiota se arrastró dos pasos apartándose de nuestro camino y nos miró desdeñosamente después que pasamos rozándolo. La mirada era ciega y fija, una mirada fascinada, pero no se volvió a observarnos. Probablemente la visión pasó ante sus ojos sin dejar traza alguna en su deforme mente de criatura imbécil. Cuando alcanzamos la cima de la pendiente, eché una mirada sobre el idiota. Se encon­traba en el camino, precisamente donde lo habíamos de­jado.

El cochero trepó a su asiento, chasqueó la lengua, y bajamos la colina. A intervalos el freno rechinaba horrible­mente. Al pie de la colina disminuyó la velocidad del rui­doso mecanismo, y el conductor nos dijo, volviéndose a medias en su asiento:

–Más adelante veremos otros de ellos.

–¿Más idiotas? Pero, ¿cuántos hay? –pregunté.

–Son cuatro, hijos de un granjero de Ploumar… Los padres no viven ya –agregó, después de una pausa–. La abuela ocupa la granja. Durante el día los muchachos corretean por este camino, y regresan al crepúsculo con el ganado… La granja es de las buenas.

Como nos lo anunció el conductor, vimos a los otros dos: un muchacho y una chiquilla. Vestían exactamente igual, con ropas informes y zagalejo. El ser imperfecto que vivía en ellos los hizo graznarnos desde la cima del banco, donde estaban tendidos entre los recios tallos de los tojos. Sus cabezas, peladas al rape, surgían del brillante muro amarillo de innumerables botoncitos. Tenían la cara roja por el esfuerzo de gritar; las voces sonaron huecas y ca­carearon como mecánica imitación de la voz de los an­cianos, cesando repentinamente al doblar nosotros un re­codo.

Los vi muchas veces, en mis correrías por el país. Vi­vían en aquel camino, dejándose caer aquí y allá, obede­ciendo al impulso inexplicable de su monstruosa oscuridad. Constituían una ofensa al sol, un reproche al cielo vacío, una mancha sobre el vigor concentrado y firme del paisa­je. A su tiempo, la historia de sus padres fue tomando forma ante mí, surgiendo de las negligentes respuestas, de las palabras indiferentes oídas en hosterías a la vera del camino o en el camino mismo frecuentado por aquellos idiotas. Parte de ella me la refirió un viejo extenuado y escéptico, poseedor de un tremendo látigo, mientras trotá­bamos por el polvo, al lado de un carricoche de dos rue­das cargado de algas. Más tarde, y en diferentes ocasiones, otras personas completaron y confirmaron la historia, has­ta que se impuso ante mí un relato formidable y simple, como lo son siempre estas revelaciones de oscuras trage­dias soportadas por corazones ignorantes.

Al regresar de su servicio militar, Jean Pierre Bacadou encontró a sus padres muy entrados en años. Observó con pena que los trabajos de la granja no iban satisfactoriamente. Faltaba al padre la energía de otros días, y los peones aprovechaban la ausencia del ojo del amo. Con igual dolor Jean Pierre notó que el montón de estiércol que había en el patio, ante la única entrada a la casa, no era tan grande como debiera serlo. No se habían reparado las empalizadas y el ganado sufría por falta de cuidados. En la casa misma la madre se encontraba postrada en cama, y en la amplia cocina las criadas charloteaban rui­dosamente, a su capricho, desde la mañana hasta la no­che. Jean–Pierre se dijo: “Es necesario cambiar todo es­to”. Una tarde habló con su padre del asunto, cuando los rayos del sol poniente, atravesando el patio, distaban de cintas luminosas las espesas sombras. Sobre el montón de  estiércol flotaba un humillo oloroso y opalino, y las merodeadoras gallinas interrumpían su andar, de cuando en cuando, para examinar, con una mirada repentina de sus ojillos redondos, a los dos hombres, altos y delgados, que hablaban en tono ronco. El viejo, iodo encogido por el reumatismo y abrumado por años de labor, y el joven, hue­sudo y recto, hablaban sin ademanes, con la indiferente manera de los campesinos, graves y lentos. Pero antes de que el sol se hubiera puesto el padre se había rendido a los razonables argumentos de su hijo.

–No es por mí por quien hablo –insistió Jean Pierre– es por la tierra. Es una lástima verla tan mal empleada. No, no es por mí por quien desespero. El viejo asintió sobre su bastón.

–Cierto, cierto –murmuró–. Tienes razón. Haz lo que quieras. Tu madre es quien se alegrará.

La madre se sintió complacida con su nuera. Impetuosa­mente Jean Pierre metió el cochecillo en el patio. El tordillo galopó briosamente, y la novia y el novio, sentado uno junto al otro, eran sacudidos hacia atrás y adelante, por la oscilación de los ejes, en una forma regular y brus­ca. Sobre el camino los lejanos invitados a la boda se desbandaban en parejas y grupos. Meciendo los brazos  ociosos, avanzaban los hombres pesadamente. Vestían ropas ciudadanas: chaquetas cortadas con descuidada ele­gancia, recios sombreros negros, inmensas botas, extrema­damente brillantes. A su lado iban sus mujeres, tocadas sencillamente, de negro, con blancos bonetes y chalas de tintas descoloridas plegados triangularmente a la espalda. Al frente el violín entonaba un son estridente, y la flauta voceaba y canturreaba, mientras el músico hacía cabriolas con gran solemnidad, levantando en alto los pesados chan­clos. La sombría procesión surgía y desaparecía en los estrechos senderos en el sol y en la sombra, entre campos y setos, asustando a los pajarillos que escapaban en ban­dadas a derecha e izquierda. En el patio de la granja de Bacadou el negro cordón recogióse en un grupo de hom­bres y mujeres que se empujaban a la puerta con gritos y saludos. Por muchos meses se guardó memoria de la cena de boda. Fue una fiesta espléndida, celebrada en el huer­to. Granjeros de considerables fortunas y magnífica reputa­ción se tendieron a dormir en los surcos, a todo lo largo del camino a Treguier, hasta ya entrada la tarde del si­guiente día. Toda la comarca participó de la felicidad de Jean Fierre. Se conservó él sobrio y, con su apacible es­posa, se abstuvo de mezclarse a los demás, dejando a su padre y a su madre cosechar las gracias y los hono­res que les eran debidos. Mas al día siguiente tomó pose­sión de la granja con firmeza, y los ancianos sintieron caer sobre si, finalmente, una sombra precursora de la tumba. El mundo es de los jóvenes.

Cuando nacieron los gemelos sobraba sitio en la casa, pues la madre de Jean Pierre había ido a morar bajo una pesada lápida en el cementerio de Poumar. Aquel día, por primera vez desde el matrimonio de su hijo, el viejo Ba­cadou, olvidado por el grupo cacareante de extrañas mu­jeres que llenaba la cocina, abandonó de mañana su si­llón al lado de la chimenea y se dirigió al establo, sacu­diendo, acongojado, sus blancos cabellos. Muy bien que su hijo le diera nietos, pero ante todo quería su sopa al mediodía. Cuando le mostraron los niños, los miró fijamen­te y murmuró algo como: “Es demasiado”. Es imposible explicar si quería decir demasiada dicha, o comentaba así, simplemente, el número de sus descendientes. Puso un ges­to ofendido, tanto como podía expresarlo su viejo rostro impasible, y por mucho tiempo después podía habérsele visto, casi a cualquier hora del día, sentado a la puerta, la nariz sobre las rodillas, una pipa entre las encías, reco­gido en una especie de colérica y concentrada murria. Al­guna vez habló a su hijo, refiriéndose a los recién llegados con un gruñido:

–Se van a disputar la tierra.

–Por eso no te inquietes, padre –replicó Jean Pierre estólidamente, y pasó, inclinado, tirando de una vaca re­calcitrante.

Era dichoso, y no lo era menos Suzanne, su mujer. No era aquélla una alegría etérea, acogiendo nuevas almas a la lucha, quizás a la victoria. En unos catorce años ambos chicos serían una ayuda y, pasado un tiempo, Jean Pierre imaginaba a sus dos hijos, ya grandes, cruzando por la hacienda, de prado en prado, reclamando tributo a la tierra, amada y fructífera. Suzanne era también feliz, porque no le gustaba que se refiriesen a ella como a la “desdichada mujer”, y ahora que era madre de dos niños no podrían ya llamarla así. Tanto ella como su esposo habían visto algo del mundo: él durante sus años de servicio, ella cuando pasó un año, o casi así, en París, en compañía de una familia bretona; pero ambos se sintieron demasiado nostál­gicos para permanecer por mucho tiempo lejos de la ver­de y montañosa comarca asentada en un apartado círculo de rocas y arenas, en donde ella naciera. Suzanne calcu­laba que uno de los muchachos habría de ser sacerdote, pero de esto no dijo nada al marido, de ideas republica­nas y que odiaba a esas “cornejas”, como llamaba a los ministros de la religión. El bautizo resultó una ceremonia espléndida. Todo el vecindario asistió a él, pues los Bacadou eran ricos e influyentes, y en ciertas ocasiones no paraban mientes en los gastos. El abuelo lució un traje nuevo.

Varios meses más tarde, una noche, ya lavada la cocina y cerrada la puerta, Jean Pierre preguntó a su mujer, lan­zando a la cuna una mirada: “¿Qué es lo que tienen los muchachos?” Y, como si tales palabras, pronunciadas con calma, fueran augurio de infortunios, la mujer replicó con un gran gemido que debió oírse a través del patio hasta la pocilga, porque los puercos (los Bacadou eran dueños de los mejores cerdos del país) se estremecieron y gru­ñeron quejumbrosos en la noche. El marido prosiguió co­miendo lentamente su pan con manteca, mirando a la pared, mientras el plato de sopa humeaba bajo su mentón. Había vuelto tarde del mercado, en donde había oído, y no por la primera vez, que se murmuraba a su espalda. Al regre­sar a casa, había venido dando vueltas a aquellas pala­bras en su mente: “¡Unos simples! ¡Ambos!… ¡Que nun­ca servirían para nada!…” ¡Vaya! Quizá, quizá. Habría que ver. Le preguntaría a su mujer. Y ésta era su res­puesta. Sintió como un golpe en el pecho, pero se limitó  a decir:

–¡Tráeme algo de sidra; tengo sed! Suzanne salió, lamentándose, con un cántaro vacío en la mano. Entonces su marido se levantó, tomó la luz, y apro­ximóse despacio a la cuna. Los gemelos dormían. Los miró de reojo, concluyendo de mascar allí su bocado; re­gresó con pesadez y se sentó nuevamente ante su plato. Cuando la esposa volvió, Jean Pierre no levantó siquiera la cabeza, sino que se llevó a la boca dos grandes cucha­radas, ruidosamente, observando con aire sordo: –Cuando duermen, son como los hijos de los demás. La mujer se sentó bruscamente en un banquillo próximo y se estremeció en una silenciosa tempestad de sollozos, incapaz de hablar. Jean Pierre concluyó su cena y perma­neció echado hacia atrás, perezosamente, en el asiento, los ojos perdidos en las negras vigas del techo. Ante él la vela de sebo llameaba erecta y roja, despidiendo un frá­gil hilo de humo. La luz descansaba sobre la piel tostada y gruesa de su cuello; las mejillas hundidas parecían dos manchas de oscuridad, y todo su aspecto era lúgubremente estólido, como si rumiara con dificultad interminables ideas. De pronto, deliberadamente, exclamó:

–Tenemos que ver a alguien… consultar. No llores… No todos serán así… ¡Seguro que no! Por ahora, hay que irse a la cama.

Después de nacido el tercer niño Jean Pierre prosiguió en su trabajo, animado por una tensa esperanza. Sus labios parecían más estrechos, más firmemente apretados que nunca, como temeroso de que la tierra que labraba al­canzase a percibir la voz de la esperanza alentada en su corazón. Observaba al pequeño, aproximándose a la cuna con un pesado resonar de zuecos sobre el piso de piedra, y asomaba sobre ella la mirada, a lo largo del hombro, con esa indiferencia que es como una deformidad en la humanidad campesina. Como la tierra que sirven y escla­vizan, estas gentes, lentas en el mirar y en la palabra, no descubren el fuego interior, de tal manera que se termina por preguntar, como ocurre con la tierra, qué hay en el fondo; fuego, violencia, una fuerza misteriosa y terrible… o nada más que tierra, una masa fértil e inerte, fría e in­sensible, dispuesta a sostener a un puñado de plantas que mantengan la vida o proporcionen la muerte.

La madre observaba con otra expresión, escuchaba con aire de distinta expectación. Bajo los altos anaqueles col­gantes, que sostenían grandes lonjas de tocino, cuidaba del caldero que se medía sobre unos montantes de hierro o lavaba la larga mesa a la que habrían de sentarse aho­ra los peones de labor en reclamo de la cena. Su espíritu, sin embarco, se conservaba al lado de la cuna, vigilando noche y día, esperando y sufriendo. Aquel chiquillo, como los otros dos, jamás sonreía, jamás alargaba a ella sus manecitas, jamás hablaba, y sus grandes ojos negros nun­ca le mostraron una mirada de reconocimiento, capaces apenas de mirar fijamente cualquier destello, pero desoladoramente incapaces de seguir, con la vista, el brillo de un rayo de solque se deslizara lentamente por el suelo. Mientras los hombres trabajaban, ella pasaba largos días entre sus tres hijos idiotas y el infantil abuelo, que per­manecía en su sillón, ceñudo, angular e inconmovible, con los pies cerca de las cenizas tibias del hogar. El endeble viejo parecía sospechar que algo indebido ocurría a sus nietos. Una sola vez, impulsado por su ternura o quizá por alguna noción de su derecho a ello, quiso cuidar del más pequeño. Lo levantó del suelo, y, mostrándole la lengua, ensayó un tembloroso galope con sus huesosas rodillas. Lo miró luego a la cara fijamente, con sus ojos vidriosos, y volvió o dejarlo en el suelo con gran suavidad. Y se es­tuvo sentado, las zancas cruzadas, moviendo la cabeza ante el humo que escapaba del caldero hirviente, ron una mi­rada senil y reflexiva.

Muda aflicción reinaba en la granja dé Bacadou, com­partiendo con sus habitantes el pan y el aire; y el sacer­dote de la parroquia de Ploumar tuvo gran motivo de re­gocijo. Acudió a visitar al rico terrateniente marqués de Chavanes, con objeto de sacudirse de encima, con alegre unción, algunas solemnes vulgaridades sobre los inescru­tables designios de la Providencia. En la vasta semioscuridad del salón, cubierto de cortinas, el hombrecito seme­jante a un negro faldero, se inclinaba hacia un sofá, el sombrero sobre las rodillas, gesticulando con la mano regordeta ante las líneas alargadas, derramadas graciosa­mente, de la clara bata parisiense que vestía el marqués, quien, medio divertido y medio aburrido, escuchaba con gentil languidez. Sentíase exultante y humilde, orgulloso y atemorizado. Había ocurrido lo imposible. Jean Pierre Ba­cadou, el rabioso granjero republicano, había acudido a misa el domingo último… ¡hasta habíase ofrecido a hos­pedar a los sacerdotes que llegarían a Ploumar durante las próximas fiestas! Aquél era un triunfo para la Iglesia y la buena causa. “Creí pertinente venir en seguida a comuni­carlo al señor marqués. No ignoro lo atento que ha sido siempre al bien del país”, declaró el cura, limpiándose el rostro. Se le invitó a cenar.

Los Chavanes, al regresar aquella noche de acompañar a su huésped hasta la verja principal del parque, discu­tieron el asunto mientras marchaban a la luz de la luna, siguiendo sus largas sombras por la recta avenida de cas­taños. El marqués, un realista, naturalmente, había sido alcalde del distrito que comprende a Ploumar, los escasos villorrios de la costa y los rocallosos islotes que adornan la amarilla superficie de las arenas. Había considerado inse­gura su posición, porque en aquella parte del país existían elementos republicanos bastante poderosos, pero la con­versación de Jean Pierre lo tranquilizaba. Se sentía muy  complacido.

–No tienes idea de la influencia que ejerce esta gente –explicó a su mujer–. Ahora estoy seguro de que las próximas elecciones en el distrito se resolverán satisfacto­riamente. Seré reelecto.

–Tu ambición es insaciable, Charles –exclamó jovial­mente la marquesa.

–Pero, ma chére amie –arguyó el marido seriamente–, es muy importante que este año se elija para alcalde a un hombre de valer, pues hay que tener luego en cuenta las elecciones para la Cámara. Si imaginas que esto puede divertirme…

Jean Pierre se había rendido a la madre de su esposa, Madame Levaille era una mujer de negocios, tan conocida como respetada en un radio de no menos de quince mi­llas. Firme y robusta, se la veía por la región, ya fuera a pie o en el cochecillo de algún conocido, eternamente en movimiento, a despecho de sus cincuenta y ocho años, en continua caza de negocios. Era dueña de muchas casas en todos los pueblos, mantenía canteras de granito, embarca­ba piedra y aun comerciaba con las Islas del Canal. De amplias mejillas, de ojos grandes, persuasiva en el hablar, sostenía sus teorías con la plácida e invencible obstina­ción de una anciana que está segura de sus deseos. Rara vez dormía dos noches seguidas bajo el mismo techo, y en las hosterías era donde mejor podrían informar al que se interesaba por ella. Había pasado por allí, o estaba por pasar, a las seis; o alguno que entraba decía haberla visto aquella mañana, o esperaba encontrarla esa noche. Des­pués de las posadas que dominan los caminos, las iglesias eran los sitios que más frecuentaba. Y más de uno, liberal en sus opiniones, tenía que pedir a cualquier chiquillo que entrase a uno u otro sacro edificio a ver si Madame Le­vaille se encontraba allí, para que la informara de que Fu­lano de Tal se hallaba afuera, esperando habla r con ella sobre la compra de unas patatas, o harina, o piedra, o casas. Y Madame Levaille abreviaba sus devociones, y sa­lía al sol, parpadeando y persignándose, dispuesta a dis­cutir de sus negocios, con calma y razón, sobre una mesa, en la cocina de la posada próxima. Últimamente había per­manecido por unos días, varias veces, en casa de su yerno, procurando ahuyentar con sus palabras la tristeza y el do­lor, hablando con faz compuesta y suave tono. Jean Pierre sentía deshacerse en su pecho las convicciones adquiri­das en el regimiento, y no a fuerza de argumentos, sino de hechos demostrados. Paseando por sus campos, lo pensó detenidamente. Tres eran sus hijos. ¡Tres! ¡Todos seme­jantes! ¿Por qué? Cosa igual no ocurre a todo el mun­do…, a nadie, que él supiera. Uno podía pasar, pero ¡tres! ¡Los tres! Inútiles para siempre, destinados a que se les diese de comer mientras viviesen, y luego… ¿qué sería de la tierra cuando él muriese? Había que cuidar de esto. Sacrificaría sus convicciones. Un día dijo a su mujer:

–Veamos qué puede hacer tu Dios por nosotros. Paga porque se celebren unas misas.

Suzanne abrazó a su marido. El se mantuvo rígido, giró sobre sus talones y siguió. Pero luego, cuando una negra sotana oscureció el umbral de su puerta no hizo ninguna objeción y hasta llegó a ofrecer un vaso de sidra al sacer­dote. Escuchó la conversación con gran mansedumbre; fue a misa entre las dos mujeres y por las Pascuas cumplió con lo que el cura llamaba “sus deberes religiosos”. Aque­lla mañana se sintió como un hombre que hubiera vendido su alma. Por la tarde vino ferozmente a las manos con un  vecino y viejo amigo suyo, que hizo la observación de que toda la ventaja la tenían los curas y habrían ahora de fastidiar a su propio enemigo. Regresó a casa con la ca­bellera en desorden y la nariz sangrante; al ver por un momento a sus hijos –a quienes se tenía generalmente alejados– lanzó una serie de maldiciones incoherentes, dando un puñetazo sobre la mesa. Susana lloró. Madame Levaille permaneció serenamente inconmovible. Aseguró a su hija que “aquello pasaría”, y recogiendo su gruesa som­brilla partió con premura en busca de una goleta que te­nía que cargar granito de su cantera.

Un año más tarde, o cosa así, nació la niña. Una niña. Jean Pierre recibió la noticia mientras se hallaba en los campos, y tanto le contrarió, que dejándose caer en el mu­ro que dividía los terrenos, permaneció allí hasta la noche, en vez de llegarse a su casa, como le urgían. ¡Una niña! Se sentía casi estafado. Con todo, al llegar a casa se en­contraba en parte reconciliado con su suerte. La podría casar con un buen muchacho…, no con uno que no sir­viera para nada, sino con un muchacho inteligente y due­ño de un buen par de brazos. Además, el próximo sería un niño, pensaba. Claro que ambos estarían perfectamen­te. Su recién adquirida credulidad no admitía ninguna du­da. La mala suerte había cesado. Habló a su mujer ale­gremente. Suzanne se mostraba también muy esperanzada. A aquel bautizo asistieron tres sacerdotes, y Madame Le­vaille fue la madrina. La chiquilla resultó igualmente idiota.

Durante los días de mercado que siguieron se vio a Jean Pierre regatear amargamente, pendenciero y codicioso; em­borracharse con taciturna persistencia y volver luego a ca­sa, a la caída del sol, a tal velocidad que se creería iba a una boda, aunque mostraba un gesto digno, por lo som­brío, de un funeral. A veces insistía con su esposa para que lo acompañase, y juntos salían en el cochecillo, muy de madrugada, zarandeándose uno al lado del otro en el estrecho asiento, sobre el puerco impotente que, las patas atadas, gruñía un melancólico suspiro en todos los acci­dentes del camino. Aquellas jornadas matinales eran silen­ciosas; pero al regreso por la noche Jean Pierre, ebrio, mascullaba rencoroso, regañando a la maldita de su mu­jer, incapaz de parir hijos como los de cualquier otro. Su­sana, agarrándose para no caer con las locas sacudidas del carricoche, aparentaba no oír. Cierta vez, mientras atra­vesaba Ploumar, algún oscuro y borracho impulso llevó a Jean Pierre a detenerse bruscamente ante la iglesia. La luna flotaba entre ligeras nubes blancas. En el cementerio de la iglesia resplandecían pálidas las lápidas bajo las som­bras caladas de los árboles. Hasta los perros dormían. Sólo los ruiseñores, despiertos, alargaban la emoción de su canto sobre el silencio de las tumbas. Jean Pierre dijo rudamente a su mujer:

–¿Qué crees que hay allí?

Con el látigo señaló a la torre –en la cual la enorme esfera del reloj surgía alta a la luz de la luna como un rostro pálido y sin ojos–, y al levantarse cuidadosamente, cayó cerca de las ruedas. Se irguió y trepó una a una las escasas gradas que conducían a la verja de hierro del cementerio. Metió el rostro entre los barrotes y gritó dis­tintamente:

–¡Hola, amigos, salid!

–¡Jean! ¡Regresa, regresa! –le conminó en voz baja su mujer.

El no prestó atención a su llamado y pareció aguardar allí. El canto de los ruiseñores resonaba por todos lados contra los altos muros de la iglesia y hacía eco entre cru­ces de piedra y grises losas planas, cinceladas con pala­bras de dolor y esperanza.

–¡Jey! ¡Salid! –gritó Jean Pierre con tono vibrante.

Los ruiseñores cesaron de cantar.

–¿No hay nadie? –prosiguió Jean Pierre–. No hay nadie. Es una estratagema de las “cornejas”. Sí, señor, eso es lo que es. No hay nadie por aquí. Los desprecio. Allezl ¡Hup!

Sacudió la verja con todas sus fuerzas, y las barras de hierro resonaron en pavoroso retintín, como una cadena arrastrada sobre unas gradas de piedra. Un perro cercano ladró locamente. Jean Pierre retrocedió vacilante y, tras varios impulsos sucesivos, logró trepar al carro. Susana permanecía inmóvil y muda. Su marido le anunció con se­veridad de borracho:

–¿Ves? No hay nadie. ¡Me han engañado! ¡Mal rayo los parta! Pero me las han de pagar. ¡Al primero que vea por la casa, le doy de cintarazos… en la cochina espal­da!… Como lo digo. No quiero verla allí…, no sirve sino para ayudar a la carroña de las cornejas a robar a los pobres. Soy un hombre… Veremos si no puedo tener hijos como los demás… Tú pon cuidado… No todos ha­brán…, todos no…, veremos…

Entre los dedos que ocultaban su rostro, Suzanne sollozó:

–¡No digas eso, Jean! ¡No digas eso, amor mío!

Jean Pierre le dio un golpe en la cabeza con el reverso de la mano y la envió al fondo del coche, en donde que­dó encogida, sacudida lamentablemente por los saltos del vehículo. El marido guió furioso, de pie, blandiendo el lá­tigo, sacudiendo las riendas sobre el tordillo, que galopaba pesadamente, haciendo saltar las recias guarniciones sobre sus amplios lomos. La comarca resonaba clamorosa en la noche con el ladrar irritado de los perros, que seguían por todo el camino el rechinamiento de las ruedas. Un par de tardíos caminantes apenas tuvo tiempo para saltar a una zanja. Al llegar a su puerta arrolló el poyo y salió del carricoche arrojado de cabeza. El caballo siguió su marcha lentamente, A los agudos gritos de Susana acudieron apre­suradamente los peones de la granja. Susana le creía muerto, pero se hallaba sólo desmayado en el sitio donde había caído, y maldijo a sus hombres, que se aproximaron en su ayuda, por despertarlo de su sueño.

Llegó el otoño. El cielo nuboso descendía sobre los ne­gros contornos de los montes, y las hojas muertas dan­zaban en espirales bajo los árboles desnudos, hasta que el viento, suspirando profundamente, las llevaba a descan­sar al hueco de valles desolados. Y de la mañana a la noche eran visibles, por toda la tierra, negras ramas des­pojadas, retorcidas y nudosas, como contorsionadas de do­lor, que se mecían tristemente entre el cielo húmedo y la tierra mojada. Los claros y suaves arroyos del verano se apresuraban, descoloridos y furiosos, contra las piedras que dificultaban el camino al mar, animados de la furiosa lo­cura que impulsa al suicidio. De horizonte a horizonte, el largo camino corría entre las montañas, en un sordo des­tello de curvas vacías, semejante a innavegable río de lodo.

Jean Pierre iba de campo en campo, agitándose, borroso y alto, en la llovizna, o surgiendo en la cima de las cues­tas, solitario y grande sobre el fondo de la gris cortina de nubes fugaces, como si se hallara paseando a lo largo del borde mismo del universo. Miraba a la tierra negra, a la tierra muda y rica de promesas, a la tierra misteriosa que realizaba su obra de vida en mortuoria inmovilidad bajo el dolor velado del cielo. Y se decía que para un hombre como él, más desgraciado que si no tuviera hijos, la fecundidad de los campos no guardaba ninguna pro­mesa, que la tierra huía de él, lo traicionaba y le hacía muecas, como las nubes, presurosas y sombrías, sobre su cabeza. Teniendo que enfrentarse solo con sus campos, sentía la inferioridad del hombre que muere antes que la tierra, capaz de perdurar. ¿Tendría que abandonar la es­peranza de ver a su lado a un hijo que habría de asomarse a los surcos con mirada de amo? ¡Un hombre que pen­sara como él, que sintiera como él! ¡Un hombre que fuera parte integrante de él mismo y, sin embargo, permaneciera atrás para hollar aquella tierra cuando él hubiera muerto! Pensó en algunos parientes lejanos y sintióse lo bastante salvaje para maldecirlos en voz alta. ¡Ellos! ¡Jamás! Vol­vió sus pasos, dirigiéndose en línea recta hacia su morada, visible entre los entrelazados esqueletos de los árboles. Al llegar el portillo, una graznante bandada de pájaros se posaba lenta sobre el campo, cayendo a su espalda, si­lenciosa y aleteante, como copos de hollín.

Aquel mismo día Madame Levaille se había ido, a hora temprana, a la casa que poseía cerca de Kervanion. Tenía que pagar allí a algunos de los hombres que trabajaban en sus canteras de granito, y llegaba a buena hora, porque su casa contaba con una tienda, en la cual sus obreros po­drían gastar sus jornales sin verse obligados a ir a la ciudad. La cata se elevaba sola entre unas rocas. Un sen­dero de piedra y todo moría a la puerta. Las brisas ma­rinas que alcanzaban las costas sobre la punta de Pica­pedreros, frescas del fiero tumulto de las olas, aullaban violentamente a los montones impasibles de negros guija­rros que sostenían, firmemente, altas cruces de brazos breves contra la tremenda embestida de lo invisible. En la precipitación de los grandes vientos el recogido caserón se elevaba en una paz sonora e inquietante, como la calma en el centro de un huracán. En noches tempestuosas, an­tes de subir la marea, la bahía de Fougére, a cincuenta pies bajo la casa, semejaba un inmenso pozo negro, del que ascendían murmullos y suspiros, como si las arenas del fondo vivieran y se quejasen. Cuando la marea era alta, las aguas en retirada asaltaban las capas de roca en bre­ves embestidas, que concluían en reventones de lívida luz y columnas de espuma que volaban tierra adentro, mor­disqueando hasta matar el césped de las pasturas.

La oscuridad llegaba a los montes, volaba sobre la cos­ta, apagaba los rojos fuegos del crepúsculo y seguía hacia el mar, persiguiendo a la marea en fuga. El viento caía con el sol, dejando atrás un mar embravecido y un cielo devastado. Sobre la casa los cielos parecían vestirse de ne­gros harapos, que sostuvieran, aquí y allá, alfileres de fuego. Madame Levaille, convertida esa tarde en sirvienta de sus propios trabajadores, intentó convencerlos de que se fueran: “Una vieja como yo debiera estar en cama a una hora como ésta”, repetía de buen humor. Los pica­pedreros bebían y reclamaban un trago más. Gritaban en la mesa como si hablasen en un campo. En un extremo, cuatro de ellos jugaban a las cartas, sacudiendo la mesa con sus recios puños, jurando a cada jugada. Uno perma­necía con mirada perdida, canturreando una estrofa de al­guna canción, que repetía interminablemente. Otros dos, en un rincón, reñían confidencial y ferozmente por alguna mujer, mirándose fijo a los ojos, como si quisieran arran­cárselos, pero hablando en aojados susurros que prome­tían muerte y violencia, en silbido venenoso de palabras. El ambiente era tan espeso que podría haberse tajado con un cuchillo. Tres velas que ardían en la larga pieza res­plandecían rojas y mustias, como chispazos que expirasen en cenizas.

El ligero golpe del cerrojo sonó, a una hora tan avan­zada, inesperado y sobrecogedor como un trueno. Madame Levaille puso sobre la mesa la botella con la que iba a llenar un vaso; los jugadores volvieron la cabeza; cesó la susurrante disputa; sólo el que cantaba, después de una mirada a la puerta, siguió canturreando con rostro imbécil, Suzanne apareció en el umbral, entró, y cerrando la puerta de un golpe, apoyó la espalda contra ella, exclamando, casi en voz alta:

–¡Madre!

Madame Levaille, levantando de nuevo la botella, dijo con calma:

–¡Conque eres tú, hija! Pero, ¡en qué estado vienes!

El cuello de la botella tintineó sobre el borde de los va­sos, porque la anciana se había asustado, asaltándole la idea de que la granja se incendiaba. No se le ocurría nin­gún otro motivo que le explicase la presencia de su hija.

Suzanne, empapada y manchada de lodo, miró, a lo largo de la pieza, hacia los hombres que peleaban en el rincón. Su madre inquirió:

–¿Qué ha ocurrido? ¡Dios nos guarde de cualquier des­gracia!

Suzanne agitaba los labios. No se le oía palabra alguna. Madame Levaille se aproximó a su hija, y tomándola del brazo, la miró a la cara:

–¡Por Dios! –exclamó, estremecida–, ¿qué ocurre? Estás cubierta de lodo… ¿Por qué has venido?… ¿Dón­de está Jean?

Todos los hombres se levantaron y se aproximaban len­tamente, mirando a ambas mujeres con tonta sorpresa. Madame Levaille sacudió a su hija, y apartándola de la puerta, la arrastró a una silla colocada cerca del muro. Luego gritó fieramente a los hombres:

–¡Basta! ¡Largo de aquí ustedes también, que voy a cerrar!

Uno de ellos, viendo a Suzanne aplastada sobre el asien­to, dijo:

–Se diría que… está… medio muerta. Madame Levaille, abriendo de un portazo:

–¡Lárguense! ¡Andando! –les gritó, estremeciéndose nerviosamente.

Los obreros se internaron en la noche, riendo estúpida­mente. Ya afuera, los Lotarios irrumpieron en grandes gri­tos. Los demás quisieron calmarlos, hablando todos al mis­mo tiempo. El alboroto se perdía sendero arriba, con los hombres que tropezaban juntos en apretado nudo, recri­minándose tontamente los unos a los otros.

–Habla, Suzanne, ¿qué ocurre? ¡Habla! –rugió Madame Levaille, tan pronto como se cerró la puerta.

Con la mirada clavada en la mesa, Suzanne pronunció algunas palabras ininteligibles. La anciana, dando una pal­mada a la altura de su cabeza, dejó caer las manos, con­templando a su hija con gesto desconsolado. Su marido había tenido “trastornado el seso” algunos años antes de morir, y ahora le asaltaba la sospecha de que su hija se volvía loca. Preguntó apremiante:

–¿Sabe Jean dónde te encuentras? ¿Dónde está él?

–Sólo él lo sabe… Ha muerto –respondió Suzanne con dificultad.

–¿Qué? –gritó la anciana.

Aproximóse, y escudriñando a su hija, repitió:

–¿Qué dices? ¿Qué dices? ¿Qué dices?

Con los ojos secos, Suzanne permanecía inmóvil ante Madame Levaille, que la contemplaba, sintiendo arrastrarse, en el silencio de la morada, una inexplicable sensación de horror. No comprendió aquella nueva sino para darse cuen­ta, en un brevísimo instante, de que tenía que hacer fren­te a un hecho inesperado y definitivo. Ni siquiera intentó pedir una explicación. Pensaba en un accidente, un te­rrible accidente…, la sangre le subió a la cabeza…, ha­bía rodado al sótano por algún escotillón… Permanecía allí, distraída y muda, con sus viejos ojos parpadeantes.

Repentinamente Suzanne dijo:

–Lo he matado.

Por un instante la madre permaneció inmóvil, casi sin respirar, pero con aire reposarlo… Un segundo después…

Repentinamente Suzanne dijo:

–¡Loca miserable!… Van a cortarte el pescuezo…

Imaginaba a los guardias penetrando en la casa y diciéndole: “Venimos en busca de su hija, entréguenosla”, los guardias, con el rostro duro y severo, de hombres que cumplen con su deber. Recordaba al brigadier –un anti­guo amigo, familiar y respetuoso– exclamando con fogo­sidad: “¡A su salud, Madame!”, antes de llevar a los la­bios la copita de coñac: del coñac especial que ella re­servaba a los amigos… ¡Y ahora!… Se le iba la cabeza. Iba de acá para allá, como buscando algo que necesitase con urgencia; interrumpió su paseo, e inmovilizándose, in­conmovible, en el centro de la habitación gritó a su hija:

–¿Por qué? ¡Habla! ¡Di! ¿Por qué?

La otra pareció surgir, en un salto, de su extraña apatía.

–¿Crees que soy de piedra? –replicó en un grito, ade­lantándose a zancadas hacia su madre.

–¡No! Es imposible… –decidió Madame Levaille en tono convencido.

–Ve averlo, madre –le respondió Suzanne, mirándola con ojos ardientes–. No hay piedad en el cielo… ni justicia. ¡No!… Lo ignoraba… ¿Crees que no tengo corazón? ¿Crees rúa no he oído nunca a las gentes burlarse de mí, compadeciéndome, extrañándose? ¿Sabes cómo me lla­man algunas? “Madre de idiotas”, ¡Ese era mi apodo! Y mis hijos no me reconocían, no me hablaban nunca… No sabían ellos; ni los hombres… ni Dios. ¡Lo que he rezado! Pero la misma Madre de Dios no quiso escucharme. ¡Una madre!… ¿Quién es el maldito? ¿Yo, o el muerto? ¿En? ¡Contéstame! Por mi parte, yo me cuidaba. ¿Supones que soy capaz de desafiar la ira del Señor y ver mi casa llena de esas cosas… que resultan peor que animales, que por lo menos reconocen la mano que los aumenta? ¿Quién blasfemó en la noche, a las puertas mismas de la iglesia? ¿Fui yo?… Yo no hice sino sufrir y rezar, pi­diendo misericordia… ya toda hora del día la maldición pesa sobre mí…, el tita entero la veo a mi alrededor… Y he de mantenerlos vivos… de cuidar de mi infortunio y mi vergüenza. Luego llegaba él. Y a él y al cielo men­digaba piedad… ¡No!… Veremos, pues… Esta noche vino Jean. Me dijo: “¡Oh! ¡Otra vez!”… Tenía en las manos mis largas tijeras. Lo oí gritar… Lo vi muy pró­ximo… ¿Que tengo que…? ¿Que tengo, eh?… ¡Toma, pues!… Y le partí el cuello, arriba del esternón… Ni siquiera le oí suspirar… Lo dejé de pie… No hace un minuto que ocurrió. ¿Cómo es que estoy aquí?

Madame Levaille se estremeció. Una ola de frío corrió por su espalda y a lo largo de sus gruesos brazos, bajo las mangas estrechas, haciéndola estremecer blandamente sobre el suelo que pisaba. Corrían temblores por sus an­chas mejillas, sobre los labios finos, entre las arrugas que se le hacían en las comisuras de sus firmes ojos ancianos. Balbuceó:

–¡Mala mujer!… Vas a deshonrarme. ¡No es raro! Te pareciste siempre a tu padre. ¿Qué crees que será de ti… en el otro mundo? Porque en éste… ¡Qué miseria!

Ardía ahora. Sentía que le quemaban las entrañas. Se retorcía las manos sudorosas… y, de pronto, febrilmente, comenzó a buscar su enorme chal y su sombrilla, febril­mente, sin mirar una vez siquiera a su hija, que perma­necía en medio de la pieza siguiendo sus movimientos con una expresión ausente y fría.

–Nada peor de lo que me ocurre en éste –contestó Suzanne.

Su madre, con la sombrilla en la mano y buscando el chal por el suelo, gruñó profundamente:

–Tengo que ir a ver al padre–. Y luego estalló apasio­nadamente–. ¡No sé si me dirás siquiera la verdad! ¡Eres una perdida! A cualquier lado que vayas, allí te encontra­rán. Puedes quedarte o irte. En este mundo no hay sitio para ti.

Lista ya para salir, vagó aún sin objeto por la pieza, colocando las botellas en el anaquel, procurando arreglar, con temblorosas manos, las cubiertas de las cajas. Cuando en la bruma de sus ideas surgía, por un instante, el ver­dadero sentido de lo que acababa de oír, imaginaba qua algo estallaría en su cerebro, sin hacerle pedazos la ca­beza, desgraciadamente, pues hubiera sido un consuelo. Una por una fue apagando las velas a soplos, sin darse cuenta de ello, y al terminar se sintió terriblemente asus­tada por la oscuridad. Se dejó caer sobre un banco y prin­cipió a gemir. Pasado un rato cesó en sus quejad escu­chando respirar a su hija, a quien apenas podía ver, y que, rígida e inmóvil, no daba ninguna otra señal, de vida. Durante aquellos minutos envejecía, al fin, rápidamente. Habló luego en un tono vacilante, interrumpido por el cas­tañeteo de sus dientes, como atacada de mortal y helado acceso de fiebre.

–Quisiera que hubieras muerto de chica. No me atre­veré más a sacar al sol mi vieja cara. Hay desgracias peo­res que la de tener hijos idiotas. Ojalá hubieras nacido tan imbécil como tus propios…

Distinguió la figura de su hija que atravesaba la débil y lívida claridad de una ventana. Surgió luego en el um­bral, por un segundo, y la puerta se cerró con un golpe vibrante. Madame Levaille, como despertando de una inter­minable pesadilla ante aquel ruido, se precipitó afuera.

–¡Suzanne! –gritó desde el umbral.

Oyó rodar una piedra, durante largo rato, por el declive de la rocallosa playa, arriba de las arenas. Avanzó caute­losamente, con una mano sobre el muro de la casa, y escudriñó hacia abajo en la mansa oscuridad de la hueca bahía. Una vez más clamó:

–¡Suzanne! ¡Vas a matarte!

La piedra había dado en la oscuridad su último salto, y Madame Levaille no oía nada ya. Una idea repentina pareció estrangularla, y no quiso llamar más. Volvió la es­palda al negro silencio del pozo y subió por el camino que llevaba a Ploumar, tropezando en su marcha, animada de sombría determinación, como si hubiera emprendido una peregrinación desesperada que habría de durar hasta el fin de sus días. Un hosco y repetido clamor de olas ro­dando sobre los arrecifes la siguió tierra adentro, entre las altas zarzas que cubrían la melancólica soledad de los campos.

Suzanne, al salir corriendo, torció a la izquierda de la puerta, y a la orilla del barranco se dejó caer tras de una peña. Una piedra suelta fue al fondo, resonando al saltar, Cuando Madame Lavaille gritó llamándola, Suzanne habría podido tocarla sólo con estirar la mano, si no le hubiese faltado valor para hacer siquiera un movimiento. Distinguió a la anciana que se alejaba y permaneció inmóvil, cerran­do los ojos y estrechándose contra la nudosa superficie de la roca. A poco, un rostro familiar, de ojos fijos y boca abierta, se hizo visible en la intensa oscuridad que reinaba entre las peñas. Lanzando un grito, Susana se levantó. Des­vanecióse el rostro, dejándola sola, estremecida y temblo­rosa, en el páramo de piedras. Pero tan pronto como se dejó caer nuevamente a descansar, apoyando la cabeza en la roca, el rostro regresó, se aproximó, al parecer ansioso de concluir las palabras que, apenas hacía un momento, había interrumpido la muerte. Suzanne se irguió prontamen­te y exclamó:

–¡Vete, o te mataré otra vez!

El ser aquél se columpió, meciéndose a la derecha, a la izquierda. Susana iba de un lado a otro, retrocedía, gri­taba, sintiéndose abrumada por la inmutable quietud de la noche. Tambaleóse sobre el borde, y sintiendo bajo sus pies el pronunciado declive, se precipitó hacia abajo, ciega­mente, para librarse de una caída.– El abismo pareció des­pertar; los guijarros corrían ante ella, la perseguían desde arriba, bajaban precipitadamente, de todos lados, rodando a su paso en creciente repiqueteo. En la paz de la noche se acrecentó el rumor, continuo y violento, como si todo el semicírculo de la playa pedregosa se precipitara a la bahía. Los pies de Suzanne apenas si tocaban la cuesta, que pa­recía correr con ella. En el fondo tropezó, vaciló hacia adelante, extendiendo los brazos, y cayó pesadamente. Se levantó en seguida de un salto y se volvió, ligera, para mirar atrás, llenas las manos apretadas de la arena que oprimiera al caer. El rostro estaba allí, conservando su distancia, perceptible en su propio resplandor, que ponía una mancha pálida en la noche. La mujer gritó: “¡Vete!…” aulló, dolorida, temerosa, con todo el furor de aquella in­útil puñalada, incapaz de mantenerlo lejos de su vista. ¿Qué buscaba ahora? Chilló ante el rostro, agitando las manos extendidas. Le pareció sentir el aliento de unos labios entreabiertos y, con un enorme grito de terror, huyó por el fondo de la bahía.

Corría ligeramente sin hacer ningún esfuerzo. Altas ro­cas afiladas, que cuando está inundada la bahía asoman sobre la resplandeciente planicie de agua azul, como pun­tiagudas torres de iglesias sumergidas, brillaban a su paso mientras huía sin poderse dominar. A su izquierda, distin­guió algo brillante: un ancho disco de luz en el cual del­gadas sombras giraban como los rayos de una rueda. Oyó una voz que llamaba: “¡Jey! ¡Mujer!”, y replicó con un loco chillido. ¡Aún podía llamarla! La conminaba a dete­nerse. ¡Jamás!… Corrió en medio de la noche y atra­vesó un grupo de recolectores que rodeaban su linterna y se quedaron paralizados de miedo ante este chi­llido de otro mundo que surgía de aquella sombra en fuga. Los hombres se apoyaron sobre sus horquillas con una mirada de terror. Una mujer cayó de rodillas y, persig­nándose, comenzó a rezar en alta voz. Una chiquilla, con la harapienta falda llena de algas viscosas, rompió a llorar desesperadamente, arrastrando su empapada carga hasta el hombre que llevaba la luz. Alguien comentó: “La cosa ésa desapareció hacia el mar”. Otro exclamó: “¡Y el mar retrocede! Ved cómo se multiplican las charcas. ¡Eh, mu­jer!… ¿No oye? ¡Levántese!”. Varias voces clamaron a un tiempo: “¡Sí, vamonos! ¡Dejad que el maldito fantasma se pierda en el mar!” Se agitaron, estrechándose alrede­dor de la luz. De pronto, un hombre juró a gritos. Debía irse a ver qué ocurría. La voz habla sido de mujer. El iría. Las mujeres protestaron con sus voces agudas, pero la alta silueta del hombre se separó del grupo y se alejó corriendo. Lo siguió un llamado unánime y asustado. Les replicó una palabra, insultante y burlona, que les arroja­ron desde la oscuridad. Gimió una mujer. Un viejo mur­muró gravemente: “A esas cosas hay que dejarlas en paz”. Continuaron su marcha con más lentitud, arrastrando los pies en la arena floja y susurrándose unos a otros que Millot no temía nada, pues no profesaba ninguna religión, pero que habría de terminar mal un día u otro.

Suzanne tropezó con la alta marea al llegar al islote del Cuervo, y se detuvo jadeante, los pies en el agua. Perci­bió el rumor y sintió la helada caricia del mar, y, más cal­mada ya, podía distinguir, de un lado, la masa sombría y confusa del Cuervo y del otro la larga cinta blanca de las arenas de Moléne, que toda marea deja arriba del fon­do seco de la bahía de Fougére. Se volvió y reconoció a lo lejos, a lo largo del fondo estrellado del cielo, la andrajosa silueta de la costa. Sobre ésta, casi ante ella, surgía la torre de la iglesia de Ploumar: una frágil y alta pirámide, proyectándose hacia lo alto, oscura y puntiaguda dentro del apiñado resplandor de las estrellas. Sintióse extrañamente tranquila. Sabía dónde se hallaba y principió a recordar cómo había llegado hasta allí… y por qué. Escudriñó en la blanda oscuridad que la rodeaba. Estaba sola. No había nada allí, nada cerca de ella, ni vivo ni muerto.

La marea subía mansamente, alargando enormes brazos de extraños arroyuelos que corrían hacia la tierra entre lomas de arena. Bajo la noche, los charcos crecían con misteriosa rapidez, mientras el vasto mar, aún lejano. atro­naba, con ritmo regular, a lo largo de la línea indistinta del horizonte. Suzanne retrocedió, chapoteando, varios metros sin poder librarse del agua que murmuraba tierna­mente por todas partes y que, de pronto, con despechado gorgoteo, casi la arrojó al suelo. Su corazón se estreme­ció de miedo. Aquel sitio era demasiado grande, dema­siado vacío, para morir en él. Que mañana hicieran de ella lo que quisieran. Pero antes de morir había de decirles… de decir a los señores de negras vestiduras que hay cosas que no puede sufrir una mujer. Tenía que explicar cómo ocurrió la cosa… Chapoteó en un charco» mojándose hasta el pecho, demasiado preocupada para parar mientes en eso… Tenía que explicarlo: –Entró como siempre lo hacía y dijo así, precisamente: “¿Te crees que voy a dejar mis tierras a los de Morbihán, a quienes no conozco? ¿Eh? ¡Pues lo veremos! ¡Ven con­migo, mujer infernal!”. Y extendió el brazo. Entonces, Messieurs, repliqué: “¡Como hay Dios, no!” El prosiguió, abofeteándome con las manos abiertas: “¡No hay Dios que me lo impida! ¿Entiendes, puerca inútil? ¡Haré lo que me dé la gana!”, y me cogió por los hombros. Entonces, Messieurs, pedí a Dios socorro, y mientras él me sacudía, sentí en mis manos las tijeras. Llevaba desabrochada la camisa y, a la luz de la vela, distinguí el huequecillo de su garganta. Grité: “¡Suéltame!”, pero él continuaba apre­tándome los hombros. ¡Era fuerte mi hombre, vaya si lo era! Pensé: “¡No! ¿Que tengo que…? ¡Pues toma!”… y descargué el golpe en aquel huequecito. No lo vi caer. ¡Jamás! ¡Jamás!… Jamás lo vi caer… Su viejo padre ni siquiera volvió la cabeza. Es sordo y tonto, señores… Nadie, pues, lo vio caer. Yo huí… Nadie le…

Se había deslizado, gateando, entre los peñascos del islote del Cuervo y se encontraba ahora toda sofocada, de pie entre las sombras espesas del rocalloso islote. El Cuervo se halla unido a tierra firme por un muelle natural de inmensas piedras resbaladizas. Por aquel camino qui­so Suzanne regresar a casa. ¿Estaría él allí aún? En ca­sa… ¡Su casa! Cuatro idiotas y un cadáver. Era nece­sario volver allá y explicarlo todo. Cualquiera compren­dería…

Le parecía que la noche, o el mar, murmuraba clara­mente a sus pies:

–¡Aja! ¡Al fin te encuentro!

Saltó, resbaló, cayó, y sin intentar levantarse, aguzando el oído, aterrorizada oyó una respiración profunda y el golpear de unos zuecos; luego el silencio.

–¿Por dónde diablos has pasado? –dijo la voz de un hombre invisible roncamente.

Suzanne contuvo el aliento… Reconoció enseguida aquella voz. No había visto caer a Jean. ¿La perseguía, acaso, muerto, o quizá… vivo?

Perdió la cabeza. Desde el hueco en que se escondía, encogida, gritó:

–¡Jamás, jamás!

–¡Oh! ¡Todavía estás allí! ¡Vaya, que me has hecho bailar! ¡Espera, preciosa, que después de todo esto quiero ver qué cara tienes! Aguarda allí…

Millot tropezaba, riendo, jurando sin ilación, satisfe­cho y encantado de sí mismo por haber vencido a aquel fantasma.

–¡Como si hubiera cosas de ésas! ¡Fantasmas! ¡Bah! Tocaba a un viejo soldado darles una lección a esos pata­nes… Pero era curioso. ¿Quién diablos sería?

Suzanne escuchó, encogiéndose. Venía por ella aquel cadáver. No había modo de escapar. ¡Y qué ruido hacía entre las piedras!… Vio cómo aparecía su cabeza, luego los hombros. ¡Qué alto era su hombre! Sus largos bra­zos se agitaban y era su misma voz la que llamaba, aun­que se oyera un tanto rara… quizá por el golpe de las tijeras. Suzanne, saltando rápidamente, se precipitó al filo del terraplén, volviéndose después. El hombre, al erguirse inmóvil sobre una enorme roca, se destacaba en un negro mortuorio sobre el resplandor del cielo.

–¿Adonde vas? –le gritó rudamente.

Suzanne replicó: “¡A casa!”, observándole intensamente. El otro dio un largo y torpe salto a una peña próxima y, equilibrándose, dijo:

–¡Ja, ja! Entonces, te acompaño. Es lo menos que puedo hacer. ¡Ja, ja, ja!

La mujer lo miró con fijeza hasta que sus ojos parecie­ron convertirse en brasas ardientes que le quemaban el ce­rebro, y sentía aún el miedo mortal de precisar en aqué­llas las bien conocidas facciones. A sus pies el mar lamía suavemente la roca con un chapoteo continuo y manso.

El hombre, avanzando un paso más le insinuaba:

–Voy por ti. ¿Qué dices?

Suzanne se estremeció. ¡Venía por ella! No había es­capatoria posible, ni paz, ni esperanza. Miró desesperada a su alrededor. Repentinamente todo, la costa sombría, los vagos islotes, el cielo mismo giró de un lado a otro por dos veces y luego se detuvo. Cerró los ojos, gritando:

–¿No puedes aguardar a que me muera?

Se sintió estremecida de un odio furioso contra aquella sombra que venía a perseguirla en este mundo, a la cual la muerte misma no era capaz de aplacar en su anhelo de poseer un heredero que fuera como los hijos de los otros.

–¿Eh? ¿Qué? –exclamó Millot, conservando prudente­mente su distancia. Pensaba: “¡Cuidado! Es alguna loca, y un accidente pasa en menos de lo que se piensa”.

Suzanne continuó, alocada:

–Quiero vivir. Quiero vivir sola… una semana…, un día. Tengo que explicarles… Te haría pedazos, te ma­taría otras mil veces, antes de dejarte que me toques viva. ¿Cuántas veces he de matarte? ¡Blasfemo! Es Satanás quien te envía. ¡Yo también estoy maldita!

–¡Ven! –aconsejó Millot, alarmado y conciliador–. ¡Si estoy vivo!… ¡Dios mío!

Suzanne lanzó un grito: “¡Vivo!”, y en seguida se desvane­ció ante sus ojos, como si el islote mismo se hubiera hun­dido bajo sus pies. Millot se precipitó y dio con las narices sobre el filo de los arrecifes. Allá abajo distinguía blanquear el agua a los esfuerzos de Suzanne y oyó un agudo grito de socorro que subió como un dardo a lo largo de la super­ficie perpendicular de la roca, y pasó rugiendo a perderse en el alto cielo impasible.

Madame Levaille, con los ojos secos, estaba sentada en el breve césped de la falda de la colina, las gruesas piernas extendidas y los pies vueltos hacia arriba en sus alpargatas negras. Cerca de ella se veían sus zuecos, y más allá, sobre la hierba mustia, la sombrilla, como un arma abandonada por un guerrero vencido. El marqués de Chavanes, a ca­ballo, una mano enguantada sobre el muslo, bajó la vista hacia ella cuando se levantó laboriosamente y con gruñidos. Por el estrecho surco de las carretas de algas, cuatro hom­bres conducían, tierra adentro, el cuerpo de Susana sobre una parihuela, mientras otros pasaban indiferentes a su espalda. Madame Levaille siguió con la vista la procesión.

–Sí, señor marqués –comentó fríamente, con su acos­tumbrado tono de calma de anciana razonable–. Hay gentes desgraciadas en este mundo. Tuve sólo una hija. ¡Una sola! ¡Y no van a enterrarla en tierra bendita!

Sus ojos se humedecieron repentinamente, y una breve lluvia de lágrimas rodó por sus anchas mejillas, mientras se arrebujaba en el chal. El marqués se inclinó ligeramente sobre la silla y dijo:

–Muy triste es eso. La acompaño en su dolor. Le ha­blaré al cura sobre esto. Su hija estaba perfectamente loca, y la caída fue accidental. Así lo afirma Millot sin dejar lugar a duda. Buenos días, Madame.

Y se alejó al trote, pensando: “Voy a hacer que nombren a la vieja tutora de los idiotas y administradora de la granja. Sería mucho mejor que ver por aquí a cualquiera de esos otros Bacadou, probablemente furiosos republicanos, corrom­piendo mi distrito”.

 


PrisioneroEnArgentina.com

Junio 8, 2020


 

Cinco Traumas infantiles que no se deben ignorar

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Hay una razón por la que se tienen relaciones inestables o falta intimidad emocional con la pareja. También hay una razón por la que no se puede subir la escalera en el trabajo o por qué esa puesta en marcha que se ha intentado demasiadas veces deja sin aliento a las personas. Es una vieja historia, pero es una que el cuerpo y la mente vuelven a experimentar diariamente.  Aquí hay algunos que quizás haya experimentado pero que haya pasado por alto porque alguien le dijo que era normal o que no importaba.


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1. Padres emocionalmente no disponibles
Cómo se ve: tus padres no te mostraron amor o te lo ocultaron cuando cometiste un error como forma de castigo. Tus padres fueron amables contigo frente a los demás, pero te ignoraron o no quisieron tener nada que ver contigo cuando llegaste a casa. No podían relacionarse contigo, apoyarlo o consolarlo cuando lo necesitaba porque no podían tolerar el estrés de manera madura y tenían relaciones inestables. Es posible que haya escuchado: “Tengo mi propia vida, no siempre puedo ser tu padre” o “fuiste un error, nunca quise tenerte”.

2. Tuviste excesivas responsabilidades
Cómo se ve: creciste con un padre enfermo y tuviste que cuidarlo. Te convertiste en un adulto a una edad temprana porque tus padres no estaban en casa y tenían que trabajar para mantener a la familia. Vivías con un padre alcohólico y tenías que despertarlo para trabajar, cuidar de ellos o de tus hermanos, limpiar la casa y cocinar para todos en el hogar. Tus padres te exigieron mucho con tareas que simplemente eran inapropiados para tu edad.

3. Fuiste abandonado, descuidado o viviste sin límites
Cómo se ve: tus padres te dejaron por largos períodos sin niñera cuando eras niño. Tus padres rara vez o nunca pasaron tiempo de calidad contigo. A menudo estabas en una habitación separada de tus padres y nunca te comprometiste con ellos o te colocaron frente a un televisor, por lo que no los molestaste. No sabías si tus padres eran tus padres o amigos porque nunca establecieron reglas contigo. Si lo hicieron, no lo responsabilizaron ante ellos. Viviste sin ninguna estructura en el hogar e hiciste lo que quisiste.

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4. Fuiste descuidado emocionalmente
Cómo se ve: no fuiste alimentado, alentado o apoyado, sino controlado. No se le dio la capacidad de sentir pena cuando ocurrieron pérdidas o se le dijo que lo superara, especialmente si involucraba a un padre divorciado.

Es posible que haya escuchado “deja de reaccionar de forma exagerada” o “eres tan sensible, supéralo”. No se te permitía sentir nada de felicidad en el hogar; si lo hiciste, te metiste en problemas o gritaste por ello. Tus padres preferían que tu escuela te criara y no estaban interesados ​​en comunicarse con tu educador, asistir a reuniones o verificar su tarea.

No se te permitía la capacidad de ser independiente porque tus padres no querían estar solos o pensaban que te estaban protegiendo. Tu padre era extremadamente estricto y no te permitía hacer cosas por miedo a otros niños de tu edad, como no querer enseñarte cómo conducir un automóvil. Te hicieron sentir culpable, inseguro o nervioso y temeroso en un intento de evitar que te vuelvas autónomo.

5. Fuiste insultado verbalmente
Cómo se ve: Te gritaron adjetivos descalificativos cuando eras niño, especialmente cuando cometiste un error o molestaste a tus padres. Eras demasiado flaco o demasiado lento, nunca útil. Cuando los cuestionaste, dijeron que solo era una broma solo para acusarte de ser demasiado sensible o algo peor. A menudo se burlaban de tu personalidad o te humillaban frente a tus amigos o compañeros. Sus padres a menudo discutían contigo o incluso competían contigo para mantener el control sobre ese niño en pleno desarrollo físico y emocional que eras.

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Junio 7, 2020


 

LAS NOTICIAS MÁS VISTAS ♣ Junio 7, 2020

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Las noticias más leídas en PrisioneroEnArgentina.com. Las más comentadas, las más polémicas. De que está la gente hablando…

REINICIO Junio 1, 2020 00.00 HORAS 
HORA DE CONTROL Junio 7, 2020 23.23 HORAS

 

 


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Junio 7, 2020


TENIENTE CORONEL SERGIO BERNI, EL DÉSPOTA DE HOY

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 Por CLAUDIO KUSSMAN

EL EXIGENTE CIUDADANO QUE PAGA “SUS“ IMPUESTOS

En casi todos los gobiernos dirigiendo a la policía, esa a la que el “ciudadano” argentino siempre le exige mucho porque el “paga sus impuestos”, hubo un déspota que se jodió en el personal policial y digo “jodió” para no ser maleducado empleado una palabra escatológicamente soez.

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Berni
Ritondo

Hoy es el Teniente Coronel SERGIO BERNI “un camarada”, ayer fue CRISTIAN RITONDO y la lista sigue hacia atrás a través del tiempo. Todos fueron un doctor JEKYLL en potencia, con una imagen “afectuosa” frente a las cámaras de TV y un inútil fracasado que ejercía su abusivo poder, cuando estas ya no estaban.

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LOS PARIAS DE LA GOBERNADORA MARIA EUGENIA VIDAL

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Por ello reproducimos un artículo del diario LA NUEVA (ex La Nueva Provincia, propiedad de Vicente Massot) de ayer, con lo que le está ocurriendo a 70 efectivos policiales, de Bahía Blanca y zona de influencia, egresados hace nada más que 6 meses de la Escuela de Policía. Estos a raíz del coronavirus, fueron inhumanamente destinados en el Gran Buenos Aires, a 700 kilómetros de sus domicilios, al que regresan cada 30 o más días. Se encuentran en un medio hostil al que no están acostumbrados y en el que no quieren permanecer.  Por ello señor ciudadano “que paga sus impuestos”, cuando vea un hombre o una mujer de azul, antes de denostarlo piense: Hoy el problema lo tienen ellos, porque necesitan un magro sueldo, pero mañana el “agraciado” con esta clase política, puede ser usted. 

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Claudio Kussman

Comisario Mayor (R) 

Policía Pcia. Buenos Aires

Junio 07, 2020

claudio@PrisioneroEnArgentina.com

www.PrisioneroEnArgentina.com

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“Cualquier déspota puede obligar a sus esclavos a cantar himnos a la libertad “ 

Mariano Moreno (1778 – 1811)

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HACINAMIENTO, FRÍO Y MALA ALIMENTACIÓN

POLICÍAS DE BAHÍA Y LA REGIÓN SE SIENTEN “PRESOS” EN EL CONURBANO

Son unos 70, que fueron trasladados por la pandemia. Denuncian largos períodos de servicio sin franco y reclaman el regreso ante el riesgo de contagio en una zona, como la del AMBA, con alto nivel de propagación.

Las malas condiciones de alojamiento en el conurbano afectan a policías de Bahía y la zona. (Gentileza La Voz del Pueblo)

  Malas condiciones de alojamiento, prolongados períodos de servicio sin franco y el impedimento de regresar a sus lugares de origen son algunas de las adversidades que a diario padecen unos 70 policías de nuestra ciudad y la región que están en funciones en el conurbano bonaerense, un área con alto índice de propagación de Covid-19. El hacinamiento de efectivos en los establecimientos de la fuerza incrementa el riesgo de contagio de coronavirus. De hecho, en los últimos días, al parecer, se registraron dos casos positivos en la sede central de la Policía Local, en San Isidro, donde hasta hace poco aparentemente se alojaban oficiales bahienses. Esta contingencia motivó la semana pasada el traslado y aislamiento, en la Escuela de Policía Juan Vucetich de La Plata, de la totalidad de los agentes que se albergaban en San Isidro. Un agente de la Policía de la Provincia de Buenos Aires describió los padecimientos de colegas oriundos de Bahía Blanca, Punta Alta, Villarino, Carmen de Patagones, Tres Arroyos y Adolfo Gonzales Chaves, entre otras ciudades del sudoeste provincial, que actualmente se desempeñan en la conurbación bonaerense. “Estaban trabajando hacía más de 30 días sin ningún franco, que se lo prohibieron para que no abandonaran el conurbano aquellos efectivos que residen a más de 100 kilómetros de allí. Después de 30 días les dieron un franco interno de 32 horas, pero no se les permitió retornar a sus localidades”, manifestó a La Nueva.  De acuerdo con la misma fuente, oficiales de Bahía y la zona también se ven perjudicados por “la mala alimentación, el frío y las condiciones de alojamiento inadecuadas, como hacinamiento”.  A raíz de la pandemia de coronavirus, los policías locales apostados en el conurbano “no pueden estar yendo y viniendo porque ponen en riesgo a las localidades donde se domicilian, ya que donde están trabajando son sitios propensos al contagio del virus”. Por lo tanto, el principal reclamo de estos servidores públicos y sus familias consiste en que se traslade nuevamente al personal policial a sus lugares de origen, para prestar servicio allí y “no poner en riesgo” a esta ciudad y poblaciones de la región ante eventuales contagios de Covid-19 en el conurbano. “Pretendemos que el reclamo tenga repercusión pública en toda la zona porque cuantos más seamos, mejor y más nos van a escuchar las autoridades y nos van a brindar una solución para que cada uno de los efectivos que son madres y padres puedan regresar a su localidad y prestar servicio normalmente”, finalizó el vocero.  La mayoría de los afectados corresponden a la última camada de egresados (2019) de la escuela policial.

CASI 50 DÍAS SIN VER A SUS FAMILIAS

 Un policía nativo de Bahía, que se ve afectado por esta situación y actualmente presta servicio en Avellaneda, ratificó el difícil panorama que se vive en el conurbano. Él lleva un mes y medio sin poder viajar a nuestra ciudad para reencontrarse con su familia. “Trabajamos 8 horas diarias y solamente tenemos un día franco durante los fines de semana. En ese día de franco, los que somos del interior, no podemos volver a nuestras casas”, relató sin identificarse, para evitar represalias. “Solo pueden retornar a sus viviendas aquellos efectivos que son oriundos de lugares cercanos al conurbano; los demás llevamos 42 días sin ver a nuestras familias. Es demasiado tiempo sin estar con familiares. Y poco tiempo libre”, agregó. “No obstante, por comentarios que me llegaron e imágenes que circulan, sé que, en otros partidos, como La Matanza, las condiciones de trabajo son mucho peor. Lugares donde los primeros días (de la cuarentena obligatoria) los policías comieron comida vencida y durmieron en el piso”, completó. “Al día de hoy seguro haya mejorado un poco su situación, pero eso no quita que merezcan estar así mientras prestan servicio a 700 kilómetros de su hogar, sin ver a sus familiares y exponiendo su salud”. “Por más dinero que falte, las fuerzas son las que dan la cara en esta pandemia y no priorizan su salud si los tienen en malas condiciones”, continuó.

SITUACIÓN VISIBLE POR UN GRAVE DELITO

 La presencia de policías de nuestra región en el conurbano, en medio de la pandemia, se hizo visible hace casi un mes y por un hecho lamentable: la presunta violación en manada de una colega, en un polideportivo de Los Polvorines, partido de Malvinas Argentinas. Dos de los 5 policías que fueron detenidos por el caso tienen domicilio en Villarino. Se trata de los oficiales Luciano Rendo, de 19 años, quien es de Algarrobo, y Alex Fabián Sánchez (25), oriundo de Hilario Ascasubi. Junto con ellos también están apresados por el gravísimo delito los oficiales Juan Simón Juárez (25), Matías Gastón Mansilla (26) y Tomás Ariel Peredo (21). Todos ya fueron desafectados de la fuerza de seguridad, según trascendió.

   La víctima, de 21 años y domiciliada en La Plata, presentó una denuncia que tramita ante el fiscal Jorge Castagna, de Malvinas Argentinas.  Cuatro de los acusados afrontan cargos por “abuso sexual agravado por la pluralidad de intervinientes y por la condición de policía”, mientras que el quinto (sería Juárez) fue imputado de “omisión de auxilio”, ya que para la fiscalía podría haber socorrido a la víctima cuando se produjo el abuso. Los 5 -que habían egresado de la escuela policial a fin del año pasado- se negaron a declarar ante el fiscal y quedaron detenidos, a disposición del Juzgado de Garantías 4 de San Martín.

MANDARON A 3 MIL AGENTES A LA CALLE

 El 20 de abril pasado, a un mes de haberse iniciado el aislamiento obligatorio, el Ministerio de Seguridad bonaerense ordenó que unos 3 mil policías que habían egresado a fines de 2019 salieran a las calles del conurbano y Mar del Plata. Se trata de agentes de reserva que estaban en sus domicilios cumpliendo la cuarentena, pero tuvieron que comenzar a hacer prevención y control en centros comerciales, aunque siempre acompañados por personal experimentado. Un detalle es que ninguno de esos efectivos salió con autorización de portar armas ni elementos químicos de disuasión, como gas pimienta, salvo orden en contrario.

   Además de Mar del Plata, el personal de refuerzo fue destinado a Almirante Brown, Lanús, Quilmes, La Matanza, Moreno, Morón, Merlo, Pilar, Conurbano norte, San Martín, Tres de Febrero, Zárate, Campana, San Nicolás, La Plata y San Vicente.  La medida se adoptó a partir de una preocupación generalizada de intendentes ante alguna posibilidad de desborde o saqueo en medio de la virtual parálisis económica que generó el COVID-19 y, por otro lado, frente a la eventualidad de que algún efectivo se contagie y tenga que aislarse tanto él como los de su entorno.

Estuvieron en el Concejo

Padres. Para elevar el reclamo por la situación de sus hijos policías, un grupo de padres estuvo hace unos días en el Concejo Deliberante de Bahía Blanca. Los derivaron a Federico Montero, el funcionario que es nexo del Ministerio de Seguridad en Bahía.

Reunión. Quedó confirmada para la próxima semana una reunión entre los padres, Montero y el subsecretario de Seguridad municipal, Emiliano Álvarez Porte. De todas maneras, parece difícil la resolución del caso porque -según dijeron- “la decisión depende de La Plata”.

Tres Arroyos. El intendente de Tres Arroyos, Carlos Sánchez, recibió una carta de parte de familiares de policías de esa ciudad (7 en total) que también fueron trasladados al conurbano y no estarían en las mejores condiciones.

 


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Junio 7, 2020


 

Estados Unidos y los cambios en las maniobras policiales

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Limitaciones al accionar policial en Estados Unidos provocan opiniones encontradas. Grupos de Derechos Humanos aplauden la decisión mientras agentes del orden se preguntan como controlaran personas de cierto peso o fortaleza.


 

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Minneapolis

La ciudad de Minneapolis acordó el viernes prohibir el uso de todos los estrangulamientos, incluidas las restricciones de cuello, como parte de un acuerdo con el Departamento de Derechos Humanos de Minnesota. La restricción carotídea, también conocida como retención de durmientes o estrangulamiento de sangre, tiene un historial problemático.

San Diego

El Departamento de Policía de San Diego, estimulado por las consecuencias de la muerte de George Floyd en Minneapolis, ha prohibido inmediatamente una controvertida técnica de restricción.

Al menos tres de los principales departamentos de policía han prohibido agarres de cuello en posición de ahorque o rodillas presionando los cuellos en medio de una creciente atención en las maniobras policiales que cortan el oxígeno a las personas arrestadas.

Los Angeles

El Departamento de Policía de Los Ángeles prohíbe el estrangulamiento, pero lo ha usado durante años como parte del procedimiento estándar. Los oficiales pueden usarlo en circunstancias que requieren fuerza letal.

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Chicago

El Departamento de Policía de Chicago implementó una nueva política en febrero que clasifica las “restricciones de la arteria carótida” como una técnica de fuerza letal.

“Los estrangulamientos son peligrosos”, dijo Lori Lightfoot mientras se postulaba para alcalde. “Deberían estar prohibidos, simplemente”.

New York

La policía de Nueva York prohibió los estrangulamientos en 1993 después de que varias personas murieron mientras eran detenidas o bajo custodia policial.

En julio de 2014, Eric Garner murió después de que el oficial de policía de Nueva York Daniel Pantaleo envolviera un brazo alrededor de su cuello, obstruyendo la capacidad de Garner para respirar.

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Junio 7, 2020


 

Hutton Gibson

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Hutton Gibson, un tradicionalista católico romano y crítico abierto de la iglesia moderna que ganó gran notoriedad por sus opiniones antisemitas, murió a fines de mayo en Thousand Oaks, California. Tenía 101 años.

Su muerte, en el Hospital y Centro Médico Los Robles, no fue publicitada en ese momento. Fue confirmado por una búsqueda en una base de datos de registros de California. Las solicitudes de información de varios miembros de la familia no fueron respondidas.

Hutton Gibson pertenecía a un grupo dividido de católicos que rechazan las reformas del Concilio Vaticano II de 1962-1965. Estos tradicionalistas buscan preservar la ortodoxia centenaria, especialmente la misa tridentina, la misa latina establecida en el siglo XVI. Operan sus propias capillas, escuelas y órdenes clericales apartados del Vaticano y en oposición a él.

Pero incluso entre estos extraños, el Sr. Gibson, que había asistido temprano a la vida en un seminario de estos pensamientos, fue extremo en sus puntos de vista. Negó la legitimidad de Juan Pablo II como Papa, una vez que lo llamó “Corán Kisser” (Besador del Corán), y dijo que el Vaticano II había sido “un complot masónico respaldado por los judíos”. Llamó al Arzobispo Marcel Lefebvre, un líder tradicionalista hasta su muerte en 1991, un “transgresor”. El Sr. Gibson se ganó el apodo de “Papa Gibson” por sus opiniones abiertas y dogmáticas sobre la fe.

Hutton Gibson

Después de ser expulsado de un grupo conservador en Australia, donde se mudó con su familia del estado de Nueva York en 1968, el Sr. Gibson formó su propia Alianza para la Tradición Católica. A partir de 1977, difundió sus puntos de vista ultraortodoxos en un boletín informativo, “¡La guerra es ahora!” a través de libros impresos en casa, incluido “¿Es católico el papa?” (1978) y “El Enemigo está aquí!” (1994) La biblioteca y los archivos de la Sociedad Histórica de Wisconsin contienen los trabajos publicados del Sr. Gibson entre su extensa colección de publicaciones religiosas.

El Sr. Gibson nunca llegó a más de una pequeña audiencia con sus escritos. Pero después de que su hijo Mel, el sexto de 11 hijos, se convirtiera en una estrella de cine de Hollywood, el perfil del padre aumentó, en detrimento de la imagen pública de su hijo.

En 2003, mientras Mel Gibson dirigía “La pasión de Cristo”, su película sobre la crucifixión, Hutton Gibson concedió una entrevista a The New York Times con comentarios sobre teorías de conspiración. Los aviones que se estrellaron contra el World Trade Center el 11 de septiembre de 2001, habían sido controlados a distancia, afirmó (sin decir quién). El número de judíos asesinados en el Holocausto fue enormemente inflado, continuó.

“Vaya y pregúntele a un empresario de pompas fúnebres o al tipo que opera el crematorio qué se necesita para deshacerse de un cadáver”, dijo Gibson. “Se necesita un litro de gasolina y 20 minutos. ¿Ahora dicen que fueron seis millones?

En una entrevista de radio una semana antes del lanzamiento de “La Pasión de Cristo” en febrero de 2004, Gibson fue más allá y dijo sobre el Holocausto: “Todo es, tal vez no toda la ficción, pero la mayor parte lo es”. Los comentarios se sumaron a una controversia ya latente de que la película era antisemita; Los presidentes de dos importantes estudios le dijeron a The Times que no trabajarían con Mel Gibson en el futuro.

Mel Gobson

Entrevistado por Diane Sawyer de ABC News, se le pidió al actor que repudiara las declaraciones de su padre. Se detuvo antes de hacerlo, diciendo: “Él es mi padre. Tengo que dejar que emita sus opiniones, Diane. Tengo que dejarlo en paz”.

Hutton Peter Gibson (algunas fuentes dan su nombre al nacer como John Hutton Gibson) nació el 26 de agosto de 1918 en Peekskill, Nueva York, en el condado de Westchester, de John Gibson, un hombre de negocios, y Eva Mylott, una cantante de ópera nacida en Australia. Hutton creció en Chicago, y sus dos padres murieron antes de que él llegara a su adolescencia. Un hermano menor, Alexis, también murió joven, dejando a Hutton solo.

Él compensaría, después de servir en la Infantería de Marina en la Segunda Guerra Mundial, tener una familia numerosa, cinco hijas y seis hijos, con su esposa, Anne (Reilly) Gibson.

El Sr. Gibson fue un patriarca dominante que crió a sus hijos en un hogar moralmente estricto y casi en la pobreza en Peekskill, escribió Wensley Clarkson en “Mel Gibson: Living Dangerously” (Mel Gibson: viviendo peligrosamente), una biografía de 1998. El trabajo del Sr. Gibson como guardafrenos y luego conductor de carga para el Ferrocarril Central de Nueva York apenas cubría su gran prole.

La suerte de la familia cambió, inicialmente para peor, en la década de 1960, cuando Gibson se lastimó la columna vertebral mientras operaba una maquinaria y no pudo trabajar más. Pero en 1968, apareció en el programa de televisión “Jeopardy!” (luego presentado por Art Fleming), ganó varios miles de dólares para convertirse en gran campeón, dinero que mantuvo a flote a su familia. Luego ganó un acuerdo sustancial en una demanda que había presentado contra el ferrocarril por su lesión, según el libro del Sr. Clarkson. Hutton Gibson usó el dinero para trasladar a su familia a Australia, el país de su madre.

Regresó a los Estados Unidos en sus últimos años, instalándose primero en Texas y luego en Virginia Occidental, y se volvió a casar después de la muerte de su esposa. Ese segundo matrimonio terminó en un amargo divorcio. Los sobrevivientes incluyen los numerosos hijos del Sr. Gibson y docenas de nietos y bisnietos.

Oksana Grigorieva

Cuando tenía 80 años, Gibson condujo 300 millas de ida y vuelta desde su casa de West Virginia para asistir a la misa dominical en una iglesia tradicionalista en Greensburg, Pensilvania, a unos 34 kilómetros al este de Pittsburgh. Pero después de lo que The Pittsburgh Tribune-Review describió como una “lucha de poder” entre Gibson y otros feligreses, se fue para formar una nueva iglesia, instalándola en un rancho cercano.

La iglesia, la Capilla de San Miguel Arcángel, fue respaldada financieramente por Mel Gibson, quien practica la misma marca tradicionalista del catolicismo romano que su padre. La iglesia no fue reconocida por la Diócesis de Greensburg. 

La estrella de cine, Mel Gibson, se ha encontrado varias veces en el ojo de la tormenta. Muchas veces refiriendose a productores de películas como “sucios judios”, adjudicándole el mote de “Diablo” al Papa Juan Pablo II, afirmando que mataría o madaría a matar a la madre de su hija, Oksana Grigorieva o llamando “cerdo judio” a un policía que lo detuvo cuando el actor de “Arma Mortal” fue detenido manejando en estado de ebriedad. Más de una docena de años después, parece ser que Hollywood lo ha perdonado. 

 


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Junio 7, 2020


 

El primer acto de desobediencia civil de Gandhi

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En un evento que tendría repercusiones dramáticas para la gente de India, Mohandas K. Gandhi, un joven abogado indio que trabaja en Sudáfrica, se niega a cumplir con las reglas de segregación racial en un tren sudafricano y es expulsado por la fuerza en Pietermaritzburg.

Nacido en India y educado en Inglaterra, Gandhi viajó a Sudáfrica a principios de 1893 para practicar leyes bajo un contrato de un año. Al establecerse en Natal, fue sometido a racismo y leyes sudafricanas que restringían los derechos de los trabajadores indios. Gandhi más tarde recordó uno de esos incidentes, en el que lo sacaron de un compartimiento ferroviario de primera clase (Indios y negros no tenían acceso a primera clase) y lo arrojaron de un tren, como su momento de despertar a la cruda realidad. A partir de allí, decidió luchar contra la injusticia y defender sus derechos como indio y hombre.

Cuando expiró su contrato, decidió espontáneamente permanecer en Sudáfrica y lanzar una campaña contra la legislación que privaría a los indios del derecho al voto. Formó el Congreso Indio de Natal y llamó la atención internacional sobre la difícil situación de los indios en Sudáfrica. En 1906, el gobierno de Transvaal buscó restringir aún más los derechos de los indios, y Gandhi organizó su primera campaña de satyagraha, o desobediencia civil masiva. Después de siete años de protestas, negoció un acuerdo de compromiso con el gobierno sudafricano.

En 1914, Gandhi regresó a la India y vivió una vida de abstinencia y espiritualidad en la periferia de la política india. Apoyó a Gran Bretaña en la Primera Guerra Mundial, pero en 1919 lanzó una nueva satyagraha en protesta por el reclutamiento militar obligatorio de indios de Gran Bretaña.

Godse
Dr. King

Cientos de miles respondieron a su llamado a protestar, y en 1920 era líder del movimiento indio por la independencia. Siempre no violento, afirmó la unidad de todas las personas bajo un solo Dios y predicó la ética cristiana y musulmana junto con sus enseñanzas hindúes. Las autoridades británicas lo encarcelaron varias veces, pero su seguimiento fue tan grande que siempre fue liberado.

Después de la Segunda Guerra Mundial, fue una figura destacada en las negociaciones que condujeron a la independencia india en 1947. Aunque elogió la concesión de la independencia india como el “acto más noble de la nación británica”, se sintió angustiado por la partición religiosa del antiguo Mogul Imperio en India y Pakistán. Cuando estalló la violencia entre hindúes y musulmanes en la India en 1947, recurrió al ayuno y las visitas a las zonas problemáticas en un esfuerzo por poner fin a la lucha religiosa de la India. El 30 de enero de 1948, estaba en una de esas vigilias de oración en Nueva Delhi cuando Nathuram Godse, un extremista hindú que le objetó la tolerancia de Gandhi a los musulmanes, le disparó fatalmente.

Conocido como Mahatma, o “la gran alma”, durante su vida, los métodos persuasivos de desobediencia civil de Gandhi influyeron en los líderes de los movimientos de derechos civiles en todo el mundo, especialmente Martin Luther King, Jr., en los Estados Unidos.

 


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Junio 7, 2020


 

La obscena propaganda del partido comunista chino

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 Por Michael R. Pompeo 

La explotación cruel del Partido Comunista Chino de la trágica muerte de George Floyd para justificar su negación autoritaria de la dignidad humana básica expone sus verdaderos colores una vez más. Al igual que con las dictaduras a lo largo de la historia, ninguna mentira es demasiado obscena, siempre que sirva a la ansia de poder del Partido. Esta propaganda risible no debe engañar a nadie.

El contraste entre los Estados Unidos y el Partido Comunista Chino (PCCh) no podría ser más marcado.

En China, cuando arde una iglesia, el ataque fue casi seguro dirigido por el PCCh. En Estados Unidos, cuando se quema una iglesia, los incendiarios son castigados por el gobierno, y es el gobierno el que trae camiones de bomberos, agua, ayuda y consuelo a los fieles.

En China, los manifestantes pacíficos desde Hong Kong hasta la Plaza Tiananmen son golpeados por milicianos armados por simplemente hablar.

Los periodistas que escriben sobre estas indignidades son condenados a largas penas de prisión.

En los Estados Unidos, las fuerzas del orden público, tanto estatales como federales, llevan a los oficiales deshonestos ante la justicia, dan la bienvenida a las protestas pacíficas mientras cierran con fuerza el saqueo y la violencia, y ejercen el poder de conformidad con la Constitución para proteger la propiedad y la libertad para todos. Nuestra prensa gratuita cubre eventos de pared a pared, para que todo el mundo los vea.

En China, cuando los médicos y periodistas advierten sobre los peligros de una nueva enfermedad, el PCCh los silencia y desaparece, y miente sobre los totales de muertes y el alcance del brote. En los Estados Unidos, valoramos la vida y construimos sistemas transparentes para tratar, curar y suscribir, más que cualquier otra nación, soluciones pandémicas para el mundo.

 En China, cuando los ciudadanos tienen opiniones que difieren del dogma del PCCh, el Partido los encarcela en campos de reeducación. Y, cuando las personas, como las de Hong Kong y Taiwán, con raíces comunes en una civilización impresionante que ha perdurado durante miles de años, adoptan la libertad, esa libertad es aplastada y las personas subordinadas a los dictados y demandas del Partido.

En los Estados Unidos, en contraste, incluso en medio de disturbios imprudentes, demostramos nuestro sólido compromiso con el estado de derecho, la transparencia y los derechos humanos inalienables.

Beijing en los últimos días ha mostrado su continuo desprecio por la verdad y su desprecio por la ley.

Los esfuerzos de propaganda del PCCh, que buscan combinar las acciones de los Estados Unidos a raíz de la muerte de George Floyd con la continua negación del PCCh de los derechos humanos y la libertad básicos, deben verse por el fraude que son.

Durante los mejores tiempos, la RPC impone implacablemente el comunismo. En medio de los desafíos más difíciles, Estados Unidos asegura la libertad.

(*) Secretario de Estado de los Estados Unidos de América

 


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Junio 7, 2020


 

Hummus y Asado de tira; una exquisitez!

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Por CLAUDIO VALERIO

Si ya sabemos hacer asado, llegaremos a la conclusión que carne asada a la brasa, ¡no es lo mismo que carne asada! Así, una de las formas ideales para acompañar las en con ensaladas frescas y, para que los más exquisitos, con un hummus;  para así variar un poco de la tradicional fórmula de acompañar a las asados con papas fritas.

El “Hummus”, o paté de garbanzos, o “guacamole con garbanzos”, es una entrada muy fácil de hacer. Esta preparación está compuesta por ingredientes muy naturales, que se puede comer con pan para acompañar carnes asadas (idealmente con el famoso pan árabe). Si aún no has probado acompañando carnes asadas has estado perdiendo un tiempo valioso; pero aún estás a tiempo. Es una mezcla vegetal fácil de hacer  para servir como entrada, acompañado de pan de pita (si bien pita, a secas, viene del griego y significa pan), grisines, galletitas o verduras crudas.

Gracias a los ingredientes que se utilizan para su preparación, la comida árabe es una de las más ricas y sanas alrededor del mundo. En el caso de hummus, lo interesante es que si a la misma base se agrega más agua, haciéndola más líquida,  la hacemos semejante a una salsa.  Esta receta de paté también se la puede utilizar para salsear pollos asados.

La palabra hummus es de origen árabe y se puede traducir como garbanzo. O sea, de esta forma, el hummus es una crema realizada con la mezcla de un puré de garbanzos con otros condimentos naturales que le confieren un sabor único y característico.

Ingredientes para una entrada para 4 a 5 personas

Porciones: 

  • 2 tazas completas de garbanzos crudos (en remojo de la noche anterior)
  • 1/2 de taza de aceite de oliva
  • 1/2 de taza de jugo de limón
  • 1/2 cucharadita de sal (al gusto)
  • 2 dientes de ajo
  • 2 cucharadas de agua
  • 150gr de semillas de sésamo (o de Tahini (pasta de sésamo/ajonjolí)
  • Opcional, para espolvorear al servir y como decoración, pimentón dulce molido

Modo de Preparación: 

Sin aceite, en seco, se pone una sartén al fuego y,  sin dejar de moverla, se incorporan las semillas de sésamo por unos segundos sartén para que se cocinen un poco; no se tienen que dorar ni tostar, sólo un poco de cocción. Una vez realizado el tratamiento con las semillas, se las saca de la sartén y, una vez frías, se las procesa con la licuadora de mano (minipimer), o bien mortero con la mitad del total de aceite. Licuar bien hasta que quede como una crema sin que lleguen a distinguirse las semillas. Si se observa que la pasta es muy espesa (es necesario que se mueva para que se trituren las semillas), de a poco se va agregando aceite, cuidando que sea la mínima cantidad de necesaria para que termine de triturarse. Terminado esto, se reserva.

En el bol de la multiprocesadora, se ponen los dientes de ajo, el resto de aceite restante y agua. Todo se procesa hasta que el ajo quede bien triturado. A este procesado se agregan los garbanzos y el jugo de limón y procesar nuevamente hasta que se deshagan bien. Así, al final, agregar la pasta de sésamo y la sal.

Todos los ingredientes deben seguir siendo procesados hasta que quede una pasta bien cremosa. Si los garbanzos se siguen distinguiendo, de a poco  agregar más líquido, sea agua, limón o aceite, hasta que veamos que quedó todo bien de fluido, a gusto; esto será en función de cómo se lo quiere hacer. Considerar que será más cremoso con más aceite; más  liviano con más agua; más ácido con más limón. Al final, la preparación se deberá poder  mover en el vaso.

Se coloca todo en un tazón (bowl), y agregarle unas gotitas de aceite de oliva y espolvorear con pimentón dulce. Si se quiere un poco de verde, decorar con ciboulette, o bien cebollín (cebolla de verdeo).

El secreto del hummus a la perfección

La receta del hummus es una de las más conocidas alrededor del mundo y originaria de las culturas del Mediterráneo oriental. Como se indicara, el hummus es una crema hecha con garbanzos hervidos y triturados. Es  muy versátil, ya que se la puede consumir en su versión original, de toda la vida,  o bien darle un giro moderno e innovar en nuevos sabores incorporando al  mismo diferentes hierbas aromáticas. Para ambos casos resulta ser un delicioso manjar rico vitaminas, hierro, proteínas, lleno de fibra y, así, con reducida cantidad de grasas saturadas. Se lo puede preparar de varias maneras, donde en Cada país podrá adaptarlo a los gustos locales, pero la receta posee una base sólida en su preparación con un ingrediente que no podemos cambiar, que es el garbanzo.

No se conoce con certeza el origen del hummus; lo que sí es cierto es que es una receta que se consume desde hace miles de años. Al punto que algunos filósofos como Sócrates y Platón se referían a él como un valioso ingrediente de las comidas de su época.

Se lo presenta como crema para untar o mojar, e incluso para incorporarlo a alguna de nuestras tantas recetas favoritas.

 


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Junio 7, 2020


 

La Capital del Mundo

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 Por ERNEST HEMINGWAY

 

Hay en Madrid infinidad de muchachos llamados Paco, diminutivo de Francisco. A propósito, un chiste de sabor madrileño dice que cierto padre fue a la capital y publicó el siguiente anuncio en las columnas personales de El Liberal: PACO, VEN A VERME AL HOTEL MONTAÑA EL MARTES A MEDIODÍA, ESTÁS PERDONADO, PAPÁ; después de lo cual fue menester llamar a un escuadrón de la Guardia Civil para dispersar a los ochocientos jóvenes que se habían creído aludidos. Pero este Paco, que trabajaba de mozo en la Pensión Luarca, no tenía padre que le perdonase ni ningún motivo para ser perdonado por él. Sus dos hermanas mayores eran camareras en la misma casa. Habían conseguido ese empleo simplemente por haber nacido en la misma aldea que otra ex camarera de la pensión, que con su asiduidad y honradez llenó de prestigio a su tierra natal y preparó buena acogida para la gente que de allí llegase. Dichas hermanas le habían costeado el viaje en ómnibus hasta Madrid y obtenido su actual ocupación de aprendiz de mozo. En la aldea de donde provenía, situada en alguna parte de Extremadura, imperaban condiciones de vida increíblemente primitivas, los alimentos escaseaban y las comodidades eran desconocidas, y tuvo que trabajar mucho desde muy pequeño.

Se trataba de un muchacho bien formado, con cabellos muy negros y más bien crespos, dientes blancos y un cutis envidiado por sus hermanas. Además, poseía una sonrisa cordial y sencilla. Su salud era excelente, cumplía a las mil maravillas con su trabajo y amaba a sus hermanas, que parecían hermosas y avezadas al mundo. Le gustaba Madrid, que todavía era un lugar inverosímil, y también su trabajo, que llevaba a cabo entre luces resplandecientes y con camisas limpias, trajes de etiqueta y abundante comida en la cocina, todo lo cual le parecía excesivamente romántico.

Entre ocho y una docena eran las personas que vivían en la Pensión Luarca y comían en el comedor, pero Paco, el más joven de los tres mozos que atendían las mesas, sólo tenía en cuenta a los toreros, los únicos que existían para él.

También vivían en la pensión toreros de segunda clase, porque su situación en la calle San Jerónimo les convenía, además de que la comida era excelente y el alojamiento y la pensión resultaban baratos. El torero necesita la apariencia, si no de prosperidad, por lo menos de crédito, ya que el decoro y el grado de dignidad, aparte del valor, son las virtudes más apreciadas en España, y los toreros permanecían allí hasta gastar sus últimas pesetas. No existen antecedentes de que alguno de ellos hubiera abandonado la Pensión Luarca por un hotel mejor o más caro; los de segunda clase no mejoraban nunca su situación; pero la salida del Luarca se producía con rapidez ante la aplicación automática de la norma según la cual nadie que no hiciese nada podía permanecer allí ya que la mujer a cargo de la pensión únicamente presentaba la cuenta sin que se la pidieran cuando sabía que se trataba de un caso perdido.

Por entonces eran huéspedes de la pensión tres diestros, dos picadores muy buenos y un excelente banderillero. El Luarca constituía un verdadero lujo para los picadores y banderilleros, que, como tenían sus familias en Sevilla, necesitaban alojamiento en Madrid durante la estación primaveral. Pero les pagaban bien y tenían trabajo seguro, pues tal clase de subalternos escaseaban mucho aquella temporada. Por lo tanto, era probable que esos tres subalternos ganasen más que cualquiera de los tres matadores. De éstos, uno estaba enfermo y trataba de ocultarlo; otro ya había perdido la preferencia que el público le otorgó como novedad; y el tercero era un cobarde.

En cierta época, hasta que recibió una atroz cornada en la parte baja del abdomen, en su primera temporada como torero, el cobarde poseía coraje excepcional y habilidad notable y todavía conservaba muchas de las sinceras admiraciones de sus días de éxito. Era excesivamente jovial y reía constantemente, con o sin motivo. En la época de sus triunfos fue muy aficionado a las chanzas, pero ahora había perdido ésa costumbre. Estaban seguros de que ya no la conservaba. Este matador tenía un rostro inteligente y franco, y se comportaba en forma muy correcta.

El matador enfermo tenía cuidado de no revelar nunca esta circunstancia, y era minucioso en lo de comer un poco de todos los platos que servían en la mesa. Tenía gran cantidad de pañuelos, que él mismo lavaba en su cuarto, y, últimamente, vendió sus trajes de torero. Había vendido uno, por poco dinero, antes de Navidad, y otro en la primera semana de abril. Eran trajes muy caros, que siempre fueron bien conservados, y todavía le quedaba uno. Antes de ponerse enfermo fue un torero muy prometedor y hasta sensacional, y, aunque no sabía leer, tenía recortes según los cuales se lució más que Belmonte al hacer su debut en Madrid. Comía siempre solo en una mesa pequeña y pocas veces levantaba la vista del plato.

El matador que en una ocasión fue una novedad en el ambiente era muy bajo, muy moreno y muy serio. También comía solo en una mesa separada. Sonreía rara vez y nunca reía con estruendo. Era de Valladolid, donde la gente es demasiado seria, y lo consideraban un torero hábil; pero su estilo había pasado de moda antes de que hubiese podido ganar el afecto del público con sus virtudes: coraje y serena inteligencia. Por lo tanto, su nombre en un cartel no atraía público a la plaza, La novedad consistía en su baja estatura, que apenas le permitía ver más arriba de las cruces del toro, pero no era el único con esa particularidad y jamás logró conquistar el afecto del público.

De los picadores, uno tenía cara de gavilán y era canoso, delgado, pero con piernas y brazos fuertes como el acero. Siempre usaba botas de ganadero debajo de los pantalones; por las noches bebía demasiado, y en cualquier momento se detenía en la contemplación amorosa de todas las mujeres de la pensión. El otro era alto, corpulento, de cara trigueña, buen mozo, con el cabello negro como el de un indio y manos enormes. Ambos eran grandes picadores, aunque del primero se decía que había perdido gran parte de su destreza por entregarse a la bebida y a la disipación; y del segundo, que era demasiado terco y pendenciero para poder trabajar más de una temporada con cualquier matador.

El banderillero era de edad madura, canoso, ágil como un gato a pesar de sus años y, al verle sentado a la mesa, se diría estar en presencia de un próspero hombre de negocios. Sus piernas estaban todavía en buenas condiciones para aquella temporada y, mientras pudieran moverse, tenía bastante inteligencia y experiencia como para conservar el trabajo por largo tiempo. La diferencia estaría en que, cuando perdiera la rapidez de sus pies, siempre tendría miedo en los aspectos que ahora no lo inquietaban, tanto en la arena como fuera de ella.

Aquella noche, todos habían salido del comedor, excepto el picador de cara de gavilán que bebía demasiado, el subastador de relojes en las exposiciones regionales y fiestas de España, que también era muy aficionado a empinar el codo, y dos sacerdotes gallegos que estaban sentados en un rincón y bebían, si no demasiado, por lo menos bastante. En aquella época, el vino estaba incluido en el precio del alojamiento y la pensión, y los mozos acababan de traer frescas botellas de Valdepeñas a las mesas del subastador de rostro estigmatizado, luego a la del picador y, finalmente, a la de los dos curas.

Los tres camareros estaban ahora en un extremo del salón. Según el reglamento de la casa, tenían que permanecer allí hasta que abandonaran el comedor los comensales cuyas mesas atendían, pero el que tenía a su cargo la mesa de los dos sacerdotes tenía que asistir a una reunión de carácter anarco­sindicalista, y Paco había aceptado reemplazarlo en sus tareas habituales.

Arriba, el matador enfermo estaba acostado boca abajo en la cama, solo. El diestro que había dejado de ser una novedad miraba por la ventana mientras se preparaba para ir al café, y el torero cobarde tenía en su cuarto a la hermana mayor de Paco y trataba de lograr de la muchacha algo a lo que ella, entre carcajadas, se negaba.

-Ven, salvajilla.

-No -dijo la mujer.

-Por favor.

-Matador -dijo ella, cerrando la puerta-. Mi matador…

Dentro de la habitación, él se sentó en la cama. Su rostro presentaba todavía la contorsión que, en la arena, transformaba en una constante sonrisa, asustando a los espectadores de las primeras filas que sabían de qué se trataba.

-Y esto -estaba diciendo en voz alta-. Toma. Y esto. Y esto.

Recordaba perfectamente la época de su plenitud, apenas hacía tres años. Recordaba el peso de la chaqueta de torero espolinada de oro sobre sus hombros, en aquella cálida tarde de mayo, cuando su voz todavía era la misma tanto en la arena como en el café. Recordaba cómo suspiró junto a la afilada hoja que pensaba clavar en la parte superior de las paletas, en la empolvada protuberancia de músculos, encima de los anchos cuernos de puntas astilladas, duros como la madera, y que estaban más bajos durante su mortal embestida. Recordaba el hundir de la espada, como si se hubiese tratado de un enorme pan de manteca; mientras la palma de la mano empujaba el pomo del arma, su brazo izquierdo se cruzaba hacia abajo, el hombro izquierdo se inclinaba hacia adelante, y el peso del cuerpo quedaba sobre la pierna izquierda… pero, en seguida, el peso de su cuerpo no descansó sobre la pierna izquierda, sino sobre el bajo vientre, y mientras el toro levantaba la cabeza él perdió de vista los cuernos y dio dos vueltas encima de ellos antes de poder desprenderse. Por eso ahora, cuando entraba a matar, lo cual ocurría muy rara vez, no podía mirar los cuernos sin perder la serenidad.

Abajo, en el comedor, el picador miraba a los curas desde su asiento. Si hubiese mujeres en el salón, a ellas hubiera dirigido su mirada. Cuando no había mujeres, observaba con placer a un extranjero, a un inglés, pero, como no había ni mujeres ni extranjeros, ahora miraba con placer e insolencia a los dos sacerdotes. Entretanto, el subastador de cara estigmatizada se puso de pie y salió después de doblar su servilleta, dejando llena hasta la mitad la botella de vino que había pedido. No terminó toda la botella porque tenía varias cuentas sin pagar en el Luarca.

Los dos curas no se fijaron en el picador, pues conversaban animadamente. Uno de ellos decía:

-Hace diez días que estoy aquí, esperando verlo. Me paso el día entero en la antesala y no quiere recibirme.

-¿Qué hay que hacer, entonces?

-Nada. ¿Qué puede hacer uno? No se puede ir en contra de la autoridad.

-He estado aquí dos semanas, y nada. Espero, pero no quieren verme.

-Venimos de la tierra abandonada. Cuando se acabe el dinero podemos volver.

-A la tierra abandonada. ¿Qué le importa a Madrid, Galicia? Somos una región pobre.

-En Madrid es donde uno aprende a comprender las cosas. Madrid mata a España.

-Si por lo menos atendieran a uno, aunque fuese para una respuesta negativa…

-No. Tiene que esperar hasta cansarse y desfallecer.

-Pues bien, ya veremos. Puedo esperar como lo hacen otros.

En este momento, el picador se puso de pie, caminó hacia la mesa de los sacerdotes y se detuvo cerca de ellos, con su pelo canoso y su cara de gavilán, mientras los miraba con una sonrisa.

-Un torero -explicó uno de los curas al otro.

-¡Y qué torero! -dijo el picador, y de inmediato salió del comedor, con la chaqueta gris, el talle ajustado, las piernas estevadas y los estrechos pantalones que cubrían sus botas de ganadero de altos tacones, que sonaron con golpes secos cuando se alejó fanfarroneando, mientras sonreía porque sí. Su mundo profesional pequeño y estrecho, era un mundo de eficiencia personal, de nocturnos triunfos alcohólicos y de insolencia. Encendió un cigarrillo y salió rumbo al café, no sin antes inclinar bien su sombrero en el zaguán.

Los curas salieron inmediatamente después del picador, dándose prisa al advertir que eran los últimos en abandonar el comedor, y entonces no quedó nadie en el salón, excepto Paco y el camarero de edad madura, que limpiaron las mesas y llevaron las botellas a la cocina.

En la cocina estaba el muchacho que lavaba los platos. Tenía tres años más que Paco y era muy cínico y mordaz.

-Toma esto -dijo el hombre mientras llenaba un vaso de Valdepeñas y se lo ofrecía.

-¿Y por qué no? -y el joven tomó el vaso.

-¿Y tú, Paco?

-Gracias -dijo éste, y los tres se pusieron a beber.

-Bueno, yo me voy -dijo el mozo viejo.

-Buenas noches -le dijeron los jóvenes.

Salió y ellos se quedaron solos. Paco tomó la servilleta que había usado uno de los curas y, erguido, con los tacones plantados, la bajó mientras seguía el movimiento con la cabeza, y con los brazos efectuó una lenta y vasta verónica. Luego se dio vuelta y, adelantando ligeramente el pie derecho, hizo el segundo pase, ganó un poco de terreno sobre el imaginario toro y realizó un tercer pase, lento, suave y perfectamente medido. Después recogió la servilleta hasta la cintura y balanceó las caderas, evitando la embestida del toro con una media verónica.

El muchacho que lavaba los platos, que se llamaba Enrique, lo observaba con un gesto de desprecio.

-¿Qué tal es el toro? -preguntó.

-Muy bravo -dijo Paco-. Mira.

Y, deteniéndose, erguido y esbelto, hizo cuatro pases más, perfectos, suaves, elegantes y graciosos.

-¿Y el toro? -preguntó Enrique, apoyado en el fregadero. Tenía puesto el delantal y todavía no había terminado su vaso de vino.

-Tiene gasolina para rato -contestó el otro.

-Me das lástima -dijo Enrique.

–¿Por qué? ¿Está mal?

-Fíjate.

Enrique se quitó el delantal y, mientras señalaba al toro imaginario, esculpió cuatro gigantescas verónicas perfectas y lánguidas, y terminó con una rebolera que hizo girar el delantal sobre el hocico del toro mientras se alejaba de él.

-¿Qué te parece? -concluyó-. ¡Y pensar que tengo que ganarme la vida lavando platos!

-¿Por qué?

-Por el miedo. El mismo miedo que tendrías tú al encontrarte en la arena frente a un toro.

-No -replicó Paco-. Yo no tendría miedo.

-¡Bah! Todos tienen miedo. Pero un torero puede dominar ese miedo y vencer al toro. Cierta vez intervine en una lidia de aficionados y tuve tanto miedo que escapé corriendo. Todos creían que sería algo muy divertido. Tú también te asustarías. Si no fuera por el miedo, cualquier limpiabotas de España sería torero. Y tú, un muchacho del campo, te asustarías más que yo..

-No -dijo Paco.

En su imaginación lo había hecho muchísimas veces. Infinidad de veces vio los cuernos, el hocico húmedo del toro, las orejas crispadas y luego cómo agachaba la cabeza para la embestida. Oía el golpe seco de los cascos del animal. Lo veía pasar a su lado mientras él balanceaba la capa. Vio la nueva embestida y volvió a balancear la capa, y luego una y otra vez, para concluir mareando al animal con su gran media verónica y alejándose con oscilaciones de las caderas, con pelos del toro que se habían prendido de los adornos de oro de su chaqueta en los pases más ajustados. El toro había quedado hipnotizado y la multitud aplaudía con entusiasmo… No, no tendría miedo. Otros podían sentirlo, pero él no. Sabía que iba a ser así. Aunque siempre hubiera tenido miedo, estaba seguro de que podría hacerlo con toda calma. Tenía confianza.

-Yo no tendría miedo -repitió.

-¡Bah! -volvió a exclamar Enrique, y después de una pausa agregó-: ¿Y si hiciéramos la prueba?

-¿Cómo?

-Mira -explicó el lavador de platos-. Tú piensas siempre en el toro, pero te olvidas de los cuernos. El toro tiene tanta fuerza que los cuernos cortan como un cuchillo, se clavan como una bayoneta y matan como un garrote. Mira -y al decir esto abrió un cajón de la mesa y sacó dos cuchillas de cortar carne-. Las ataré a las patas de una silla. Luego haré de toro poniéndola delante de mi cabeza. Imaginémonos que las cuchillas son los cuernos. Si logras hacer esos pases, puedes ser considerado una cosa seria.

-Préstame tu delantal. Lo haremos en el comedor.

-No -dijo Enrique, despojándose repentinamente de su amargura habitual-. No lo hagas, Paco.

-Sí. No tengo miedo.

-Pero lo tendrás, cuando veas cómo se acercan las cuchillas…

-Ya veremos -concluyó Paco-. Dame el delantal.

Y Enrique empezó a atar las dos cuchillas de hoja gruesa y afilada como la de una navaja a las patas de la silla, utilizando dos servilletas sucias que arrollaba a la altura de la mitad de cada cuchilla, apretándolas lo más fuerte que le era posible.

Entretanto, las dos camareras, hermanas de Paco, se dirigían al cine para ver a Greta Garbo en «Anna Christie». De los dos sacerdotes, uno estaba sentado leyendo su breviario, y el otro rezaba el rosario. Todos los toreros de la pensión, excepto el que se encontraba enfermo, habían hecho ya su aparición nocturna en el café Fornos, donde el picador corpulento y de cabellos negros jugaba al billar, y el matador bajo y respetuoso se hallaba delante de una taza de café con leche en una mesa muy concurrida, al lado del banderillero y de unos obreros serios.

El picador canoso dado a la bebida, tenía un vaso de brandy cazalás y observaba con placer la mesa ocupada por el matador que ya había perdido el coraje, otro que renunciaba a la espada para ser de nuevo banderillero y dos viejas prostitutas.

Por su parte, el subastador estaba charlando con varios amigos en la esquina; el camarero alto estaba en la reunión anarco-sindicalista, esperando con ansiedad la ocasión de hacer uso de la palabra, y el mayor de los camareros se encontraba sentado en la terraza del Café Álvarez, bebiendo una copa de cerveza. En cuanto a la dueña de la Pensión Luarca, dormía ya, boca arriba, con el almohadón entre las piernas. Era una mujer alta, gorda, honrada, limpia, tranquila y muy religiosa. Todavía añoraba a su marido y no dejaba de rezar por él todos los días, a pesar de que hacia veinte años que había muerto. El matador enfermo continuaba en su cuarto, solo, acostado boca abajo, con un pañuelo en la boca.

En el desierto comedor, Enrique estaba haciendo el último nudo en las servilletas que ataban las cuchillas a las patas de la silla. Después dirigió las patas hacia adelante y sostuvo la silla sobre su cabeza, a cada lado de la cual apuntaba una de las afiladas cuchillas.

-Pesa mucho -dijo-. Mira, Paco, va a ser muy peligroso. No lo hagas.

Estaba sudando…

Frente a él, Paco sostenía el delantal extendido, con un pliegue en cada mano, con los pulgares arriba y los índices hacia abajo, esperando la carga de la imaginaria bestia.

-Avanza en línea recta -indicó-. Luego vuélvete como hace el toro. Y hazlo todas las veces que quieras.

-¿Y cómo sabrás cuándo cortar el pase? -preguntó Enrique-. Es mejor hacer tres y después una media.

-Entendido. Pero, ¿qué esperas? ¡Eh, torito! ¡Ven, torito!

Con la cabeza gacha, Enrique corrió hacia él, y Paco balanceó el delantal junto a la afilada cuchilla, que pasó muy cerca de su vientre, negro y liso, de puntas blancas, y cuando Enrique se dio vuelta para volver a atropellar, vio la masa cubierta de sangre del toro y oyó el golpe de los cascos que pasaban a su lado, y, ágil como un gato, retiró la capa, dejando que aquél siguiera su carrera. Enrique preparó entonces una nueva embestida y esta vez, mientras calculaba la distancia, Paco adelantó demasiado su pie izquierdo -cosa de dos o tres pulgadas- , y la cuchilla penetró en su cuerpo con la misma facilidad que si se hubiese tratado de un odre. Entonces sintió un calor nauseabundo junto con la fría rigidez del acero. Al mismo tiempo oyó que Enrique gritaba:

-¡Ayl ¡Ay! ¡Déjame que lo saque! ¡Déjame sacártelo!

Paco cayó hacia adelante, sobre la silla, sosteniendo todavía en sus manos el delantal convertido en capa. Enrique, en su afán de separar al compañero, empujaba la silla, y la cuchilla se hundía en él, en él, en Paco…

Por fin salió, y él se sentó sobre el piso, en el charco caliente que se agrandaba cada vez más.

-Ponte la servilleta encima. ¡Fuerte! -dijo Enrique-. Aprieta bien. Iré corriendo en busca del médico. Debes contener la hemorragia.

-Haría falta una ventosa de goma -respondió Paco, que había visto usar eso en la arena.

-Yo atropellé en línea recta -balbuceó Enrique, sollozando-. Lo único que quería era mostrarte el peligro…

-No te preocupes -la voz de Paco parecía lejana-, pero trae el médico.

En la arena, cuando alguien resulta herido, lo levantan y lo llevan corriendo a la sala de operaciones. Si la arteria femoral se vacía antes de llegar, llaman al sacerdote…

-Avisa a uno de los curas -continuó Paco, que sostenía la servilleta con todas sus fuerzas contra la parte baja del abdomen. No podía creer que le hubiera ocurrido aquello.

Pero Enrique ya estaba en la calle San Jerónimo y se dirigía corriendo hacia el dispensario de urgencia. Paco se quedó solo. Primero se levantó, pero el dolor lo hizo caer de nuevo, y permaneció en el suelo hasta lanzar el último suspiro, sintiendo que su vida se escapaba como el agua sucia sale de la bañera cuando uno levanta el tapón. Estaba asustado, y, al sentirse desfallecer, trató de decir una frase de contrición. Recordaba el comienzo, pero apenas pronunció, con la mayor rapidez posible: «¡Oh, Dios mío! Me arrepiento sinceramente de haberte ofendido, a Ti, que mereces todo mi amor, y resuelvo firmemente…»; se sintió ya demasiado débil y cayó boca abajo sobre el piso, expirando en pocos segundos. Una arteria femoral herida se vacía más pronto de lo que uno piensa.

Mientras el médico del dispensario subía por la escalera acompañado por el agente de policía, que llevaba del brazo a Enrique, las dos hermanas de Paco estaban en el monumental cinematógrafo de la Gran Vía. La película de la Garbo les deparó una gran desilusión. Nadie quedó conforme con el mísero papel de la gran estrella, pues estaban acostumbrados a verla siempre rodeada de gran lujo y esplendor. Los espectadores demostraban su desagrado mediante silbidos y pateos. Los otros habitantes del hotel estaban haciendo casi exactamente lo mismo que cuando ocurrió el accidente, excepto los dos curas, que habían terminado sus devociones y se preparaban para ir a dormir, y el canoso picador, que trasladó su copa a la mesa ocupada por las dos viejas prostitutas. Un poco más tarde salió del café con una de ellas: la que había acompañado en la borrachera al matador que perdiera el coraje.

Y el joven Paco no se enteró nunca de esto ni de lo que aquella gente iba a hacer al día siguiente. Ni se imaginaba cómo vivían, en realidad, ni cómo terminarían sus existencias. Murió, como dice la frase española, lleno de ilusiones. No había tenido tiempo en su vida para perder ninguna de ellas, ni siquiera, al final, para completar un acto de contrición.

Tampoco tuvo tiempo para desilusionarse por la película de Greta Garbo, que defraudó a todo Madrid durante una semana.


PrisioneroEnArgentina.com

Junio 7, 2020

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ALERTA TEMPRANA PARA LOS ARGENTINOS

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 por Enrique Guillermo Avogadro

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“Quien controla el miedo de los individuos,

se convierte en dueño de sus almas”.

Nicola Machiavelo

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El kirchnerismo ha aprovechado el confinamiento extremo para avanzar con prisa y sin pausa sobre los derechos constitucionales y las instituciones, sobre todo aquéllas vinculadas a la disposición de fondos y al control del proceder del Ejecutivo y de las personas que ocupan cargos públicos. La ciudadanía, aún sometida a la campaña de terror iniciada por la prensa internacional y aprovechada por los populismos de todo signo, ha reaccionado a esas movidas con tolerancia bovina. Sin embargo, la semana deparó una luz de esperanza frente a la degradación que este anómalo presente ha permitido: el jueves, la bancada opositora en el Senado, indignada por una arbitraria modificación de las reglas pactadas para las sesiones virtuales, hizo valer su número y evitó que Cristina Kirchner obtuviera la aprobación del anacrónico proyecto de ley de alquileres que, al imponer nuevas regulaciones estatales, paralizaría al mercado inmobiliario y lo haría retroceder casi siete décadas. Lo relevante fue que esa actitud contó con el apoyo de los veintinueve senadores que integran el bloque encabezado por Luis Petcoff Naidenoff. Ese número, de mantenerse, constituiría una insuperable barrera para la intención de designar Procurador General de la Nación, es decir, jefe de todos los fiscales federales, al Juez Daniel Rafecas. Ya que será extendida a todo el país la vigencia del nuevo Código Procesal Penal, los subordinados del Procurador pasarán a decidir la apertura –o no- de las causas judiciales por corrupción y otros delitos federales y a conducir la etapa de instrucción de las mismas, limitando a los jueces a controlar la legalidad de los procedimientos. Si recordamos que Rafecas fue quien dispuso, sin investigación, el archivo de la denuncia que costó la vida al Fiscal Alberto Nisman contra la actual Vicepresidente por la firma del memorándum con Irán, podremos tener una verdadera dimensión acerca del triunfo que ese nombramiento significaría para Cristina Fernández en su bastarda guerra contra la Justicia. Basta sumarla a la que ya obtuvo con la designación de Carlos “Chino” Zaninni como Procurador del Tesoro, aun cuando se encuentra procesado por corrupción. Este caso es aún más grave, desde el punto de vista económico, porque se ha convertido en una enorme piedra en el zapato de la Juez Loretta Prieska, que tiene a su cargo el monumental juicio que inició en 2015 el fondo Burford Capital (¿estará Cristina Fernández detrás?) contra la Argentina por el incumplimiento del contrato social de YPF cuando se estatizó el 51% de la empresa ignorando al 25% de los Eskenazy/Kirchner, cuyos derechos compró; la magistrada rechazó ayer la posibilidad de que la acción fuera juzgada en nuestro país precisamente porque Zaninni, jefe de los abogados del Estado, podía influir en nuestra Justicia. La sociedad entera debiera estar alerta y vigilante frente a la probabilidad de que algunos de los senadores que esta semana obedecieron la decisión colectiva del bloque opositor acompañe el proyecto kirchnerista, sea votando a favor de esa cuestionada designación, sea ausentándose de la sesión. Porque algunos gobernadores de Cambiemos, de quienes dependen los legisladores, pueden sentirse obligados por sus necesidades a acompañar la propuesta, dado que sus provincias dependen mucho de los dineros que llegan desde la Casa Rosada. El otro punto destacable de lo sucedido esta semana está vinculada a la publicación, en el sitio “Cohete a la luna”, de Horacio “Perro” Verbitsky, de la lista de quienes sacaron dólares –calificado como “fuga” por el oficialismo, pese a ser legal- del circuito bancario. La pretensión era demostrar que los empresarios vinculados a Mauricio Macri eran los malos de la película, pero, sorprendentemente, el listado estuvo encabezado por testaferros y amigos de los Kirchner, en especial por los miembros de la familia Eskenazy, quienes prestaron su nombre para la costosísima apropiación del 25% de YPF. Puede adjudicarse ese tiro en el pie a una de dos razones: a) una nueva demostración de la torpeza con que se maneja el kirchnerismo, algo que se confirma con sólo mirar a las formas en que ha negociado la deuda y en que ha conducido las relaciones internacionales, o b) a una complicada movida interna dentro del oficialismo, también habitual como lo demuestran las contradicciones entre los ministros y sus subordinados, debidos al “loteo” que Alberto Fernández ha implementado para dar cabida a los fieles del Instituto Patria y de la Cámpora y a los jerarcas de los movimientos sociales, que se han adueñado de los fondos de ayuda a los necesitados. Por ahora, nos mantendrán encerrados otras tres semanas. Mientras tanto, la economía continuará hundiéndose en una miseria sin fondo.

 

Bs.As., 6 Jun 20

Enrique Guillermo Avogadro
Abogado
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